Vicens, Camelot, la sala Canal y una postal de Navidad

Conocí a Vicens Suso en una Mostra de Dansa, con la escuela de Anna Maleras, bailando una coreografía titulada “Amics”, de Victor Rodrigo.  Lo invité a visitar el ballet de la Barceloneta. Fue uno de tantos compañeros como Esther Rielo, Leo Quintana, Marsa y Xavi Mesa que fueron a parar de mi mano al estrafalario y complicado micro universo, lleno de mentiras y manipulaciones, de Pepe Huguet. En la puerta de aquel estudio de baile en la calle Conde de Santa Clara 8, se tendría que haber avisado: “Entre bajo su propio riesgo”. Una cosa era ir a hacer un casting para Ferrante y otra, creer que de allí íbamos a salir indemnes. Los bailarines posteriores a 1983 no tienen ni idea de lo que era aquello. Y casi que mejor.

Los dos nos hicimos amigos, lo mismo bailábamos con Pili (Debla) que con Elsa Montserrat, pero finalmente nos quedamos con Elsa. Y así, debutamos en el famoso ‘Cavas Park’ de Sant Sadurni, contando con algunas coreografías del amigo Máximo Hita que reavivó el nivel del grupo.

Vicens absorbía, mucho. Me dio más de un sobresalto en sus madrugadas pro-suicidas, teniéndolo al teléfono durante horas o colándolo en mi habitación, sin que mi padre se enterase, para que se le pasara el bajón, convenciéndolo de no tomar malas decisiones. Lo malo de tener hombros donde llorar, es que se utilizan y algunos se olvidan pronto. Tuve razones para no querer necesitar uno y no explayarme en confidencias. El lado oscuro del artisteo, críptico para el profano, es indiscreto de puertas adentro y goza de los más sibilinos y refinados métodos de vileza. Otra cosa es la elección individual a la hora de usarlos, algunos lo hacen de manera desternillante, otros, de forma soberanamente cruel.Algunas de nuestras discusiones, por nimiedades, acabaron con él queriendo dejarme en mitad de la autopista, volviendo de Cavas Park. Tenía una personalidad complicada. No se sabe hasta qué punto mitificó su pasado, por la patada de caballo que, decía él, le rompió un trozo de frente, siempre palpitante cerca del entrecejo, y la nariz, sin reconstruir debidamente. Le llamaban ‘El Chato’. A veces se dormía conduciendo —yo lo vigilaba— y cuando lo veía pegar una cabezada, rápidamente lo espabilaba y entonces me decía:  —¡Oye, no me des estos sustos que podemos tener un accidente!

Algunas noches dábamos una vuelta por Spartacus, una disco de ambiente, nos recibían con “I will survive”, de Gloria Gaynor, el himno por excelencia. Vicens entraba en trance melancólico, no dejando columna ni rincón libre de lágrimas y lamentos. Agarraba su bebida preferida y se lanzaba a bailar “Can’t take my eyes off you”, de Boys town Gang, o “Just an illusion”, de Imagination. Incitador y dispuesto a perderse de mala manera, en busca de un amor que no le satisfacía, pues volvíamos cada tanto a por más. Ir a Spartacus era terapéutico para él.

Durante aquel año estuvimos un mes en la Sala Stars, en Andorra. Actuaba un señor francés como presentador, Charly, muy simpático. La gente de los viajes concertados para mayores iba a cenar y el espectáculo comenzaba pronto. En esas estábamos, en la segunda semana, disfrutando de las tiendas y de Pyrenees, donde compré mi primer neceser de viaje Delsey, cuando Emma se fue metiendo en trapicheos que podían ponernos en un aprieto por las estrictas leyes locales, hasta el punto de que una noche, media hora antes del espectáculo, no había aparecido. El gerente tuvo que ir a buscarla, pues seguía durmiendo una de sus “fumadas”. Entre él y Elsa, la levantaron. Al llevarla al camerino, Elsa, muy enfadada, la hartó de cafés, maquilló y vistió. Actuó guiada de un lado al otro del escenario por nosotras, disimuladamente, porque si ella no trabajaba se incumplía el contrato y no cobrábamos ninguno. Pasó entonces algo más preocupante, no querían a Vicens. Por esas dos circunstancias negativas, tuvimos que irnos. La mañana que cogimos el autobús para volver a Barcelona, el conductor había sintonizado un programa de radio y escuché a Selvin con su muñeca Loli interviniendo con Luis del Olmo. A Selvin, lo había visto muchas veces en Georgia y en Muntaner 4, aunque no habíamos cruzado palabra.

En verano actuábamos en la Discoteca Camelot con aquellas apuestas de shows de José Luis Verísimo, Tony Guerrero y otros personajes de la radio y la noche. Trabajaba allí un DJ que parecía ‘Jesucristo Superstar’, así le llamaban, muy simpático, que me invitaba a la cabina dándome conversación y me dejaba usar el mando del láser para iluminar a mi antojo cuando descansaba de la primera parte. Muchos días me quedaba bailando después del espectáculo hasta cerrar la disco. ‘El Superstar’, que sabía llenar la pista, pinchaba “September”,de Earth Wind and Fire, o “Born to be alive”, de Patrick Hernández, lo que conseguía motivarme, como con “Your Love”, de Lime. A veces las chicas, al salir de Camelot, nos íbamos a tomar algo a un restaurante abierto hasta la madrugada con unas preciosas vistas al mar, arriba en Montjuic. Otras, nos decidíamos por los churros con chocolate en el Parque de la Ciudadela. Durante una temporada, había tenido la fastidiosa impresión de ser objetivo de aquellos chicos que salían de caza con el peine en el bolsillo, más bien cortitos. En Camelot, sin embargo, comenzó sin buscarlo, ni me enteraba porque no prestaba atención al ligoteo, una etapa de diversión con la aparición de hombres, educados y un poco “pijos”, atraídos por la bailarina que estaba buena y seguía siendo una chica decente. Y con ellos llegaron los criterios de selección. Se les veía venir. Único patrón, sin posibilidad. Tuve muchos reparos con los pretendientes en sala. Imagina, pensaba, que te enrollas con uno con la lengua larga, que presume de haberse tirado a la bailarina. No.

En el mes de agosto viajamos en compartimento de literas, en tren, a Bilbao. A Tiffany’s. Durante la estancia conocí a un guapo e interesante Mariano Vázquez, con quien me une una bonita amistad, a Eugenio y Beatriz Carvajal, y a Joe Luiz y sus muñecos (se llamaba José Luis, pero por un asunto de patentes a favor de J. Luis Moreno, tal y como él contaba, no podía usar su verdadero nombre). Se celebraban los Mundiales de Fútbol. Hasta entonces me costaba un poco intimar, aunque tenía buena fe y predisposición. Me solté, interesada por vivir aquellos ambientes irrepetibles en Bilbao. Noté un notable avance, empezando por un personaje muy conocido “La Charcu”, el propietario de Harry’s Bar. Si tuviera que describirlo, podría parecerse, pero más delgado y menudo, al actor Robert Preston —con estilazo— que hacía de protector de Julie Andrews en Víctor o Victoria. Tuvimos una relación muy divertida, acudiendo a su local,  con Marcos y “La Otxoa”, José Antonio Nielfa, artista e icono de la ciudad, que se hiciera famoso con su himno “Libérate”.

‘La Otxoa’ me había presentado a Marcos y nos hicimos amigos. Éste se sentaba en el mismo sitio todas las noches durante nuestro espectáculo. Cuando yo interpretaba mi “New York, New York” usaba un bastón que le dejaba hasta acabar la canción y recogerlo. Él me hacía un guiño y nos reíamos. En el segundo pase, hacíamos la canción “Si me faltas tú” de Josephine Baker. Marcos y yo comenzamos a quedar, entre pases, tomaba una bebida y bailábamos el famoso y pegadizo “Da Da Da Ich Lieb Dich Nicht”,de Trio. Ese fue el motivo de que Vicens, espiándome entre las cortinas, justo antes de pisar el escenario, con el consabido tema tropical  “À Bobino” también de la Baker, me llamara «puta». Me descolocó y no quise consentirlo. Tenía que sonreírle en escena y no iba a quedar así. Cuando volvimos al camerino, le tiré encima todo lo que encontré a mano, la coctelera con dos docenas de cubitos de hielo, varios zapatos, un cenicero de vidrio grueso, que estalló en el suelo… No me importó si aquella reacción era profesional o no. Al día siguiente, naturalmente, Pepe me llamó a la sala conminándome al orden. Vicens y yo estuvimos unos días sin hablarnos, y tuvo que pedirme perdón. Ya no volvería a ser lo mismo. Agotó la amistad. En Bilbao con Marcos, la Otxoa y La Charcu, con todo lo que aquello significaba socialmente, lo pasé en grande. Ningún día me acosté antes de las 8 de la mañana. Creo recordar que una noche me faltó bien poco para llegar al primer pase. La fiesta era continua.

A Pinedo, Valencia, para el siguiente contrato (es un decir, porque no existe ni un solo documento laboral de esos años) en septiembre y octubre, llegué de forma accidentada. Era muy puntual, pero a veces tenía despistes memorables. Habíamos quedado para salir con un autocar a las cuatro de la tarde desde El Paralelo, no tenía el billete y me confundí de número, el 29 por el 92. Yo venga a esperar y ni autocar ni gente. Lo perdí. Llamé a Pepe para avisarle. Cogí un tren en la estación de Sants y llegué a Valencia, teniendo que recibir una serie de reproches de Elsa. Ya instalada, conocí Pinedo “Town”, ciudad sin ley. Justo al llegar, hubo un asesinato y un suicidio, disparos incluidos, bajo un puente. Vivíamos en un piso cedido por la empresa, en un bloque donde no nos recibieron bien. Una tal Karen, de otro ballet, un mes antes, se había liado con el vecino de arriba, siendo pillados in fraganti por la esposa. En cuanto a lo de Pinedo y sus sucesos, Vicente, el propietario de la discoteca, era el protector de un camarero, del que se decía que había sido pastor de cabras, un poco huraño, que una noche trágica y tumultuosa le arrancó un trozo de cuello a otro camarero de un mordisco. Vicens nos relató con todo lujo de detalles cómo el trozo de carne salió despedido, surgiendo un chorro de sangre. Aquella pelea bien pudo acabar con la vida de aquel pobre hombre.

En la Sala Canal, Pinedo en 1982 Ballet Movie Music Show

Desde el pequeño núcleo de Pinedo donde vivíamos, hasta la Sala Canal, pasando por delante de la discoteca Dreams Village, se llegaba por la llamada carretera vieja de El Saler, un lugar plagado de arrozales y, en ciertos tramos, muy oscuro. No sé cómo tuve el atrevimiento de irme andando más de media hora de recorrido, muchas noches, cuando me cansaba de esperar a Vicens con su coche y sus tragedias en bucle. Cansada de las intimidades de nuestro grupo y buscando mi propio espacio, a veces, me iba a recoger el hijo del propietario de Dreams, bebíamos algo en la discoteca y me dejaba en casa. También conocí a Juanjo, un chico que ya había visto en la playa estando sola y que tuvo la amabilidad de ahuyentar a unos perros enzarzados en una pelea, cuando ya literalmente estaba rodeada y aterrorizada con sus dentelladas sin atreverme a mover de mi toalla. Entablamos conversación desde aquel día. Posteriormente, después de invitarlo, iba a recogerme a Canal y algunos días fuimos a comer a El Saler. Difícil de creer, a los veintidós años, la primera vez que asistí al cine acompañada de un chico, a ver Poltergeist, en Valencia.

En Canal coincidimos con un artista muy querido por el público de la zona, Carlos Manuel. Al comenzar el espectáculo con “Cabaret París”, iba vestida con tres trajes, uno encima del otro, me desprendía de ellos al ritmo de la coreografía, hasta que al final quedaba un último biquini. Interpretaba el playback de “New York, New York”, que acostumbraba a ensayar en la ducha para martirio de los vecinos.

En aquellos días conocí el espectáculo de «1920 Company» liderada por Charlie (Charly) y también vi actuar por primera vez a Miguel Brass. Ciertamente en lo referente al music-hall, Valencia no tenía nada que envidiar a Barcelona. Eran artistas con un talento y una proyección excelente.

Por algunas razones de peso y por un trabajo mejor incluyendo la continuidad, abandoné el Ballet “Movie Music Show” después de aquella experiencia. En realidad el propietario de Canal no quería a Vicens y las tres chicas dijimos que nos íbamos si él no continuaba… cosa que el propietario aprovechó para acabar la temporada. Así no podíamos seguir. Me incorporé al Ballet de Jennifer Lee que representaba José Bolívar del Real. Estuvimos en la Sala Aida de Zaragoza en Navidad y con él llegamos a la empresa Colsada, al Apolo de Barcelona en enero de 1983.

Al marchar de la Barceloneta, a Vicens le había dejado en custodia a Pulgui, un perro callejero, bravo, que me libró situándose a mi lado de una jauría en la playa de Pinedo, cuando me cogieron en medio una vez más. Me lo encontré algunas veces pues vivía en Gran Vía Nº 318, cercano a mi apartamento de pasión romántica. En la Navidad de 1983, estaba en el teatro Monumental de Madrid con la obra “Un reino para Tania” y supe que algo no iba bien cuando Vicens me envió una carta, con Pulgui y él mismo dibujados, llorando con gotas hasta el suelo, en lo que se describía como su Navidad. Le escribí ofreciéndole ayuda, dando la cara por él, a pesar de todo lo sucedido anteriormente, buscándole trabajo en la empresa de Colsada. Se lo contó a Huguet, quien lo tomó como algo personal, por supuesto contra él, personalizando y atribuyéndose un protagonismo malicioso por un sencillo acto de compañerismo. Yo no iba por la vida desvistiendo santos, ni descabezando negocios ajenos, ya estaba servida con mis asuntos. Vicens estaba mal, comprendí que al delatarme por querer ayudarlo, ya no era asunto mío.

Vicens era, a pesar del caótico sistema en el que basaba sus relaciones y de su coraza de gay histriónico y alocado, una buena persona. Le conocí una exnovia en Sentmenat, estando en su casa, mirando fotos. Encaminó a decenas de bailarines nuevos que le dieron la espalda en sus historiales profesionales. Vicente Suso Lacalle, después del fallecimiento de Pepe Huguet, siguió sólo o asociado a otros colegas, yendo de mal en peor hasta abandonar. Cuando rehízo su vida, logró colocarse como cocinero. Posteriormente, como conserje en el hotel Climent, en Barcelona. En 2011, alguien me hizo saber que había fallecido trágicamente en 2004. Las circunstancias de su asesinato accidental, a manos de un sicario que estaba acabando con su víctima en el garaje del citado hotel, pueden leerse con más detalle en las hemerotecas de los principales periódicos de Barcelona. Durante años, ha sido un caso sin cerrar.

Descanse en paz.