Sant Jordi 2024 en Salou

A poco de instalarme en Salou,  a finales de enero, recibí un whatsapp del periodista y escritor Ángel Gómez, invitándome a la “Asociación Ôra Marítima». Ha reunido a los escritores locales y una de las primeras actividades en las que participo, es esta estupenda idea que lleva a cabo «Shopping Salou». Los escaparates literarios, independientemente de si el comercio se dedica a los libros.

Exponen mi libro en el establecimiento FERNAN’S (Fotografía y Perfumería) y en ESCOLA INNOVA. Estoy contenta, y agradecida a todas las personas y entidades que lo han hecho posible. Felicito a todos los autores por esta promoción.

Causas ajenas a mi voluntad, me impidieron estar presente en el puesto de la “Asociación Ôra Marítima» el día 23 de abril. La foto con la rosa es un detalle de mi hermano.

De gira y con hambre

Por sucesos como estos, te das cuenta de que cumples con tu trabajo mucho más allá de la necesidad. Y por eso mismo, me merecen todo el respeto esos artistas anónimos que por ahorrar y por sobrevivir, machacaron su cuerpo. No por espíritu bohemio. Por irresponsabilidad de las empresas. Una gran escuela de vida, para quien sabe lo que es.

«LA PÍCARA REINA», GIRA DE COLSADA, 1984.

Después de las funciones nos acercábamos a la feria, donde ya nos conocían por seguir la misma ruta. Una noche, en uno de los puestos de tiro, descubrí una valla con unas fotos en blanco y negro de vedettes y actores famosos que habían estado allí en otros años. En una de ellas se podía ver a un apuesto Ignacio Vidal y a Lina Morgan como estrellas de Hollywood, riendo juntos, jóvenes. No nos faltaban tickets gratuitos para subirnos a las atracciones, donde entre ida y venida, los feriantes nos contaban las últimas novedades. Que si una bailarina del portátil había desaparecido con un mozo de la montaña rusa o si hubo navajazos en el último pueblo. Las fugas de las bailarinas eran corrientes, en vez de rescindir un contrato o llegar a un acuerdo, se marchaban en cuanto se enamoraban o si habían conseguido reunir lo que tanto esfuerzo les había costado. No me extrañó, pues cumplir lo que firmaban sin entender ni media palabra beneficiaba, sobre todo, a los contratantes. Ellas, me contaron que les retenían el pasaporte y parte del sueldo, práctica totalmente ilegal, para asegurarse su permanencia. Llegaban a realizar hasta cinco funciones diarias.

¿Por qué eran tan corrientes esas escapadas? Contrariamente a lo que se argumentaba, las bailarinas inglesas no eran mejores ni más baratas que las nacionales. Tuve compañeras españolas, muy buenas profesionales, que aguantaron alguna corta temporada y, teniendo a favor la camaradería que lo hacía soportable, no era un empleo grato por las condiciones de vida. Ninguna. En Inglaterra, las maestras de baile, que se llevaban jugosas comisiones, no les explicaban a sus alumnas en qué consistía la gira, que deberían convivir en una misma roulotte (o en un trailer habilitado), eso era el truco del alojamiento incluido. En cambio, aquellas coristas, de Colsada, a quienes formé en su primer trabajo, se dejaban parte del sueldo en el alojamiento. Estaban más cómodas, pero eso, más el pago obligado de aquellos porcentajes, reducía su economía si pretendían ahorrar. Comían poco. Alguna vez en medio de un baile, a medio metro, vi unas piernas tendidas en el suelo, las de una chica arrastrada entre tramoyistas y bailarines desapareciendo entre los bastidores. Mientras yo movía al resto de compañeras con un par de indicaciones sobre la marcha, cubriendo el vacío que había dejado en la coreografía. Los desmayos eran el resultado del poco alimento que ingerían, una dieta de sándwich de jamón con queso y un café con leche, o un yogur y una sopa de sobre en una taza, calentada con una resistencia.

Al llegar a la feria estaban aquellos chiringuitos con mesas alargadas, con manteles de cuadritos verdes y blancos, ocupando sitio con todo aquel que fuese apareciendo con hambre. A juzgar por las risotadas del gentío y la juerga de día y de noche, se abría el apetito y se cerraban, llenas, las cajas registradoras. En las primeras horas de la madrugada, con el estruendo de las bocinas de las atracciones, la reverberación de los voceros de las rifas y puestos, el aire se iba condensando con olores de humanidad, sudor, tabaco, una humareda de lacón, chorizos, pimientos y ajos, algún perfume pesado, manzanas caramelizadas y algodón de azúcar. Por trescientas pesetas servían un cuarto de pollo a l’ast con patatas y pimientos verdes, el plato estrella. Podía verse a cuatro y cinco chicas, muchas veces, compartiendo un plato de patatas fritas remojadas en vinagre. Ángel y yo, en alguna ocasión, encargábamos un plato más de pollo, que dejábamos sin tocar con la excusa de habernos equivocado al pedir, para que comiesen. Más tarde, después de cenar caliente, alguna decidía subirse a una atracción, como el gran barco vikingo, que mareaba mucho y acaba vomitando. Qué despilfarro de patatas y pollo. Niñas inconscientes y rebeldes, ¿qué contarían al volver a casa? Seguramente, lo que no se escondían de decir en el camerino, sin importar la ofensa: “españoles, grasientos”. 

Una noche con Bibi «Bananas» Sevilla, y menos de 58 kilos.

«UNA NOCHE CON BIBI», GIRA DE BIBI ANDERSEN, 1986.

La nómina semanal que tanto costaba cobrar iba solucionándose con parches insuficientes. Los hoteles y dietas corrían de nuestra cuenta, naturalmente, tirando de los ahorros destinados a poder pasar tres o cuatro meses a falta de bolos o de un contrato. Un día el conductor del camión se plantó y dijo que no seguía. En otra ocasión, parte de los decorados se quedaron en un teatro a modo de depósito. Un retraso y otro, incluso el propietario del equipo de iluminación amenazó con llevarse material técnico para dejarnos a oscuras, pero seguíamos. 

Y llegamos a Sevilla, economía de guerra. Mi pareja y yo nos alimentábamos con sólo mil pesetas al día. Los escuálidos flamenquines y medio bocadillo con un café con leche —el conocido estilo inglés de otro tiempo—, no me daban para aguantar el desgaste de las dos funciones. Al acostarme, el estómago me rugía de hambre, a duras penas engañado con un par de vasos de agua. Fantaseaba, y eso que no sufría los vapores de hachís tan cerca, con aquellos grandes batidos de frutas, a 600 pesetas, que habíamos descubierto cerca del cine cuando fuimos a ver el estreno de A Chorus line. No hay nada como ir a ver una película musical con bailarines y coreógrafos, ya no digo una obra en directo. Los críticos de prensa, a su lado, son unos angelitos. Contemplaba, en el espejo del camerino, las clavículas marcadas, sintiendo la holgura de la ropa. Bajé mi peso por debajo de lo normal, casi unos cinco kilos. No había estado tan delgada. Me duchaba con una pastilla de jabón, sí, sí, la derrochadora de potingues y aromas. Dosificaba el champú del cabello con temor, como si fuese oro. Tuve una lesión, una rotura de fibras en los isquiotibiales durante un número y dos chicos me tuvieron que ayudar a salir del escenario. Pedí que localizaran a un masajista de fútbol. Consiguieron contactar y traer a uno muy bueno del Sevilla C.F. No quería ni imaginar una baja y quedarme sin cobrar en mitad de la gira. Mi pierna permaneció morada durante muchos días, hice los números menos difíciles con el vendaje correspondiente.

Bibi y Javier pasaron de alojarse en hoteles de cuatro estrellas, donde se recibía a los medios de comunicación para la promoción indispensable de la función, a lugares más económicos. Comenzaron a acudir al supermercado de El Corte Inglés, aprovechando la tarjeta, llevándose los alimentos al camerino. Alguna que otra, entraba a picar. Yo no. Ni por invitación. Hubo más cambios en el ballet, entraron África C., gimnasta profesional de alta competición y profesora de Educación Física; además de Mercedes y José Antonio. Entonces, en una nueva aparición estelar, el incomparable Toni Álvarez,  “el martillo”, aderezó el surrealismo propio y de extraños, sentándose en las escaleras del escenario, emulando el cante de las saetas, sí, claro, con el soniquete que le hiciera famoso en el Apolo: «Y si no pagan, le doy y le doy a la rodilla ¡Me la machaco! Y de aquí salgo ‘destrozao’ pero vamos que si cobro», clamaba con la herramienta en un nuevo alarde malabar. «¡Ellos mismos, pero a mí me pagan o reviento aquí y los hundo», a lo que seguía el eco, “cobro, cobro, cobro…”; “hundo… hundo… hundo…”, en el teatro vacío. Paquita, acostumbrada a la costura de nivel y con su voz impostada de monja de clausura, se escandalizaba ante aquel exceso. Toni, jefe de maquinaria y profesional intachable, tenía más que el martillo por el mango. Y le funcionaba. Ni sindicatos, ni patronales, ni piquetes de huelga. Aquí te pillo, aquí te clavo. Toni Thor, fue el personaje más auténtico, rocambolesco y desconocido de la historia de la tramoya en la escena nacional. Tanto se hizo oír Álvarez y tanto creció el malestar de la compañía, que nos reunieron y no, precisamente, para tranquilizarnos. La empresa BibiAndersen Productions S.A., nombre de cuento, apropiado para este relato, estaba en una situación límite, más cerca de abandonar que de otra cosa, y el gerente,  con desazón pero aguantando el tipo, reconoció el patente fracaso económico, lanzando la idea del cierre total allí mismo. Y Toni, callado, sin pestañear, con las carótidas disminuyendo su exagerado relieve, sabiendo que saldría de allí con dinero.

Hambre, cansancio, decepción, acallé la pasión bohemia, la buena fe y le di, interiormente, por una única vez, la razón a Serrano. Nada de romanticismos, teníamos que salir honradamente del hotel, pagarlo era lo prioritario. La de veces que había mirado abajo, al patio interior, típico sevillano, desde la ventana de mi habitación en el tercer piso, imaginando una huida de maleante, imposible por lo enrevesada. Fantasía desbocada o no, de alguna certeza tendría que proceder aquella frase de otras épocas: “Esconde la cubertería y la plata, que vienen los artistas”. Por eso, me sumé a los inteligentes que propusieron continuar. La razón, evidente, el mecanismo de supervivencia con la esperanza de sumar fechas y recuperar la cantidad que se nos debía, pues abandonar era perderlo todo. Y también, cierto y loable, la buena pasta de la que estábamos hechos quienes vivimos aquello y sumamos fuerzas por compañerismo. Pávlova y el regidor se despidieron. No sé los demás, pero a Barcelona no iba a volver de vacío. Bibi se mostró agradecida y emotiva. Javier Serrano se comprometió, firmemente, a ponerse al día si continuábamos y, de momento, nos dio el dinero para poder salir del hotel evitando que nos ficharan en un cuartelillo. Una hora después, Javier se puso en la puerta del autocar repartiendo a todos la misma cantidad, lo que quedaba de la recaudación. Tras dos horas de viaje, y con dinero en el bolsillo, paramos a cenar en un bar del trayecto —visto uno, vistos todos—, de aquellos tan cercanos a los clubs de prostitución, la reconocible guirnalda de luces plantadas en el medio de la nada, en las carreteras nacionales. 

Marian Nadal

Marian Nadal, es una de las pocas artistas que saben cantar, declamar y bailar con una rica formación no solo en Zaragoza, en España. Se le llama vedette y se patea los pueblos haga calor o frío, pero en realidad es una promotora cultural capaz de mover a las instituciones para motivar a diversos segmentos de la población. Estar en Aragón la beneficia pues si residiera en Catalunya se encontraría palos cargados de prejuicios en las ruedas de su buen hacer.

Aquí recogemos el lamento de los artistas con solera, que ven como su sustento y toda una vida profesional se diluyen ante la gratuidad de los concursos de talentos en televisión y los actos de aficionados en las fiestas mayores. La escuela de los comediantes de carretera y manta se acaba. La falta de fórmulas en directo que atrapen al público y lo arranquen de las garras virtuales, convierte en alto riesgo económico cualquier iniciativa que supere un elenco de 5 personas. El artista que se autoproduce ha dejado de tener sueños caros para aferrarse a la supervivencia indispensable. Las productoras teatrales juegan a ser Broadway pagando sueldos indignos. Los artistas, muchos, oficialmente en el umbral de pobreza se pasean en las alfombras rojas exhibiendo sonrisas y trajes prestados por esa oportunidad de hacerse ver, como se describe en el fabuloso tema de Stephen Sondheim: “I’m still here” (1971), la existencia de picos y valles del artista, que bien puede aplicarse a cualquier persona en cualquier situación laboral. Todos a demostrar que seguimos aquí a veces con caviar beluga, otras con pan y cebolla. Para quienes hemos contado las monedas en tiempos de descalabros y deudas de compañías en gira, eso significa ‘de profesión casting’, ustedes también pasan pruebas aunque no se pongan delante de un foco. Alguien pretende su puesto. Se trata de conquistar y permanecer porque para que tu triunfes tu amigo tiene que fracasar. Los veteranos afrontan una jubilación precaria y los jóvenes llenan la nevera con empleos para los que no se han preparado. Si la economía y el bienestar son el retrato de la sociedad, la proyección artística es su radiografía.

Marian, enseña a otras mujeres a desatar el gusanillo. Ha sido comisaria de exposiciones. Es una compañera que conozco desde 1988 aproximadamente. A pesar de la distancia que impone este trabajo, he comprobado su evolución tanto personal como artística y solamente me queda aplaudirla. La considero una amiga, ya que en aquellos tiempos del Oasis de Zaragoza no pudimos intimar más.

Una persona confiable a quien puedo abrir el corazón sin que me lo coman crudo y sería raro que yo me equivocara con esa percepción.

Marian Nadal hace honor a la estirpe familiar, sobrina de Alfonso Nadal, (protagonista en Jesucristo Superstar y en The Rocky Horror Show por poner dos ejemplos) bellezón, carismático artista a quien consideré en aquellos años como otra persona confiable, pues siempre me dijo cosas por mi bien y me trató exquisitamente desde que nuestro querido Javier de Campos nos presentara estando de gira en 1986 con ‘Una noche con Bibi’, en Bilbao si mal no recuerdo.

Si por mi fuera, y estuviéramos más cerca, la tendría a mi lado aunque sabemos que estamos la una para la otra. En esta profesión es raro que dos mujeres se unan. Las dos tenemos claro que rodearse de los mejores es una señal a tener en cuenta. Los mejores plantean cuestiones y aportan generosamente. Hacen las cosas fáciles y con todo el derecho a pasear su Ego, saben ponerlo a disposición del bien común.

Los artistas así son los nuevos revolucionarios y a pesar de mucho dueto de videoclip, obra de teatro de tándem genial y montaje con equipo fabuloso, sabemos que no es tan fácil encontrarlos y menos distinguir el producto comercial de lo auténtico.

Ha sido un placer escribir sobre Marian, aunque quien la conoce ya lo sabe. El tema aquí está en saber reconocer sus valores. Una mirada así, lo dice todo. Suerte la mía.

Vicens, Camelot, la sala Canal y una postal de Navidad

Conocí a Vicens Suso en una Mostra de Dansa, con la escuela de Anna Maleras, bailando una coreografía titulada “Amics”, de Victor Rodrigo.  Lo invité a visitar el ballet de la Barceloneta. Fue uno de tantos compañeros como Esther Rielo, Leo Quintana, Marsa y Xavi Mesa que fueron a parar de mi mano al estrafalario y complicado micro universo, lleno de mentiras y manipulaciones, de Pepe Huguet. En la puerta de aquel estudio de baile en la calle Conde de Santa Clara 8, se tendría que haber avisado: “Entre bajo su propio riesgo”. Una cosa era ir a hacer un casting para Ferrante y otra, creer que de allí íbamos a salir indemnes. Los bailarines posteriores a 1983 no tienen ni idea de lo que era aquello. Y casi que mejor.

Los dos nos hicimos amigos, lo mismo bailábamos con Pili (Debla) que con Elsa Montserrat, pero finalmente nos quedamos con Elsa. Y así, debutamos en el famoso ‘Cavas Park’ de Sant Sadurni, contando con algunas coreografías del amigo Máximo Hita que reavivó el nivel del grupo.

Vicens absorbía, mucho. Me dio más de un sobresalto en sus madrugadas pro-suicidas, teniéndolo al teléfono durante horas o colándolo en mi habitación, sin que mi padre se enterase, para que se le pasara el bajón, convenciéndolo de no tomar malas decisiones. Lo malo de tener hombros donde llorar, es que se utilizan y algunos se olvidan pronto. Tuve razones para no querer necesitar uno y no explayarme en confidencias. El lado oscuro del artisteo, críptico para el profano, es indiscreto de puertas adentro y goza de los más sibilinos y refinados métodos de vileza. Otra cosa es la elección individual a la hora de usarlos, algunos lo hacen de manera desternillante, otros, de forma soberanamente cruel.Algunas de nuestras discusiones, por nimiedades, acabaron con él queriendo dejarme en mitad de la autopista, volviendo de Cavas Park. Tenía una personalidad complicada. No se sabe hasta qué punto mitificó su pasado, por la patada de caballo que, decía él, le rompió un trozo de frente, siempre palpitante cerca del entrecejo, y la nariz, sin reconstruir debidamente. Le llamaban ‘El Chato’. A veces se dormía conduciendo —yo lo vigilaba— y cuando lo veía pegar una cabezada, rápidamente lo espabilaba y entonces me decía:  —¡Oye, no me des estos sustos que podemos tener un accidente!

Algunas noches dábamos una vuelta por Spartacus, una disco de ambiente, nos recibían con “I will survive”, de Gloria Gaynor, el himno por excelencia. Vicens entraba en trance melancólico, no dejando columna ni rincón libre de lágrimas y lamentos. Agarraba su bebida preferida y se lanzaba a bailar “Can’t take my eyes off you”, de Boys town Gang, o “Just an illusion”, de Imagination. Incitador y dispuesto a perderse de mala manera, en busca de un amor que no le satisfacía, pues volvíamos cada tanto a por más. Ir a Spartacus era terapéutico para él.

Durante aquel año estuvimos un mes en la Sala Stars, en Andorra. Actuaba un señor francés como presentador, Charly, muy simpático. La gente de los viajes concertados para mayores iba a cenar y el espectáculo comenzaba pronto. En esas estábamos, en la segunda semana, disfrutando de las tiendas y de Pyrenees, donde compré mi primer neceser de viaje Delsey, cuando Emma se fue metiendo en trapicheos que podían ponernos en un aprieto por las estrictas leyes locales, hasta el punto de que una noche, media hora antes del espectáculo, no había aparecido. El gerente tuvo que ir a buscarla, pues seguía durmiendo una de sus “fumadas”. Entre él y Elsa, la levantaron. Al llevarla al camerino, Elsa, muy enfadada, la hartó de cafés, maquilló y vistió. Actuó guiada de un lado al otro del escenario por nosotras, disimuladamente, porque si ella no trabajaba se incumplía el contrato y no cobrábamos ninguno. Pasó entonces algo más preocupante, no querían a Vicens. Por esas dos circunstancias negativas, tuvimos que irnos. La mañana que cogimos el autobús para volver a Barcelona, el conductor había sintonizado un programa de radio y escuché a Selvin con su muñeca Loli interviniendo con Luis del Olmo. A Selvin, lo había visto muchas veces en Georgia y en Muntaner 4, aunque no habíamos cruzado palabra.

En verano actuábamos en la Discoteca Camelot con aquellas apuestas de shows de José Luis Verísimo, Tony Guerrero y otros personajes de la radio y la noche. Trabajaba allí un DJ que parecía ‘Jesucristo Superstar’, así le llamaban, muy simpático, que me invitaba a la cabina dándome conversación y me dejaba usar el mando del láser para iluminar a mi antojo cuando descansaba de la primera parte. Muchos días me quedaba bailando después del espectáculo hasta cerrar la disco. ‘El Superstar’, que sabía llenar la pista, pinchaba “September”,de Earth Wind and Fire, o “Born to be alive”, de Patrick Hernández, lo que conseguía motivarme, como con “Your Love”, de Lime. A veces las chicas, al salir de Camelot, nos íbamos a tomar algo a un restaurante abierto hasta la madrugada con unas preciosas vistas al mar, arriba en Montjuic. Otras, nos decidíamos por los churros con chocolate en el Parque de la Ciudadela. Durante una temporada, había tenido la fastidiosa impresión de ser objetivo de aquellos chicos que salían de caza con el peine en el bolsillo, más bien cortitos. En Camelot, sin embargo, comenzó sin buscarlo, ni me enteraba porque no prestaba atención al ligoteo, una etapa de diversión con la aparición de hombres, educados y un poco “pijos”, atraídos por la bailarina que estaba buena y seguía siendo una chica decente. Y con ellos llegaron los criterios de selección. Se les veía venir. Único patrón, sin posibilidad. Tuve muchos reparos con los pretendientes en sala. Imagina, pensaba, que te enrollas con uno con la lengua larga, que presume de haberse tirado a la bailarina. No.

En el mes de agosto viajamos en compartimento de literas, en tren, a Bilbao. A Tiffany’s. Durante la estancia conocí a un guapo e interesante Mariano Vázquez, con quien me une una bonita amistad, a Eugenio y Beatriz Carvajal, y a Joe Luiz y sus muñecos (se llamaba José Luis, pero por un asunto de patentes a favor de J. Luis Moreno, tal y como él contaba, no podía usar su verdadero nombre). Se celebraban los Mundiales de Fútbol. Hasta entonces me costaba un poco intimar, aunque tenía buena fe y predisposición. Me solté, interesada por vivir aquellos ambientes irrepetibles en Bilbao. Noté un notable avance, empezando por un personaje muy conocido “La Charcu”, el propietario de Harry’s Bar. Si tuviera que describirlo, podría parecerse, pero más delgado y menudo, al actor Robert Preston —con estilazo— que hacía de protector de Julie Andrews en Víctor o Victoria. Tuvimos una relación muy divertida, acudiendo a su local,  con Marcos y “La Otxoa”, José Antonio Nielfa, artista e icono de la ciudad, que se hiciera famoso con su himno “Libérate”.

‘La Otxoa’ me había presentado a Marcos y nos hicimos amigos. Éste se sentaba en el mismo sitio todas las noches durante nuestro espectáculo. Cuando yo interpretaba mi “New York, New York” usaba un bastón que le dejaba hasta acabar la canción y recogerlo. Él me hacía un guiño y nos reíamos. En el segundo pase, hacíamos la canción “Si me faltas tú” de Josephine Baker. Marcos y yo comenzamos a quedar, entre pases, tomaba una bebida y bailábamos el famoso y pegadizo “Da Da Da Ich Lieb Dich Nicht”,de Trio. Ese fue el motivo de que Vicens, espiándome entre las cortinas, justo antes de pisar el escenario, con el consabido tema tropical  “À Bobino” también de la Baker, me llamara «puta». Me descolocó y no quise consentirlo. Tenía que sonreírle en escena y no iba a quedar así. Cuando volvimos al camerino, le tiré encima todo lo que encontré a mano, la coctelera con dos docenas de cubitos de hielo, varios zapatos, un cenicero de vidrio grueso, que estalló en el suelo… No me importó si aquella reacción era profesional o no. Al día siguiente, naturalmente, Pepe me llamó a la sala conminándome al orden. Vicens y yo estuvimos unos días sin hablarnos, y tuvo que pedirme perdón. Ya no volvería a ser lo mismo. Agotó la amistad. En Bilbao con Marcos, la Otxoa y La Charcu, con todo lo que aquello significaba socialmente, lo pasé en grande. Ningún día me acosté antes de las 8 de la mañana. Creo recordar que una noche me faltó bien poco para llegar al primer pase. La fiesta era continua.

A Pinedo, Valencia, para el siguiente contrato (es un decir, porque no existe ni un solo documento laboral de esos años) en septiembre y octubre, llegué de forma accidentada. Era muy puntual, pero a veces tenía despistes memorables. Habíamos quedado para salir con un autocar a las cuatro de la tarde desde El Paralelo, no tenía el billete y me confundí de número, el 29 por el 92. Yo venga a esperar y ni autocar ni gente. Lo perdí. Llamé a Pepe para avisarle. Cogí un tren en la estación de Sants y llegué a Valencia, teniendo que recibir una serie de reproches de Elsa. Ya instalada, conocí Pinedo “Town”, ciudad sin ley. Justo al llegar, hubo un asesinato y un suicidio, disparos incluidos, bajo un puente. Vivíamos en un piso cedido por la empresa, en un bloque donde no nos recibieron bien. Una tal Karen, de otro ballet, un mes antes, se había liado con el vecino de arriba, siendo pillados in fraganti por la esposa. En cuanto a lo de Pinedo y sus sucesos, Vicente, el propietario de la discoteca, era el protector de un camarero, del que se decía que había sido pastor de cabras, un poco huraño, que una noche trágica y tumultuosa le arrancó un trozo de cuello a otro camarero de un mordisco. Vicens nos relató con todo lujo de detalles cómo el trozo de carne salió despedido, surgiendo un chorro de sangre. Aquella pelea bien pudo acabar con la vida de aquel pobre hombre.

En la Sala Canal, Pinedo en 1982 Ballet Movie Music Show

Desde el pequeño núcleo de Pinedo donde vivíamos, hasta la Sala Canal, pasando por delante de la discoteca Dreams Village, se llegaba por la llamada carretera vieja de El Saler, un lugar plagado de arrozales y, en ciertos tramos, muy oscuro. No sé cómo tuve el atrevimiento de irme andando más de media hora de recorrido, muchas noches, cuando me cansaba de esperar a Vicens con su coche y sus tragedias en bucle. Cansada de las intimidades de nuestro grupo y buscando mi propio espacio, a veces, me iba a recoger el hijo del propietario de Dreams, bebíamos algo en la discoteca y me dejaba en casa. También conocí a Juanjo, un chico que ya había visto en la playa estando sola y que tuvo la amabilidad de ahuyentar a unos perros enzarzados en una pelea, cuando ya literalmente estaba rodeada y aterrorizada con sus dentelladas sin atreverme a mover de mi toalla. Entablamos conversación desde aquel día. Posteriormente, después de invitarlo, iba a recogerme a Canal y algunos días fuimos a comer a El Saler. Difícil de creer, a los veintidós años, la primera vez que asistí al cine acompañada de un chico, a ver Poltergeist, en Valencia.

En Canal coincidimos con un artista muy querido por el público de la zona, Carlos Manuel. Al comenzar el espectáculo con “Cabaret París”, iba vestida con tres trajes, uno encima del otro, me desprendía de ellos al ritmo de la coreografía, hasta que al final quedaba un último biquini. Interpretaba el playback de “New York, New York”, que acostumbraba a ensayar en la ducha para martirio de los vecinos.

En aquellos días conocí el espectáculo de «1920 Company» liderada por Charlie (Charly) y también vi actuar por primera vez a Miguel Brass. Ciertamente en lo referente al music-hall, Valencia no tenía nada que envidiar a Barcelona. Eran artistas con un talento y una proyección excelente.

Por algunas razones de peso y por un trabajo mejor incluyendo la continuidad, abandoné el Ballet “Movie Music Show” después de aquella experiencia. En realidad el propietario de Canal no quería a Vicens y las tres chicas dijimos que nos íbamos si él no continuaba… cosa que el propietario aprovechó para acabar la temporada. Así no podíamos seguir. Me incorporé al Ballet de Jennifer Lee que representaba José Bolívar del Real. Estuvimos en la Sala Aida de Zaragoza en Navidad y con él llegamos a la empresa Colsada, al Apolo de Barcelona en enero de 1983.

Al marchar de la Barceloneta, a Vicens le había dejado en custodia a Pulgui, un perro callejero, bravo, que me libró situándose a mi lado de una jauría en la playa de Pinedo, cuando me cogieron en medio una vez más. Me lo encontré algunas veces pues vivía en Gran Vía Nº 318, cercano a mi apartamento de pasión romántica. En la Navidad de 1983, estaba en el teatro Monumental de Madrid con la obra “Un reino para Tania” y supe que algo no iba bien cuando Vicens me envió una carta, con Pulgui y él mismo dibujados, llorando con gotas hasta el suelo, en lo que se describía como su Navidad. Le escribí ofreciéndole ayuda, dando la cara por él, a pesar de todo lo sucedido anteriormente, buscándole trabajo en la empresa de Colsada. Se lo contó a Huguet, quien lo tomó como algo personal, por supuesto contra él, personalizando y atribuyéndose un protagonismo malicioso por un sencillo acto de compañerismo. Yo no iba por la vida desvistiendo santos, ni descabezando negocios ajenos, ya estaba servida con mis asuntos. Vicens estaba mal, comprendí que al delatarme por querer ayudarlo, ya no era asunto mío.

Vicens era, a pesar del caótico sistema en el que basaba sus relaciones y de su coraza de gay histriónico y alocado, una buena persona. Le conocí una exnovia en Sentmenat, estando en su casa, mirando fotos. Encaminó a decenas de bailarines nuevos que le dieron la espalda en sus historiales profesionales. Vicente Suso Lacalle, después del fallecimiento de Pepe Huguet, siguió sólo o asociado a otros colegas, yendo de mal en peor hasta abandonar. Cuando rehízo su vida, logró colocarse como cocinero. Posteriormente, como conserje en el hotel Climent, en Barcelona. En 2011, alguien me hizo saber que había fallecido trágicamente en 2004. Las circunstancias de su asesinato accidental, a manos de un sicario que estaba acabando con su víctima en el garaje del citado hotel, pueden leerse con más detalle en las hemerotecas de los principales periódicos de Barcelona. Durante años, ha sido un caso sin cerrar.

Descanse en paz.

Un daño intencionado, en pleno escenario

Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.

Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».

La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.

Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.

Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna,  que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.

El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.

Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.

Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra: 

“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar

adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”

Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:

“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad

al encontrar a los amigos de verdad

la vida es bella si nos amamos

y disfrutamos nuestra amistad”

Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.

Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.

Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.

Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo?  Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.

Salto sin red

En 1993, con mis mejores coreografías y sacando todo el partido a las posibilidades del restaurante y espectáculo Galas de Salou, un empresario del Gran Palace de Lloret, tuvo la peregrina idea de pedirnos a Ángel Amar y a mí que colocáramos a una señorita rusa en nuestro ballet. En principio, adaptarla si sabía bailar no era un problema, pero como era mucho más alta, no encajaba en el conjunto, entonces —qué espabilado— sugirió que dejara mi puesto para cedérselo a ella. Este empresario pensaba que el ballet era de Ángel Amar, se conocían, y supuso erróneamente que yo no pintaba nada. Amar le respondió que debía consultarlo conmigo. No entraba en mis planes regalarle mi ballet a una extraña ni por el dinero que el empresario se ofreció a pagar por el favor, ni por si acaso, ni por diplomacia, ni por bla bla bla de especulación sobre las promesas, acompañadas de cánticos gregorianos y futurología gloriosa. No acepté.

Aquel mismo año, recibí un telefonazo: “Te llamo para avisarte. Nos hemos enterado de que cuentas con Lorena. Esta chica nos ha llevado a Magistratura de Trabajo… allí donde vaya estaremos detrás, puede que no te convenga que se quede contigo”. El Apolo y las intrigas que ya conociera en los años 80. Seguí contando con ella durante el verano de 1994.

Después de crear espectáculos durante tres años en Galas, aquella maravilla de local sería arrendado en 1994 por el desinterés de algunos socios no muy avenidos, con un cambio radical en el rumbo al Gran Palace. Esto sucedió en puertas de la temporada y tanto la señora Mª Carmen Fraga directora y productora de su ballet clásico español y flamenco, como yo con el Elite’s Show nos quedamos en la calle. No teníamos contrato, es cierto, incluso tuve una reunión con una abogada amiga Mª Asunción González y los señores Casals —hoteleros de Calella y socios de BlauTurist— en el restaurante Casa Soler, para intentar que Galas contara con nosotras. Todo el esfuerzo fue inútil, los Casals querían garantías y quien se las daba era el Palace que ya tenía el show montado y decorados nuevos además de la forma de pagar el arrendamiento sin esperar a llenar la taquilla.

Debo decir que el día del estreno me presenté en Galas y un tío no me dejó pasar ni pagando, ni por cortesía —ya ves tú— fue lo más barrio bajero que he vivido en estos locales de glamour y no le quito la importancia que me dieron ellos. Aquí viene una de mis típicas reacciones, llamadlo intuición, supervivencia u osadía. Aquel año, en los hoteles solamente actuaban un par de grupos musicales, Babakar, el mago Norman y dos shows flamencos, aunque había un grupo brasileño que ofrecía su show en la discoteca Saint Germain.

Cogí un dossier con las mejores fotos de mis shows y me fui, hotel por hotel a contratar un ballet de cinco personas. Era junio y encontraba muchas dificultades a la hora de poder concertar una cita con los directores de hoteles, no estaban nunca. Tomé muchos cafés diciendo que esperaría. Con tal presentación: «soy la coreógrafa y vedette del Galas», todos me recibieron. Me conocían y les picó la curiosidad. Conseguí así, pateando Salou a pie, un actuación en el Venecia Park y 3 hoteles más. Llamé a Ángel y a los bailarines y les dije que se vinieran para Salou. No tenía nada más que esa semana a prueba y les alquilé un apartamento para todo el verano (con un dinero que no tenía por adelantado) sin decir nada a nadie. Un salto sin red, que considero épico. Funcionó y como tenía muchos hoteles por visitar utilicé mi única estrategia: «tal hotel nos ha contratado». El resto lo hicieron ellos mismos ya que mi mejor argumento de venta fueron las cuentas, auténticas confesiones de los jefes de barra ya que doblamos la caja del bar en comparación a otros shows. Mi espectáculo de music hall, con trajes caros, aunque se realizara en terrazas y jardines con cuatro focos miserables y entarimados no muy seguros. Era lo que había y hasta cierto punto. Hay que saber decir que no. En uno de aquellos hoteles, el Negresco, encontré ese entarimado ocupado y le pedí tanto a los músicos como al director que nos hicieran sitio por seguridad y por categoría. Nos hicieron bailar en tacones sobre el empedrado, mientras el escenario estaba ocupado de instrumentos pero vacío de artistas. El director me respondió que de su categoría ya se ocupaba él y que si no me gustaba no volviera. Efectivamente, no volví, me sobraban fechas y lo otro también. Ahí me di cuenta de que estábamos destinados a educar no solamente al público también a los empresarios que no respetan a los artistas.

Los turistas, nos esperaban para felicitarnos y nos preguntaban a qué hotel íbamos al día siguiente. Tuvimos decenas de clientes que nos iban siguiendo de hotel en hotel y esto no pasó desapercibido a los directores. Todos los hoteles, más de 30, nos querían semanalmente y además teníamos dos repertorios que ofrecer.

Los brasileños de Sant Germain también se apuntaron al «hotel tour». Yo hacia un show sin tiempos muertos (a la americana) y con diez cambios de vestuario. Ellos paraban entre canción y canción dejando el escenario, sin modificar la ropa más de tres veces. Durante la consabida participación del público, el jefe escogía a una víctima, normalmente una señora mayor a quien sacaba a bailar la lambada subiéndole la falda sin que se diera cuenta hasta que se le veía todo el culo en bragas. A más risotadas, más me repugnaba y me negué a actuar con ellos otro día, después de que el director de Venecia Park, José Mª Pérez nos contratara juntos en aquella verbena de San Juan, iniciando la auténtica aventura del que fue conocido como “Carol & Company Cabaret”.

Acabando el verano pero todavía con muchas fechas que tanto había peleado, los dos chicos se fueron de un día para otro a los ensayos de “Drácula, el musical”, me dejaron tirada sin suplentes y sin tiempo de solucionarlo. Tuve que cancelar.

Decidí que me quedaba a vivir en Salou, y no por el interés económico. Creía que estaba enamorada de una persona. Tanto es así que cometí un acto de compromiso que ni entraba en mis proyectos de vida ni en mi imaginación y que de otra manera no hubiera considerado: atarme a un lugar. Álvaro Ferré, me habló de un local de su tío y tras mucho pensarlo alquilé una escuela de danza, cerrada por su reciente fracaso, para poder continuar viviendo en Salou con aquella persona que quería y por la que estaba dispuesta a cambiar en algunos aspectos más bohemios de mi naturaleza y abrir otros horizontes sin estar pendiente del círculo demasiado cerrado de Barcelona.

Con la escuela de danza recién inaugurada y mi padre debatiéndose en el Hospital de Sant Pau por un aneurisma, aquella Navidad me invitaron a ver «Drácula, el musical». No fui.

Lo hice, fui la primera con mis chicos y chicas en hacer Cabaret en Salou, con sus ventajas e inconvenientes, algunas putadas ¿cómo no? y pronto vendrían emisarios y falsos interesados por trabajar conmigo, a conocer el mercado que había abierto pero mantuve mi sitio todo el tiempo que quise hasta que ya no valió la pena, con dos ballets de 5 personas.

La empresa del Palace agonizó en dos temporadas. En 1996, una nueva empresa me ofreció volver a Galas. Maldita la hora que dije que sí.

Pero esa es otra historia para otro día.

Aquella Nochevieja en Zaragoza

Ayer, una Nochevieja más, se cumplieron 41 años desde que pasara la primera fuera de casa, lejos de mi familia y de mis conocidos. Sucedió en Zaragoza, trabajando en la Sala de Fiestas Aida, con el Ballet de Jennifer Lee. Tuve la suerte de haber conocido a un buen chico. Una bonita historia con un final amargo. Un amor de juventud que prometía más de lo que pudo ser. Uno de aquellos casi de noviazgo, que nunca he tenido, pero sí de cine; de compras; de meriendas; de cierta intriga sentimental… de lo que me quedaba de inocencia. Una historia del buen chico que trabajaba con un abogado y quería ser graduado social y la bailarina que viajaba cada mes a un lugar, intentando hacerse un hueco en la profesión.

Me acordé y con razones, por ello ahora relato un fragmento del libro. No es añoranza. Con la perspectiva del tiempo se podrían decir más cosas. Una se acuerda del primer beso, del primer baile… de la primera carta.

A Jorge le correspondió, ponerme frente a la primera elección seria entre el amor y la profesión. Lo anterior me lo miro con afecto, con gratitud por los inolvidables caprichos del destino, pero lo de Jorge fue devastador y me duró mucho tiempo. Así tenía que ser y ha sido. De todos los fines de año vividos, peculiares, esplendorosos e inesperados este fue el más especial y si no fue mejor, era solamente por mí causa. Me ha costado mucho confiar mis sentimientos y, sin embargo, escribir al aire sin saber quien me lee y si interesa me produce casi lo mismo que actuar. Los artistas, somos exhibicionistas, este es ahora mi escenario.

El tiempo no pone nada en su lugar, lo ponemos nosotros y debemos responsabilizarnos de ello.

Una vez fui joven, ilusionada… bien tratada. Querida. Ahora también, pero en mi caso, a los 21 años idealizas y construyes los cimientos para el amor que vendrá después, sin buscarlo… y entonces todo eso, cuando no quedan dudas, responde por ese lugar que ha ocupado cada momento y cada persona en tu vida. No se llama Jorge, le cambié el nombre para no perturbar su presente, pues es una persona muy conocida en el ambiente empresarial y jurídico-laboral de Zaragoza.

Fragmento de Ciudad Solitaria, capítulo 4º.

Entonces, llegó la tarde del último día del año. Se acercaba el final de mi contrato, estábamos en el apartamento.

—Quédate conmigo, no te vayas —dijo, pausada y tiernamente—. No vuelvas a Barcelona.

 Cuando alguien formula ese deseo, en ese tono, espera que le respondan que sí. 

—No puedo quedarme. Si salgo ahora de lo que conozco, no encontraré trabajo si quiero regresar, necesito seguir bailando —respondí.

Pude herirle profundamente en su amor propio. Él no respondió. Tuve que sonar insensible, desacertada y torpe. Y no lo era. Por más que quisiera decir que sí, la respuesta era fría y demasiado rápida. Me estaba demostrando que le importaba. Y él a mí. Me costaba darle argumentos. No soportaba la idea de encerrarme, otra vez, en una academia a dar clases en una ciudad donde extinguirme como artista, establecerme en nombre de la seguridad, bajo el techo del amor, apenas habiéndome probado, creyendo que era capaz de conseguir lo que me proponía. ¿Qué sabía yo de él? Excepto que era bueno para mí. De sus sueños. Querría formar una familia y prosperar con un buen trabajo. Podía haber apostado por darnos una oportunidad, disfrutar juntos aquel regalo en el cruce de tan dispares destinos. Lo más terrible era el presentimiento de que, con tantas inquietudes, si no desarrollaba mi vocación y mi objetivo, iba a amargarle la vida, estropeándolo todo. Eso no. Tardé mucho tiempo en darme cuenta del alcance de mi aparente dureza y del desengaño que provoqué.

Aquella Nochevieja, Jorge se fue de cena con sus amistades. Eso dijo. A lo mejor estuvo solo y me lo ocultó. Después del show, las cinco chicas nos dirigimos a Scratch. Allí habíamos quedado en vernos. No estaba tan entusiasmada como mis compañeras ni la gente que abarrotaba el local. Impaciente, miraba a un lado y al otro. Ansiosa, creyendo que él se acercaba. Janet trajo una bandeja con canapés y unas copas que nos enviaba el DJ.

—¿Qué te pasa? –preguntó curiosa—. «Come on girl! Let’s dance!»

Yo seguía con la vista perdida, por detrás del gentío, al borde de la pista de baile que tenía a un palmo, esperando. Me sobresaltó cuando me lo encontré de cara, tal como surgió de entre una masa de piernas, brazos y cabezas, con su silueta recortada por el contraluz de la fiesta. Quise acercarme y darle un beso, pero no lo alcancé.

Él hizo que bailaba y sonrió con su boca preciosa pero no con sus ojos.

—Estoy con mis amigos —seguía sonriendo, alzando la mano en alguna dirección a mi espalda—. ¡Nos vemos luego! ¡Pásatelo bien!

Desapareció. No tuve tiempo ni fuerza en la voz para que pudiera escucharme cómo le decía exactamente lo mismo que él a mi aquella tarde: «No te vayas, quédate conmigo».

Al volver al coche con las chicas, lo encontramos abierto. Nos habían robado. No presté atención, por suerte no había dejado dinero ni las llaves de su apartamento. No había bebido, estaba confusa, débil. Aquella noche, me faltaba lluvia. Me habría serenado. En los pocos funerales a los que he asistido, como un desafío a la falta de vida, ha brillado un sol atroz, indeseado, aplastante, así lo he sentido. En la puerta de artistas que tantas veces he cruzado, al acabar la función, enterrando los temores y las tristezas en el camerino, sin embargo, llovía. En las grandes decisiones, en acontecimientos alegres, lluvia. Me tranquilizaba. Alguna tarde, me había alcanzado sin paraguas, empapándome el cabello y la cazadora, yendo a la sala, esquivando el lento y estudiado deambular de hombres solos, en busca de mujeres más solas, en las cercanías de la Parroquia de Santiago el Mayor, mujeres que lejos de apostarse en las porterías, luciendo sus reclamos, tal como había visto en la calle Conde del Asalto y en la calle San Pablo de Barcelona, se deslizaban por la acera silenciosamente en una rutina de signos mudos, perfectamente orquestados, acompasados con la parsimonia de los clientes.

Llegué a casa antes que él. Con desasosiego. Abrumada por tantos sentimientos contradictorios, como pocas veces en la vida. Tras cerrar la puerta, fui al baño a quitarme el maquillaje. En aquel momento, encontré a faltar el Moussel de Legrain, la placidez de lo conocido, el aroma, la espuma, lo seguro de la distante vida familiar. De vuelta al salón, al dormitorio, otra vez nerviosa, como si estar delante de la puerta, acelerase su llegada. Nada. Volví sobre mis pasos y abrí la maleta guardada, revolviendo la parte del bolsillo interior, pequeñas cajas metálicas pintadas, vintage, que había comprado en mi deambular por Almacenes Gay, algunos cuadernos de notas pequeñitos y bolígrafos nuevos, carpetillas con sobres y bloc de papel de carta, aromatizados de flores, con hojas ya arrancadas y enviadas no sé a quién, y los dos sencillos cuadernos de espiral de donde estoy recuperando algunos datos. El silencio aplastante, sólo era interrumpido por el ruido de coches y gente riendo, lejanamente. El planeta entero estaba de celebración.

Debió ser una de esas casualidades, lo poético, la belleza, abriéndose paso en lo corriente, abrí la tapa del walkman, inserté el casete que tenía en la mano, presioné aquella tecla mecánica, emitiendo un pequeño chasquido. No, déjalo; sí, ponlo. Colgaban los auriculares enredados, me los acerqué. La cinta lloriqueó un poco, mientras se tensaba o se rompía definitivamente.

No, no se estropeó, sigue en mi casa para corroborarme que es verdad que sucedió. He tirado muchas cintas en la última mudanza.

No la miro, no la toco, pero está y la de Saturday night fever, también. Aquella que salió de un cajón, saltó a su cama y esperó su turno, para tocar por última vez, un par de compases terminando, mientras el giro de la cinta se corregía y entonces, claramente, cantando, Mina Mazzini:

“Todas las calles llenas de gente están

y por el aire suena una música

chicos y chicas van cantando llenos de felicidad

más la ciudad sin ti, está solitaria…”

Me invadió la melancolía. Dejé el walkman, aquello superaba mi juego de adivinanzas preferido, el de las páginas que escogía al azar de libros que curioseaba en estanterías de cualquier sitio, cuando buscaba respuestas y mensajes secretos. «Vamos, venga ¿qué tenéis que decirme?» Los guiños de las canciones que sonaban a veces en la calle, otras, en el metro, un ascensor o una cafetería, haciendo que les prestase atención.

Qué fácil sería presionar la tecla de retroceso hasta volver a aquel punto que quisiera repetir e interpretar mejor. Las dudas, las incomprensiones, las decisiones… acertar, equivocarse, madurar. Me fui apagando, sumida en el agotamiento de no hacer nada, con la luz encendida, esperándole. Me dormí mal. Él regresó a casa, ya amaneciendo, como si nada, sonriendo y ausente.

—Pensaba que íbamos a encontrarnos en Scratch —dije, apartando la mirada.

—Y así ha sido —respondió él.

—Me refería a seguir la noche juntos —musité débil y casi reclamando—. Te has ido. Me he quedado sola.

Me di cuenta, al escuchar mi voz, la ingenua, romántica y llorona en las películas, sólo había sido feliz. Era eso. Sin dudas, sin discusiones, sin necesidad de poseer, porque hasta aquella tarde, ya lo tenía, confiada ante aquel amor entregado, sin medir las consecuencias. Sabiéndolo, no nos resguardamos ninguno de los dos.

—Estoy aquí, contigo, ahora, como cada día. Piensa si…  —dijo, a la vez que adoptaba un tono frío, y acusaba su distancia—, cuando te vayas, seguirás sola, así nos conocimos.

Verdad. Estar sola no era problema. Ir de acá para allá. Creí que la bohemia me pedía más aventura, más riesgo, más carretera… El baile y la gente, de paso, estaban siempre. No era soledad total. Tampoco se trataba de eso. Lo que sentía no coincidía con la explicación ofrecida bruscamente. El mágico calidoscopio amoroso, producto de aquel cóctel de tornasoladas y vibrantes hormonas de la felicidad, se estaba haciendo trizas, y era lacerante. Busqué mentalmente mi salida de emergencia. No la encontré. Me quedé callada, contra la pared de mi limitación. Sintiéndome culpable por herir los sentimientos de un hombre por primera vez. Vacía. No recuerdo haber pasado juntos el día de Año Nuevo. Ni más intimidad. Ni risas. Ni malas caras. Me desperté la penúltima madrugada, mirándole mientras dormía a mi lado derecho. Tranquilo. Vulnerable, como yo lo había sido, en las habitaciones compartidas a la fuerza. Cuando aquella mañana abrí los ojos, el precio de la elección y de haber abierto la boca, precipitadamente, se hizo presente. Nadie.

El espejo no engaña. No me respondía con exigencias y dudas como en la academia. No me devolvía la figura de una mujer de estreno, a la conquista de todo lo que se propusiera, como en el teatro Principal de Alicante. Mientras me maquillaba, la última noche en el camerino, me rendí al hecho de que no estaba preparada para comprometerme en una relación que no me permitiese seguir con la libertad que había conseguido y, a la vez, garantizarle aquella felicidad que me brindaba. Fui consciente de mis relaciones, breves, con fecha de caducidad. Me permití extravagancias. Alguna vez, desdramatizando, le dije a uno de esos romances predestinados a no prosperar: «date la vuelta, bájate los pantalones, que quiero saber cuándo te acabas». Y en otras ocasiones, me ponía muy seria, copiando aquellas frases de peliculón heroico: «Sálvate tú, Flanagan, sigue sin mí, no te convengo». Los desconcertaba. Entonces, ese «quédate», solemne, al final, desmesurado. Diez años después, un hombre ducho en la infidelidad y pragmático con las despedidas asépticas, me diría que no mirase atrás después de decir adiós. En aquel instante, fuese superstición o consejo de amante avezado, no podía saber de esa facilidad en librarse del drama. Además, quería a Jorge, pero no sabía cómo decirlo. Miré atrás, en cada ocasión, hasta donde recuerdo. Y seguía allí, siempre. ¿Qué había para mí, más inquietante y a la vez maravilloso que girarme y encontrarme con la mirada serena de Jorge, todavía presente, como un faro incólume, azotado por la brava tempestad en un mar de noche cerrada, ofreciéndome una seguridad sentimental nueva?

Debimos decirnos alguna cosa: cuídate, que te vaya bien, ya me escribirás, ya nos llamaremos. Yo que me acuerdo de todo, no encuentro una despedida en sus brazos, ni un beso de amigos, ni siquiera un «piénsalo». Nada fuera de sitio. ¿Cómo fue el último adiós? Seguramente, no lloré y no dije alguna cosa necesaria. No era por él, tópico, era por mí. Como tantos, era una analfabeta emocional capaz de llorar mirando películas de amores ajenos. Y aquello no era una película.

Ya en Barcelona, obtuve una declaración de una de las chicas:

 —La otra noche me encontré con alguien que llevaba puestas tu blusa de encaje con botones perlados y la falda negra de terciopelo —afirmó con un gesto de contrariedad.

La ropa, un regalo de mi estimada tía Antonia, que me robaron en la pensión de Zaragoza, con la puerta cerrada bajo llave. Sospeché de aquella cantante desde el principio. No volví a ver su cara hasta 2019 en la portada de un disco de 1984, un cuarteto femenino cantando en inglés. Bendigo su existencia. El incidente de las prendas sustraídas dio velocidad, gasolina y oportunidad a un amor único, como son todos los amores de nuestra vida. Escribí a Jorge un par de veces, no quería perder el contacto. Supongo que tampoco ayudé a mejorarlo, puede que hasta lo empeorase. Al no saber cómo asumir lo que había sucedido, escondí, como antaño hiciese, la pena. Tenía la obligación de avanzar. 

Al escribir este capítulo, no he podido evitar abrir la caja de cartón con lo poco que he conservado durante estas cuatro décadas, en busca de aquellos objetos que guardé cuando sólo me tenía a mí misma y cualquier detalle afectivo era tan valioso. Tesoros, por su significado. El muñequito articulado de la vieja tienda artesana, “musical baby doll”, made in Japan, de Shackman N.Y. 10003 que me regaló Jorge, funciona perfectamente. Uno de los pocos recuerdos que han sobrevivido a tantos cambios de casa y al avance aligerando el equipaje.

También me queda de ese encuentro que me reconcilió y a la vez me vapuleó con el romanticismo, algo que arrinconé por mucho que me gustase, para no volver a usar jamás, Eau de Toilette Fraîche Chèvrefeuille,de Yves Rocher. No era una invitación misteriosa, como el perfume de las mujeres sofisticadas del cabaret desde Ciro’s, pasando por Tiffany’s de Bilbao hasta Aída, era, sencillamente, el aroma de la historia vivida con Jorge.

Fue el único y último hombre de mi edad que amé, literalmente, de forma consumada. El amor de juventud comenzó y acabó con él, en menos de un mes. Como tanto de lo expuesto en este libro, al recordar pequeños detalles, no sé si acierto, al creer que, para la mayoría, fui una más.

Para mí fueron primeras veces, personas únicas, todo estreno. En este año, paralelamente al libro, he escrito cartas a personas con la gratitud del balance en el tiempo. Tuve que vivir rápido y dejar algunos temas sin cerrar.

Con natural reparo, pero atrevida, pude localizar a Jorge. Un par de e-mails y una carta de papel me han permitido agradecer como correspondía y disculparme, por si algo hice mal. Dicen quienes me conocen que soy un “tsunami”, sin dosis, sin cálculo. Estas son mis aguas, no hay devastación. No concibo la amenaza desde mi lado. No soporto la traición. Si alguien me recuerda por un malestar o un error pasados por alto, atrapada en la propia tormenta existencial y la anarquía creativa, no era intencionado. También me refiero al trabajo, y en él incluyo a todas las personas, jefes, alumnas, bailarines y compañeros en cuyas vidas he intervenido, con la voluntad de que fuera para bien, con alegría, apoyo y pasión. Maravillada de la belleza, del amor y de todo lo extraordinario que acontece, me concedo algunas licencias íntimas. He pensado mucho en contarlo o no. Mejor plasmado en estas palabras que muerto en la oscuridad del olvido. Está escrito desde la consideración.

Jorge me contestó educada y fríamente, que había pasado esa página conmigo. Es el empresario situado y felizmente casado, padre orgulloso de buenos y preparados hijos, con la familia y el porvenir que soñó y se labró. Sé que está bien. Y me alegro muchísimo. Contesté que, también, estoy felizmente casada y he cumplido más sueños de los que tuve. Conmovida por todo lo que he aprendido, le solicité permiso para escribirle por última vez y contarle algo que creía necesario. Obtuve una negativa tajante. Debo respetarlo. Sin embargo, con esa exigencia de silencio entre los dos, esta memoria es sólo mía. No necesito su autorización para expresarme. Quise aclarar y dar sentido a lo que el tiempo me ha revelado: porqué no me quedé. No tenía nada que ver con el trabajo, ni con el sexo que no era lo más importante. Ni con la realización individual. Lo más duro ha sido convivir y luchar a la vez, con lo que no supe determinar durante tantos años, las circunstancias emocionales a las que he tenido que enfrentarme y que han afectado a mis amigos, familia y a mí misma.

Mucho en este capítulo está relacionado entre dimensiones improbables de coexistir con el hombre que llegó a mi vida para quedarse, dieciocho años después de conocer a Jorge. Hay entre ellos dos un enlace: la generosidad, la risa que todo lo ilumina, la nobleza y la entrega absoluta. Aunque nada tengan en común, sólo el saber acoger y decir a tiempo “quédate”. 

Se formula, a menudo, que las personas y situaciones llegan cuando uno está preparado. No siempre. No es cierto. Por amor y deferencia al hombre que llegó a “mi tiempo”, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, puedo escribir hoy. Lo entendí así siempre, y él, mi marido, lo ha hecho patente: amar en el presente no es negar el pasado ni a las personas que nos importaron. No es borrar de un plumazo el valor de cada capa de amor que nos ha hecho mejores, trayéndonos hasta aquí. Uno me ha llevado al otro, de ida y vuelta. Sin el uno, no entendería, igual, el amor del otro.

El amor no se pierde al avanzar. El amor es lo que nos llevamos al pasar, lo que nos queda del viaje.

Zaragoza me es muy familiar, querida y cercana, y sé que no volveremos a coincidir voluntariamente. Nada pretendí por querer entregarle esta profunda inquietud y menos molestar. No tengo el don ni el capricho desfasado de revivir cenizas. Amo y soy amada. Entiendo la distancia definitiva, yo también la he impuesto a otras personas. El tiempo no cambia el bien que nos hicimos. Nos ha cambiado uno respecto al otro. Ojalá algún día Jorge, buena persona, con derecho al olvido, pueda desentrañar entre las líneas, las dedicadas en el libro y en privado, con la misma limpieza de corazón que ambos tuvimos, a los veintiún años, el verdadero motivo que este episodio no cuenta, la causa ajena a mi voluntad que nos separó. Hablo sin vanidad, nos merecíamos. Yo sí podía ser para él, pero él no era para mí. Su vida se lo ha demostrado. La mía, también. Descubrí y adoré a Francesca de Los puentes de Madison y a Lowenstein de El príncipe de las mareas,  gracias al talento y la sensibilidad de dos escritores y de dos directores de cine. Lejos de proyectar el ego a su costa, y como las comparaciones son odiosas, esta vivencia no llega a tanto, sin embargo, ambas historias me hicieron recordar y comprender lo que a veces he tenido que aceptar y, por amor, dejar ir. “Las personas vienen a nosotros por una razón o por una ocasión”. Jorge apareció con el tibio sol de las tres de la tarde de una primera semana de diciembre, en la cafetería de la calle Madre Ráfols, esquina con Ramón y Cajal. O ¿fui yo, quien debía estar allí para él? Necesitaba pasar esa página cuando he podido y despedirme bien del hombre cuya sola presencia, por mucho que disfrutara de mi libertad, me rescató durante tres semanas de la angustia, en una de las peores y confusas etapas de mi complicada, plena y apasionante vida.

Acabo este capítulo, haciendo caso del consejo recibido de aquel hombre que tanto sabía de despedidas y abandonos, con los ojos enrojecidos y sin volverlos atrás. Ya no está. Abriendo ese cajón, cerrado y polvoriento, atemporal, desvelo un secreto cuyo único destinatario es él:

«Jorge, aunque no lo merecías, y así no lo hubiera querido, desilusionarte y desaparecer fue el mayor acto de amor hacia ti».

Play Misty for me

En 1992 el director Chicho Barceló, me citó en la sala Imperator de Barcelona. De aquella entrevista, surgió su deseo de colaborar juntos. En 1996, gracias a unos compañeros comunes, Taiava Mose y Eduard Escoda, concocí a Christian, que tocaba el trombón en el parque temático de Salou. Por ello, viajé hasta un pueblo de Tarragona para ver a la flamante Cotton Club Big Band. Al llegar y avanzar hacia el escenario, donde los músicos ensayaban, Christian, para mi sorpresa, dijo: «El director es mi padre». Chicho, al darse la vuelta, me reconoció, nos alegramos mucho de vernos, y no espero más de media hora, para proponerme que me quedara con la orquesta como coreógrafa. Tuve que asegurarme de que no tenía ningun compromiso con el actual ballet allí presente. Chicho me aclaró que habían dado por terminada su relación laboral. Quedamos para elegir el repertorio al inicio de la temporada siguiente. Sin embargo, cuando todo debía ponerse en orden, falleció repentinamente, siendo, el completísimo músico Jordi Barceló, otro de sus hijos, quien me confirmó su voluntad: «Mi padre quería que estuvieras con nosotros, tenía planeado llamarte para empezar a ensayar esta semana, y respeto su deseo», me dijo al teléfono. Era carnaval, el amigo y gran artista Alan Cook y yo fuimos a un bolo de la orquesta pequeña, en un pueblo de Girona. La familia estaba de duelo, aún no lo habían incinerado. Así conocí a Jordi y heredé, expresamente, una experiencia fantástica, actuando con algunos de los mejores músicos de Barcelona. Descanse en paz, Chicho, con la gratitud de aquel inmenso placer por pasar unos años con la Cotton Club Big Band y por poder conocer a Néstor Nazareno “Lupita” (D.E.P.), Susana Batalla, Alan Cook  y Lola Rivero, a quien considero una de mis mejores amigas, gran mujer y excelente cantante.

Yo vivía en Salou y para llegar al punto de encuentro de los bolos de la Cotton Club Big Band, en casa de Jordi Barceló en La Floresta al lado de Sant Cugat, me iba con Xavier Carbó aka Alan Cook, que residía en Tarragona. De aquellos viajes en el autocar de la orquesta tengo recuerdos muy gratos. A los bolos de la Cotton, sinceramente, no iba por el dinero. Era por el lujo trabajar con músicos, algunos fijos y otros eventuales, de gran nivel, para salir de mi rutina de la escuela de danza que dirigía en Salou. Uno de los primeros bolos que hice con la Big Band, fue en Montecarlo para un evento de Nissan. Lupa, pasó la frontera sin pasaporte. Otro de los bolos que más recuerdo era en alguna parte de Girona, saliendo a pedradas, perseguidos por unos energúmenos ya de madrugada, pues la orquesta no tocaba pachanga y los tíos estaban indignados por no haber complacido sus peticiones. Jordi no cedió nunca a tocar temas populares, y claro, en las fiestas mayores la gente quería más baile y menos categoría. Con esta estupenda formación, hicimos un viaje a La Coruña, y también actuamos en el Hotel Juan Carlos I, en el mítico fin de año de 1999, aquel en el que todos los aparatos iban a colapsar por el cambio de siglo. Hay que ver, lo que nos gusta una conspiración. El cubierto costaba 600 € por persona y el Hotel se portó muy mal con los artistas, nos dieron una cena completamente fría de carne con patatas fritas mustias, y ni siquiera tuvimos uvas. Mira que me adapto a todo, hasta a aguantarme el hambre, como en otra ocasión diez años antes en el Palladium de Mallorca donde nadie se acordó de los artistas y trabajamos sin cenar.

Aquellos días con la Big Band fueron muy especiales.

En una ocasión tuvimos un ensayo en casa de Jordi, y como siempre me fui con Xavier. Al acabar, pasamos por Barcelona a tomar alguna cosa y nos dio por entrar a La Oca en la Plaça Francesc Macià. En esta plaza, antes llamada Calvo Sotelo, nos dejaban en fin de trayecto los coches de los artistas de Ricardo Ardévol en los 77, y 78 y de allí volvíamos mis compañeras de ballet a Sant Martí compartiendo taxis, ya amaneciendo. Cuando entramos en La Oca, vimos a Lucky Guri tocando el piano. Nos acercamos, Xavier me presentó y así sin más, se prestaron ambos a hacer un tema juntos. Hay momentos en la vida que no tienen precio y ese fue uno, junto al piano, sintiendo la conexión de dos personas que una hora antes no sabían que iban a coincidir a través de la música, con un tema titulado ‘Misty.’ Me vino a la mente la inquietante película ‘Play Misty for me’, que protagonizara Clint Eastwood y también, con ese tiempo que no perdona y la nostalgia a la que no quiero abandonarme,  mis casetes de las giras unos 20 o 30, que llevaba siempre conmigo en los años 80 y donde no faltaban Frank Sinatra ni Shirley Bassey.

Podría asegurar que hasta el ruido de fondo de los cubitos de hielo y del cristal se acompasaron con la cadencia de la canción. Al poco, Xavier y yo nos marchamos de vuelta a Tarragona.

No quisiera dejar pasar la ocasión de mencionar, que en aquellas clases de jazz a las que acudía en 1981, en el pequeño Cadaqués Center, muy cerca del Bar Velódromo (Moritz) de la Diagonal, había conocido a Nuria Porta, que era la mujer de Guri y madre de su hija Laura. Con Nuria, estuve en su casa y también en un Festival de Música en Cardedeu… donde lo pasamos en grande… luego la revista, las maletas de la gira, menos llamadas…y sin ocasiones para quedar por la distancia y todo eso que nos sucede cuando estamos atareados en solucionar el día a día y los míos entre 1981 y 1983 eran más que pintorescos y singulares.

Hay personas que sabemos que no volveremos a ver, por lo menos no intencionadamente, y hay personas que encontraremos extrañamente vinculadas y seguramente ignorantes del porqué nos ha tocado coincidir.  

Sigo manteniendo contacto con Xavier y Lola, ellos fueron posiblemente, además de actuar con un elenco magnífico, lo mejor que me pasó en el tiempo de carretera con la Cotton Club Big Band. En cuanto a Lupa, aquí un video con él, improvisando un acompañamiento con el Merencano ‘Porque eres linda’, en 1997.

No sé todos los nombres pero entre ellos estaban:

Director: Jordi Barceló

Piano: Jordi Barceló

Bajo: Dick Hartman

Batería: Agustí Palá.

Percusión: Nazareno Jr.

Trompetas: David Pastor, Roger Font, Ivó Oller, Mathew Simon, Ricardo Telleria.

Trombones: Juan Jose Arrom, Toni Oltra, Alejandro Ramírez, David Calvet, David Parras.

Saxos: Ariel Vigo, Antonio Peral, Enric Alegre, Joan Moragas, Jimmy Henks.

Broken bicycles

Una vez, en el colegio, hicimos una película. Cada cual debía crear la suya. Mi cine era una caja de cartón sin tapa y de un lado al otro, pasaba un rollo de papel de embalar dibujado con ceras Dacs, mientras contaba la historia. Le hubiera venido bien un ragtime de Scott Joplin… aunque entonces lo mío eran los clásicos de la carta de ajuste de TVE, pues no tenía tocadiscos, ni comediscos, qué invento aquel que disfrutaba mi vecina de la tercera puerta, ni cassette aunque me quedaba la tonadilla pop de un transistor pequeño que resultaba imprevisible y a menudo comenzada. Imposible, usarla en la demostración de la clase. El trabajo pasó con una buena nota, pero no me compensó del cansancio de pintar la historieta, narrar y captar el interés de la audiencia. Nunca quise ser el centro de atención y no sé cómo llegué a sentirme tan segura en el escenario.

Una tarde, siendo adulta, antes de un evento importante me dio un bajón y estaba ansiosa. Una compañera de baile, en realidad una de mis bailarinas, me dijo: «Te montas películas». No era una opinión, era una acusación. Estaba viviendo una situación que no podía confiar a nadie. Mi relación sentimental por la que tanto había luchado hacía aguas, un jefe convertía cada paso de coreografía y cada encuentro en un campo de minas y me estaba enamorando de otra persona con quién jamás podría compartir más que escapadas furtivas. Entonces si tenía tocadiscos y cassette doble para tocar la banda sonora ‘Broken bicycles’ de Tom Waits de la película «Corazonada».

El éxito era amable conmigo y.… qué cosas, tampoco me compensaba de todo lo que había puesto, casi diez años de mi vida como un caballo con pabellones en los ojos: sin mirar a nadie, sin vacaciones ni caprichos. Nunca me quejé, lo entendía como parte del argumento, fui forjada en la frugalidad. No me faltó alimento, ni educación ni vestimenta de buena familia obrera. Desde niña desafié cada frase de: “no se puede”, con una furia inusitada que desconcertaba a las personas cercanas.

El amor se acabó.

El acosador desapareció unos meses después con el fin del trabajo.

La vida me hizo protagonista de otra historia que dirigir, como siempre, me gustase el papel o no.

En cuanto a la compañera que me decía que me montaba películas, supe que me había traicionado habiendo sido cómplice de una reciente escapada a un local de ambiente de Gracia… para encontrarme con Isabel. Lo supe porque, unos días después, en su coche sonó “Broken bicycles” —las casualidades no existen—, un obsequio evidente que le hizo aquel hombre que quiso servirse del amor para engatusarme, desvelando mi secreto y dándome a entender que sabía, pobre, lo que solamente su mente calenturienta imaginaba. No, no me iban los “bollitos”, tal y como me insinuó, aunque una mujer de verdad siempre me parecerá más sexy que un patán andropáusico que necesita demostrarse la hombría a costa de la impunidad. Humillar a una mujer que dices querer para tirártela en una furgoneta Westfalia, camino de un bolo en Valencia y delante de dos tíos, no es precisamente una muestra de respeto. Hace poco, este señor —ante mi cautelosa aproximación en respuesta a que quería mi libro—, me dijo por messenger que cada cual lo interpretaba a su manera. Ciertamente, mi memoria es el testigo más fiable de mi juicio y sigo siendo capaz de discernir entre la fantasía y la realidad en cada momento de mi existencia. Nadie va a terapia por una interpretación subjetiva, se va con datos, detalles y hechos que causan un profundo seísmo emocional. Es más fácil, edulcorar que aceptar una realidad agria y a mi, lo empalagoso me irrita y causa una desconfianza natural que me ha librado de más de una y bien gorda.

En aquella época, me escapaba de asistir a la agonía de una relación que yo y solamente yo terminé con un dolor prolongado en el tiempo, demasiado, sintiéndome amenazada por represalias laborales y agobiada por responsabilidades sentimentales.

Nunca más escuché esta canción hasta hoy. No significa nada para mí, no me conmueve, no me inspira pero me recuerda a Isabel, salvación en días caóticos y de tremenda soledad, un espejismo en una playa desierta de Badalona. Isabel olía a Cacharel, exactamente igual que aquel hombre que creyó que era digno de mi amor, jugando los comodines del silencio y de la lástima. No más trucos. No más farsantes detrás de la cortina en el reino de Oz. Esta es la banda sonora de una película, la suya, donde nunca quise figurar. A veces es mejor que te ignoren y que no atraigas. Cosas de la suerte o de la coincidencia pero nada que aprender. Se escucha de fondo el sonido de Amtrak… esos trenes perdidos de la América profunda que me encantan, tanto como los grillos, eternos, del verano que no ha de volver.

La vida sigue siendo fascinante, mis aventuras son propiedad privada, anécdotas que libero al aire como pájaros enjaulados, y los dramas peliculeros, Merçè, son para Marguerite Gautier.

Mel Castán

Varias menciones a Mel Castán, en mi libro.

1981.

El gran público y los artistas más selectos conocían al señor, con todas las letras, Mel Castán, por sus innumerables espectáculos de categoría tanto en España como en el extranjero. Era especialmente famoso por su intervención con Sara Montiel como único partenaire en el tema “Loca” de la película La reina del Chantecler. Fui a verlo a Ciro’s. El cabaret olía a amor. Un ambiente placentero de perfumes femeninos y talco mezclándose con otro aroma, el de la intriga, desde la puerta principal hasta el escenario, sugiriendo la santidad de un templo. Pedí a una chica vestida de largo, que parecía flotar en vez de andar, ver al señor Castán, propietario y artista cuya personalidad me había cautivado, pues hacía gala de una clase no corriente en mi entorno artístico y vecinal, limitado e ignorante. Era mi único referente cercano, por haber presenciado sus shows en mis primeras salidas, descubriendo la Barcelona atrayente de finales de los 70 y principios de los 80, cobijo del ave nocturna que habitaba en mí. Me recibió en la sala, cerca de la barra. Aunque fue muy amable y respetuoso, me temblaron las rodillas. Durante la conversación, me aclaró los términos del contrato de sus artistas. Para trabajar en Ciro’s, como en otros cabarets, con la actuación en el show era necesario hacer presencia en sala. No disponía de vestuario para aquel estilo de vida. Lo que él me explicaba era como una escena sacada de la mítica película Cabaret, con Sally Bowles y su savoir faire. En meses anteriores, había observado a las bailarinas del local, elegantes, conversar discretamente con los hombres mientras tomaban una copa. No muy habladora, mi básico bagaje social consistía en las cosas aprendidas en casa. Valores como honestidad, corrección y prudencia. Con veinte años recién cumplidos no sabía nada. Nada de la vida fuera de una academia de ballet rodeada de niñas y aquellos bolos de verano, tutelada en un ballet moderno de varietés, anodino, compuesto por mojigatas principiantes, bailarinas instruidas en la rigidez, acuciadas ante la constante advertencia de ser tachadas como unas cualquiera por unos paisanos ávidos de piel tersa durante las celebraciones de los pueblos. Chicas, en definitiva, sin más aspiraciones que el parco aliciente económico, cerca del famoseo, escapando de la rutina del barrio de trabajadores, Sant Martí de Provençals. Y a pesar de las malas coreografías, bailaba bien por méritos propios.

No era extrovertida precisamente, pero el escenario era mi territorio más seguro. Además, siempre había sido lanzada con todo lo que me proponía, pues el modo kamikaze me viene de fábrica. Si aceptaba, ¿cuántas veces me vería en la situación de no saber qué decir? Aquello era muy serio y desconocido. Me movía la necesidad de saltar aquella barrera física, urbana. El otro lado de la Barcelona nocturna me llamaba. Y con ello derruir la otra barrera, mental, impuesta en nombre de la decencia y de la amenaza de la espada de Damocles vecinal: “el qué dirán”. Quería explorar y seguir en el espectáculo. Bailar, trabajar con lo que mejor sabía hacer, aprendido a costa de aquel sacrificio económico de mi madre, cosiendo trajes de bailarinas y uniformes escolares para El Corte Inglés.  Un alto pago de la factura invisible de mis propias entregas y renuncias, estando en edad de divertirme y no de tanto padecer.

No usaba tacones altos. Me habían recortado los zapatitos negros de español con punta plateada para igualarme —por estética— con el grupo. Tenía las piernas más largas. A pesar de ser la más joven, era la más alta y esbelta. Parecía más adulta. De momento, aquello que en la moda y en el baile moderno era una ventaja, fue un inconveniente para encajar en el conjunto. Si iba a la discoteca y me ponía tacones resultaba más alta que la mayoría de los chicos que conocía, así que perdía el interés y el equilibrio.

Escuchando a Mel Castán afirmar que podía darme empleo si aceptaba las condiciones, dejaron de temblarme las rodillas y me fui desanimando por segundos, ya que inmediatamente supe que a pesar de aquella oportunidad de ser una de sus bailarinas, una más sin pretensiones, no estaba preparada para ocupar un puesto en Ciro’s. Y ¿qué dirían mis padres? Le di las gracias por atenderme, diciéndole que pensaría en ello. Bajé caminando hasta la esquina de la Diagonal donde paré un taxi para ir al Paralelo. ¿Por qué me dirigí al teatro Apolo?

Foto propiedad de Manuel Castán López, ‘Mel Castán’.

1982.

Con tanto descubrimiento nocturno, visitamos el espectáculo de “Belle Epoque”, de Dolly Van Doll. Al llegar, miré al fondo de la entrada, al pasaje donde estaba Ciro’s. No había vuelto para decirle a Mel Castán, el hombre más guapo y seductor que había visto sobre un escenario, que me lo había pensado. Normalmente, nadie se tomaba la molestia de decir: «No, gracias». Podías estar corroyéndote durante valiosos días, con la duda de aceptar un trabajo por esperar otro y no tener un resultado satisfactorio al final. Eso a nadie le importaba, era cuestión de adivinar, intuir o consultar a una tarotista, con lo fácil que es aliviar el estrés y descartar. Normas.

1995.

Ttrabajando en la revista ‘La creación’ de los Hermanos Calatrava y ERA Produccions, yendo con Ángel Amar, nos encontramos a Manuel Castán en los alrededores del Arnau. Ellos se saludaron cordialmente y Mel no me reconoció.

1997,

Unos amigos me invitaron a la sala ‘La Antilla’, cuando caminé por la galería, me dí cuenta de que estaba volviendo a entrar al local de Ciro’s. Mil sensaciones, me invadieron. No había pasado tanto tiempo, y sin embargo yo ya no era aquella bailarina en busca de una oportunidad. No importó el cambio de decoración y estilo del local, aquel fue el dominio de Mel Castán.

2010.

Joan Gimeno me invitó a ver el espectáculo «Rambleros». Desde 2004, al marchar a Turquía no sabía nada de los compañeros y estaba bastante aislada del mundillo. Esa noche, aunque ya habíamos hablado usando Facebook, volví a encontrarme con Mel Castán en persona y desde entonces, hemos compartido veladas artísticas y una amistad preciosa con la complicidad por el amor a esta profesión, muchas anécdotas e historias de teatro, que han dado para paseos, charlas y convicciones de que aquel tiempo pasó, pero supimos disfrutarlo como más me importa, de una forma profesional y totalmente entregada. Creo que en ello coincidimos unos cuantos.

Lo quiero tanto que me atreví a pedirle que escribiera el prólogo de mi libro. Le deseo lo mejor. Siempre un caballero, amable y afectuoso.