Sant Jordi 2024 en Salou

A poco de instalarme en Salou,  a finales de enero, recibí un whatsapp del periodista y escritor Ángel Gómez, invitándome a la “Asociación Ôra Marítima». Ha reunido a los escritores locales y una de las primeras actividades en las que participo, es esta estupenda idea que lleva a cabo «Shopping Salou». Los escaparates literarios, independientemente de si el comercio se dedica a los libros.

Exponen mi libro en el establecimiento FERNAN’S (Fotografía y Perfumería) y en ESCOLA INNOVA. Estoy contenta, y agradecida a todas las personas y entidades que lo han hecho posible. Felicito a todos los autores por esta promoción.

Causas ajenas a mi voluntad, me impidieron estar presente en el puesto de la “Asociación Ôra Marítima» el día 23 de abril. La foto con la rosa es un detalle de mi hermano.

De gira y con hambre

Por sucesos como estos, te das cuenta de que cumples con tu trabajo mucho más allá de la necesidad. Y por eso mismo, me merecen todo el respeto esos artistas anónimos que por ahorrar y por sobrevivir, machacaron su cuerpo. No por espíritu bohemio. Por irresponsabilidad de las empresas. Una gran escuela de vida, para quien sabe lo que es.

«LA PÍCARA REINA», GIRA DE COLSADA, 1984.

Después de las funciones nos acercábamos a la feria, donde ya nos conocían por seguir la misma ruta. Una noche, en uno de los puestos de tiro, descubrí una valla con unas fotos en blanco y negro de vedettes y actores famosos que habían estado allí en otros años. En una de ellas se podía ver a un apuesto Ignacio Vidal y a Lina Morgan como estrellas de Hollywood, riendo juntos, jóvenes. No nos faltaban tickets gratuitos para subirnos a las atracciones, donde entre ida y venida, los feriantes nos contaban las últimas novedades. Que si una bailarina del portátil había desaparecido con un mozo de la montaña rusa o si hubo navajazos en el último pueblo. Las fugas de las bailarinas eran corrientes, en vez de rescindir un contrato o llegar a un acuerdo, se marchaban en cuanto se enamoraban o si habían conseguido reunir lo que tanto esfuerzo les había costado. No me extrañó, pues cumplir lo que firmaban sin entender ni media palabra beneficiaba, sobre todo, a los contratantes. Ellas, me contaron que les retenían el pasaporte y parte del sueldo, práctica totalmente ilegal, para asegurarse su permanencia. Llegaban a realizar hasta cinco funciones diarias.

¿Por qué eran tan corrientes esas escapadas? Contrariamente a lo que se argumentaba, las bailarinas inglesas no eran mejores ni más baratas que las nacionales. Tuve compañeras españolas, muy buenas profesionales, que aguantaron alguna corta temporada y, teniendo a favor la camaradería que lo hacía soportable, no era un empleo grato por las condiciones de vida. Ninguna. En Inglaterra, las maestras de baile, que se llevaban jugosas comisiones, no les explicaban a sus alumnas en qué consistía la gira, que deberían convivir en una misma roulotte (o en un trailer habilitado), eso era el truco del alojamiento incluido. En cambio, aquellas coristas, de Colsada, a quienes formé en su primer trabajo, se dejaban parte del sueldo en el alojamiento. Estaban más cómodas, pero eso, más el pago obligado de aquellos porcentajes, reducía su economía si pretendían ahorrar. Comían poco. Alguna vez en medio de un baile, a medio metro, vi unas piernas tendidas en el suelo, las de una chica arrastrada entre tramoyistas y bailarines desapareciendo entre los bastidores. Mientras yo movía al resto de compañeras con un par de indicaciones sobre la marcha, cubriendo el vacío que había dejado en la coreografía. Los desmayos eran el resultado del poco alimento que ingerían, una dieta de sándwich de jamón con queso y un café con leche, o un yogur y una sopa de sobre en una taza, calentada con una resistencia.

Al llegar a la feria estaban aquellos chiringuitos con mesas alargadas, con manteles de cuadritos verdes y blancos, ocupando sitio con todo aquel que fuese apareciendo con hambre. A juzgar por las risotadas del gentío y la juerga de día y de noche, se abría el apetito y se cerraban, llenas, las cajas registradoras. En las primeras horas de la madrugada, con el estruendo de las bocinas de las atracciones, la reverberación de los voceros de las rifas y puestos, el aire se iba condensando con olores de humanidad, sudor, tabaco, una humareda de lacón, chorizos, pimientos y ajos, algún perfume pesado, manzanas caramelizadas y algodón de azúcar. Por trescientas pesetas servían un cuarto de pollo a l’ast con patatas y pimientos verdes, el plato estrella. Podía verse a cuatro y cinco chicas, muchas veces, compartiendo un plato de patatas fritas remojadas en vinagre. Ángel y yo, en alguna ocasión, encargábamos un plato más de pollo, que dejábamos sin tocar con la excusa de habernos equivocado al pedir, para que comiesen. Más tarde, después de cenar caliente, alguna decidía subirse a una atracción, como el gran barco vikingo, que mareaba mucho y acaba vomitando. Qué despilfarro de patatas y pollo. Niñas inconscientes y rebeldes, ¿qué contarían al volver a casa? Seguramente, lo que no se escondían de decir en el camerino, sin importar la ofensa: “españoles, grasientos”. 

Una noche con Bibi «Bananas» Sevilla, y menos de 58 kilos.

«UNA NOCHE CON BIBI», GIRA DE BIBI ANDERSEN, 1986.

La nómina semanal que tanto costaba cobrar iba solucionándose con parches insuficientes. Los hoteles y dietas corrían de nuestra cuenta, naturalmente, tirando de los ahorros destinados a poder pasar tres o cuatro meses a falta de bolos o de un contrato. Un día el conductor del camión se plantó y dijo que no seguía. En otra ocasión, parte de los decorados se quedaron en un teatro a modo de depósito. Un retraso y otro, incluso el propietario del equipo de iluminación amenazó con llevarse material técnico para dejarnos a oscuras, pero seguíamos. 

Y llegamos a Sevilla, economía de guerra. Mi pareja y yo nos alimentábamos con sólo mil pesetas al día. Los escuálidos flamenquines y medio bocadillo con un café con leche —el conocido estilo inglés de otro tiempo—, no me daban para aguantar el desgaste de las dos funciones. Al acostarme, el estómago me rugía de hambre, a duras penas engañado con un par de vasos de agua. Fantaseaba, y eso que no sufría los vapores de hachís tan cerca, con aquellos grandes batidos de frutas, a 600 pesetas, que habíamos descubierto cerca del cine cuando fuimos a ver el estreno de A Chorus line. No hay nada como ir a ver una película musical con bailarines y coreógrafos, ya no digo una obra en directo. Los críticos de prensa, a su lado, son unos angelitos. Contemplaba, en el espejo del camerino, las clavículas marcadas, sintiendo la holgura de la ropa. Bajé mi peso por debajo de lo normal, casi unos cinco kilos. No había estado tan delgada. Me duchaba con una pastilla de jabón, sí, sí, la derrochadora de potingues y aromas. Dosificaba el champú del cabello con temor, como si fuese oro. Tuve una lesión, una rotura de fibras en los isquiotibiales durante un número y dos chicos me tuvieron que ayudar a salir del escenario. Pedí que localizaran a un masajista de fútbol. Consiguieron contactar y traer a uno muy bueno del Sevilla C.F. No quería ni imaginar una baja y quedarme sin cobrar en mitad de la gira. Mi pierna permaneció morada durante muchos días, hice los números menos difíciles con el vendaje correspondiente.

Bibi y Javier pasaron de alojarse en hoteles de cuatro estrellas, donde se recibía a los medios de comunicación para la promoción indispensable de la función, a lugares más económicos. Comenzaron a acudir al supermercado de El Corte Inglés, aprovechando la tarjeta, llevándose los alimentos al camerino. Alguna que otra, entraba a picar. Yo no. Ni por invitación. Hubo más cambios en el ballet, entraron África C., gimnasta profesional de alta competición y profesora de Educación Física; además de Mercedes y José Antonio. Entonces, en una nueva aparición estelar, el incomparable Toni Álvarez,  “el martillo”, aderezó el surrealismo propio y de extraños, sentándose en las escaleras del escenario, emulando el cante de las saetas, sí, claro, con el soniquete que le hiciera famoso en el Apolo: «Y si no pagan, le doy y le doy a la rodilla ¡Me la machaco! Y de aquí salgo ‘destrozao’ pero vamos que si cobro», clamaba con la herramienta en un nuevo alarde malabar. «¡Ellos mismos, pero a mí me pagan o reviento aquí y los hundo», a lo que seguía el eco, “cobro, cobro, cobro…”; “hundo… hundo… hundo…”, en el teatro vacío. Paquita, acostumbrada a la costura de nivel y con su voz impostada de monja de clausura, se escandalizaba ante aquel exceso. Toni, jefe de maquinaria y profesional intachable, tenía más que el martillo por el mango. Y le funcionaba. Ni sindicatos, ni patronales, ni piquetes de huelga. Aquí te pillo, aquí te clavo. Toni Thor, fue el personaje más auténtico, rocambolesco y desconocido de la historia de la tramoya en la escena nacional. Tanto se hizo oír Álvarez y tanto creció el malestar de la compañía, que nos reunieron y no, precisamente, para tranquilizarnos. La empresa BibiAndersen Productions S.A., nombre de cuento, apropiado para este relato, estaba en una situación límite, más cerca de abandonar que de otra cosa, y el gerente,  con desazón pero aguantando el tipo, reconoció el patente fracaso económico, lanzando la idea del cierre total allí mismo. Y Toni, callado, sin pestañear, con las carótidas disminuyendo su exagerado relieve, sabiendo que saldría de allí con dinero.

Hambre, cansancio, decepción, acallé la pasión bohemia, la buena fe y le di, interiormente, por una única vez, la razón a Serrano. Nada de romanticismos, teníamos que salir honradamente del hotel, pagarlo era lo prioritario. La de veces que había mirado abajo, al patio interior, típico sevillano, desde la ventana de mi habitación en el tercer piso, imaginando una huida de maleante, imposible por lo enrevesada. Fantasía desbocada o no, de alguna certeza tendría que proceder aquella frase de otras épocas: “Esconde la cubertería y la plata, que vienen los artistas”. Por eso, me sumé a los inteligentes que propusieron continuar. La razón, evidente, el mecanismo de supervivencia con la esperanza de sumar fechas y recuperar la cantidad que se nos debía, pues abandonar era perderlo todo. Y también, cierto y loable, la buena pasta de la que estábamos hechos quienes vivimos aquello y sumamos fuerzas por compañerismo. Pávlova y el regidor se despidieron. No sé los demás, pero a Barcelona no iba a volver de vacío. Bibi se mostró agradecida y emotiva. Javier Serrano se comprometió, firmemente, a ponerse al día si continuábamos y, de momento, nos dio el dinero para poder salir del hotel evitando que nos ficharan en un cuartelillo. Una hora después, Javier se puso en la puerta del autocar repartiendo a todos la misma cantidad, lo que quedaba de la recaudación. Tras dos horas de viaje, y con dinero en el bolsillo, paramos a cenar en un bar del trayecto —visto uno, vistos todos—, de aquellos tan cercanos a los clubs de prostitución, la reconocible guirnalda de luces plantadas en el medio de la nada, en las carreteras nacionales. 

Marian Nadal

Marian Nadal, es una de las pocas artistas que saben cantar, declamar y bailar con una rica formación no solo en Zaragoza, en España. Se le llama vedette y se patea los pueblos haga calor o frío, pero en realidad es una promotora cultural capaz de mover a las instituciones para motivar a diversos segmentos de la población. Estar en Aragón la beneficia pues si residiera en Catalunya se encontraría palos cargados de prejuicios en las ruedas de su buen hacer.

Aquí recogemos el lamento de los artistas con solera, que ven como su sustento y toda una vida profesional se diluyen ante la gratuidad de los concursos de talentos en televisión y los actos de aficionados en las fiestas mayores. La escuela de los comediantes de carretera y manta se acaba. La falta de fórmulas en directo que atrapen al público y lo arranquen de las garras virtuales, convierte en alto riesgo económico cualquier iniciativa que supere un elenco de 5 personas. El artista que se autoproduce ha dejado de tener sueños caros para aferrarse a la supervivencia indispensable. Las productoras teatrales juegan a ser Broadway pagando sueldos indignos. Los artistas, muchos, oficialmente en el umbral de pobreza se pasean en las alfombras rojas exhibiendo sonrisas y trajes prestados por esa oportunidad de hacerse ver, como se describe en el fabuloso tema de Stephen Sondheim: “I’m still here” (1971), la existencia de picos y valles del artista, que bien puede aplicarse a cualquier persona en cualquier situación laboral. Todos a demostrar que seguimos aquí a veces con caviar beluga, otras con pan y cebolla. Para quienes hemos contado las monedas en tiempos de descalabros y deudas de compañías en gira, eso significa ‘de profesión casting’, ustedes también pasan pruebas aunque no se pongan delante de un foco. Alguien pretende su puesto. Se trata de conquistar y permanecer porque para que tu triunfes tu amigo tiene que fracasar. Los veteranos afrontan una jubilación precaria y los jóvenes llenan la nevera con empleos para los que no se han preparado. Si la economía y el bienestar son el retrato de la sociedad, la proyección artística es su radiografía.

Marian, enseña a otras mujeres a desatar el gusanillo. Ha sido comisaria de exposiciones. Es una compañera que conozco desde 1988 aproximadamente. A pesar de la distancia que impone este trabajo, he comprobado su evolución tanto personal como artística y solamente me queda aplaudirla. La considero una amiga, ya que en aquellos tiempos del Oasis de Zaragoza no pudimos intimar más.

Una persona confiable a quien puedo abrir el corazón sin que me lo coman crudo y sería raro que yo me equivocara con esa percepción.

Marian Nadal hace honor a la estirpe familiar, sobrina de Alfonso Nadal, (protagonista en Jesucristo Superstar y en The Rocky Horror Show por poner dos ejemplos) bellezón, carismático artista a quien consideré en aquellos años como otra persona confiable, pues siempre me dijo cosas por mi bien y me trató exquisitamente desde que nuestro querido Javier de Campos nos presentara estando de gira en 1986 con ‘Una noche con Bibi’, en Bilbao si mal no recuerdo.

Si por mi fuera, y estuviéramos más cerca, la tendría a mi lado aunque sabemos que estamos la una para la otra. En esta profesión es raro que dos mujeres se unan. Las dos tenemos claro que rodearse de los mejores es una señal a tener en cuenta. Los mejores plantean cuestiones y aportan generosamente. Hacen las cosas fáciles y con todo el derecho a pasear su Ego, saben ponerlo a disposición del bien común.

Los artistas así son los nuevos revolucionarios y a pesar de mucho dueto de videoclip, obra de teatro de tándem genial y montaje con equipo fabuloso, sabemos que no es tan fácil encontrarlos y menos distinguir el producto comercial de lo auténtico.

Ha sido un placer escribir sobre Marian, aunque quien la conoce ya lo sabe. El tema aquí está en saber reconocer sus valores. Una mirada así, lo dice todo. Suerte la mía.

Un daño intencionado, en pleno escenario

Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.

Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».

La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.

Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.

Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna,  que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.

El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.

Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.

Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra: 

“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar

adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”

Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:

“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad

al encontrar a los amigos de verdad

la vida es bella si nos amamos

y disfrutamos nuestra amistad”

Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.

Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.

Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.

Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo?  Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.

Tommie, in memoriam

Tommie, In memoriam.

He dejado pasar unos días, desde que una mañana recibí un whatsapp donde una compañera me comunicaba el fallecimiento de Geraldine Thomas Buckland conocida como ‘Tommie’. Ha sido un mazazo.

En mi libro cuento cómo la conocí en 1982 en los ensayos de Ricardo Ferrante, cuando ella imitaba a Liza Minelli en ‘Cabaret’. Hacía un número de alcohólica en una escalera. Otras la quisieron emular… ella era única y, como sucede siempre, la primera es la mejor. En 1984, entré como bailarina en el Teatro Arnau al pasar la prueba que me hizo para la revista ‘Siempre contigo’. A Tommie le debo el haber conocido a una de mis compañeras y amigas más queridas en la época del Arnau y hasta la actualidad, Caterina del Rossi. Haber convivido con grandes profesionales del baile, de aquella revista: Wendy Newman, Rubén Olguin, Sofia Fernández, Jorge Carreño, Gabriela Maffei, Leigh Cough que era la capitana, con las vedettes Ondina y Alicia Tomás. El ambiente era muy cómodo y familiar. Los números: el titulado ‘Sitges’, un cancán, una escena mexicana y uno muy bonito que era una alegoría de la fuente de la Plaza Real de Barcelona. Eso sí, el señor Urbasos, durante aquella primavera e inicio de verano de 1984, nos pagaba cheques sin fondos que íbamos trampeando cada semana, hasta que la situación se hizo insostenible y algunos nos marchamos. En mi caso volví como capitana de ballet a la empresa Colsada.

También participé en su ballet ‘Too hot to handle’, en el restaurante y espectáculo ‘El jardincillo’ que estaba en la carretera de Logroño en Zaragoza, muy cerca del emblemático Pikolín en la Navidad de 1986. Pasamos momentos divertidos y entrañables como en la Nochebuena en los apartamentos Aida de Zaragoza, donde tanto ella como su marido y los niños más los componentes de ballet, cenamos unos bocadillos y naranjas, porque todos los restaurantes y bares estaban cerrados. Sin quejas ni dramas, fue la Navidad, de todas las atípicas que me ha tocado vivir, la que más. Tommie, era muy querida y conocida entre todos los bailarines y artistas. Tenía un repertorio que me gustaba mucho en especial su coreografía ‘Maniac’ de la película Flashdance. Hacía un vestuario moderno y tenía muy buenas ideas como estilista que más tarde puso en práctica para el ballet español de su hija Geraldine.

Hubo una temporada que frecuentaba su casa, y salíamos con sus hijos pequeños Geraldine y Joaquín a ver teatro infantil y a merendar. La primera y última vez que pisé el escenario junto a ella fue en una gala con Máximo Hita, haciendo Cabaret en una sala de la zona alta de Barcelona, debía ser en 1988.  En aquella gala conocí a la estimada compañera Esther Guilañá que estuvo conmigo en la formación de mi primer ballet y las dos juntas estuvimos acompañando por mucho tiempo a los hermanos Calatrava. El último trabajo que vi de ella era una obra en 1994, donde había coreografiado para Ángel Pawlowsky, ‘Esto no es Broadway’, en el teatro Arnau. Después, el teatro cerró para siempre. Más tarde supe que interpretaba un papel en el musical ‘Ángels’ de Ricard Reguant, con Ángels Gonyalons en el teatro Tívoli, pero el día que fui a verla, ella estaba lesionada y no actuaba.

Como tantos profesionales de primera línea, se fue apartando del mundo laboral, primero marchando de Barcelona a Lleida y después a Tenerife. Tenía muy claro por lo que valía la pena luchar y cuando no hacerlo.

En 2012 quedamos para comer con Alexia, en Barcelona. Nos hicimos fotos, nos reímos, era genial. Luego se volvió a Tenerife donde residía. Alguna vez hablábamos y fue ella, precisamente, quien me disipó todas las dudas sobre la posibilidad de someterme a la cirugía de prótesis de cadera. Me dijo que estaba encantada, pues lo mismo, resultó muy bien.

Hemos sentido un gran vacío, los referentes tanto humanos como profesionales de Barcelona de los 60, 70 y 80 van desapareciendo, silenciosamente.

Estas fotografías son de su perfil público de Facebook y la de Cabaret es de mi amigo Máximo Hita. El publicarlas, es una cuestión de respeto a su memoria y para quienes no la conocieron. Tommie, trabajó con los queridos Gin-Pak, Gino Minetto y Paco Navarro, también participó en la famosa comedia musical ‘Los ángeles de Via Venetto’ con Cassen, Florinda Chico, Pepita Ferrer y otros artistas singulares, a principios de los 70. Más no puedo añadir pues no estaba allí, son historias del teatro musical de Barcelona que se van contando unos a otros.

Solamente me queda, dejar constancia de la gratitud y el afecto, al compartir esa parte del camino.

Ahí abajo

20 siglos no han bastado para normalizar el término “pudendum”, definido como la vergüenza que debe cubrirse. La ciencia aplica un sesgo de género con la única descripción anatómica de contexto moral y en plena era digital se usa una expresión propia de palurdos: «ahí abajo». Así nos han rebautizado la entrepierna de diosa, amante y madre, señoras. Para quien, como yo, tenga la mente volandera suena a sótano de perversión o capítulo de Stranger things. La apología de la femineidad pasa por patatas fritas y velas aromatizadas; coleccionismo de bragas usadas, procesiones bizarras con imágenes de consagración vaginal y webs recopilando fotos de toda mujer que se preste a la manifestación de su orgullo íntimo. Calculen el mercado que generamos: lubricantes; salvaslips; compresas; tampones; copas; juguetes; cirugía embellecedora; jabones; depilatorios; piercings y tatuajes; medicamentos locales; anticonceptivos y tratamientos de fertilidad, exámenes ginecológicos y… en paralelo, productos para la pérdida de orina, hemorroides y estreñimiento.

Llamarle ‘zona íntima’ se queda pequeño, está más transitada que el cruce de peatones de Shibuya en Tokio o, por proximidad, el nudo de Les Gavarres (Tarragona). En comparación con los varones no hemos sabido nada de pepinos y berenjenas, bananas, ni paquetes cuando interrumpen la publicidad para poner una película. No se nombran sus atributos, ni se echa mano de eufemismos con coloridas metáforas del clímax para vender preservativos y dos angelicales bolitas que vuelan sugieren la eliminación del vello masculino. El reclamo sobre la disfunción eréctil gasta un tono de bata blanca. Desde luego, no existen toallitas para que ellos se refresquen, la higiene es siempre asunto —culpa— de mujeres y, perdonen, es profundamente anormal oler a menta y flotar en gravedad cero para estar limpia. La penúltima campaña de una maquinilla depilatoria ha alcanzado altas cotas de cachondeo. La influencer —y su gato de angora—, tal y como se refieren a ella en el foro masculino que reventó una final de Got Talent, atrae más la atención que el producto que vende. Los publicistas se empeñan, y lo consiguen, en hacer de lo natural una ridiculez total al no saber cómo mencionar el monte de Venus y las ingles (el corrector de Word tampoco sabe, quiere acentuar). Ni papaya ni kiwi. ¿Qué tal si lo dejan en pubis y vello púbico? Superando a esos masters en marketing, hubo un símil picarón para esquivar a la censura en la Segunda República, el “Chotis del higo” de los maestros Pérez y Martínez, donde el cómico y rendido admirador, cantaba:

«Fui siempre partidario del fruto de la higuera,

a mí me dan el higo y yo dejo la pera

y dejo la manzana y hasta el melocotón,

vengan higos, vengan higos, quiero darme un atracón».

Las relaciones sentimentales se basan en los emoticonos comestibles de los mensajes, es la ideografía actual de aquellos cavernícolas y artistas clásicos libres de pudor, que nos preceden. Donde hay pelo ya no hay alegría y la vergüenza le gana a la semántica. Exceptuando el Pajero de Mitsubishi, cualquier coche y mascota lucen nombres más decorosos. La Trinca, desafió a Darwin atribuyendo el mérito de nuestra génesis a la patata. El sexo se atrinchera en la verdulería. Así lo insinuaban las coristas de la revista musical, “La pipa de oro” cuando, de vuelta al higo que es una flor invertida, entonaban inocentemente: «con la mano no, con la boca sí»…

Mientras los eruditos se ponen de acuerdo en elegir un nombre formal para nuestra anatomía, basta con dar un vistazo al cuadro pintado por Gustave Courbet “El origen del mundo”, que fue reproducido, recientemente, con dunas y hormigas en un gran mural por el grafitero Sam3 y censurado por estar situado delante de un colegio, que se sepa, con niños nacidos de mujeres. Tema peludo y burla servida: «n’hi ha per a llogar-hi cadires» o, en español, «ser algo para alquilar balcones».

Hay una versión del citado chotis con R.Valenty y R.Castejón, en la Antología de la Revista “Por la calle de Alcalá” en YouTube.

Llegáis cincuenta años tarde

Lo del toples escénico viene de mucho antes de 1960 cuando Miss Margaret Kelly lo puso de moda en París con su propia marca de bailarinas las ‘Bluebells Girls. Mujeres demasiado altas para el ballet clásico y con una talla de sujetador no superior a la 90. Las coristas delgadas con las piernas más largas, llenaron los mejores casinos y espectáculos con cena de lujo del mundo, como el desaparecido Scala Barcelona. En algún momento de nuestra transición democrática el desnudo integral del cabaret en estricto horario de noche saltó a la función de tarde y noche en el teatro. Esto, más los magazines con señoritas de póster desplegable y el cine de las salas X, iría acabando con las escapadas a Perpiñán para disfrutar del esperado fin de la censura franquista. Sucede con el Pole Dance, que lo mismo se ofrece en un antro de mala muerte o se considera una disciplina artística de competición deportiva. Las poledancers, con estiletos vertiginosos, de los países del Este practican con un alto nivel tanto gimnástico como erótico y sin desnudarse. Hay para todos los gustos.

A las bailarinas y vedettes de los años 70, 80 y 90 que hicimos toples con una prudente distancia y sobria elegancia, como en el Galas de Salou, donde fui coreógrafa y productora, nos sorprende que aquellas mujeres represoras que nos denostaron sin piedad, ahora se muestren tan modernas y orgullosas con las reivindicativas tetas al aire de Amaral y demás cantantes que se han subido al carro, muy conveniente, de la liberación. Pasada la euforia catártica que no entraba en el programa, Amaral refiere en varios medios de comunicación que ha recibido mensajes de odio. Ha aplicado mal su expresión de libertad y la responsabilidad es suya.

Estamos acostumbrados a ver los avisos en las películas con lemas del tipo: vocabulario malsonante; desnudo; sexo; angustia; violencia, drogas y ‘puede herir la sensibilidad del espectador’. Cuando vamos a ver un espectáculo en directo, de tono sensual ya podemos imaginar lo que encontraremos. Recuerden aquello del desnudo por exigencias del guion.

En ausencia de dirección artística, existe la posibilidad de dar un mal paso hacia la ordinariez. Estas cantantes que echaron mano del desnudo parcial como un grito de valentía y apoyo a otras compañeras, lo hicieron tan ignorantes, del posible efecto adverso, como desprotegidas. Se entiende que unos padres con sus hijos, una pareja o una señora conservadora que asisten a un concierto, tengan todo el derecho de molestarse ya que nadie ha avisado del desnudo. Estos actos se asemejan más a las rebeldías de las Femen. La diferencia en el arte del topless profesional consiste en que el pecho no se zarandee de ninguna manera, se realiza en un contexto, perfectamente iluminado y desvestido estudiado para realzar. Es, en definitiva, una fantasía que seduce con clase y ahí lo deja, en la nube onírica individual o como decía la coreógrafa de Scala, con quien también trabajé, Miss Christine Riba exbluebell: «Vendemos el sueño inalcanzable».

A no ser que se trate de una striper calentando al personal para sumar consumiciones y rematar la faena con un prosaico: «Te quiero, pasa por caja».

Lo otro, sorprender y desconcertar, es meter las tetas en la cara del público que asiste desprevenido a un rapto de femineidad salvaje y que acaba convirtiéndose, mal que le pese, en violencia visual e intrusión en sus valores. En el Music Hall barcelonés, atiborrado lugar de encuentro de la contracultura catalana y refugio de proletariado ávido de felicidad instantánea, el toples y el desnudo, no molestaron nunca pues se apreciaban con antelación. Se pagaba lo que valía. Puntualizo, para satisfacción de hombres y mujeres por igual.

Una cantante que se expone en topless porque le apetece, no representa a todas las mujeres ni ofrece razones para ser considerado un espectáculo profesional. El precio de reivindicar el ‘tener dos y no más’, no debe ser la respuesta de odio en redes. Les diría a estas cantantes que llegan más de cincuenta años tarde, caminando sobre los pasos de las artistas de Music Hall que sí abrieron el camino de la verdadera liberación, mucho antes que en la playa y en el cine, que si van a enseñar las tetas en un escenario y no quieren ser vapuleadas innecesariamente, pidan asesoramiento, avisen de sus intenciones y permitan a la audiencia que elija si paga por ver algo que no desea.

El escenario, como la cámara, no perdona y el público, tampoco.

Lo mío con Fred

Después me acerqué a la calle Mártires, directa a la tienda de música R3, donde, tras rebuscar, encontré un doble casete de Frank Sinatra, el cantante de la tarta strudel y con cuyas canciones podía pasarme horas bailando, llevada por el swing, protagonizando escenas glamurosas con un largo vestido imaginario como los de Ginger Rogers. Lo había hecho desde niña, bailar con Fred Astaire cuando no miraba nadie, entonces, con más razón pues ya tenía tablas. De hecho, yo era una de las miles que habían sufrido el conocido “síndrome Astaire”, según se había estudiado en Estados Unidos, por el efecto que el artista causaba en las mujeres de toda clase y condición.

A este fragmento del capítulo 4 “Ciudad solitaria”, le corresponde una versión ampliada de la directora.

Mi fascinación por Fred nace con la televisión, en blanco y negro. No habría querido ser bailarina sin los musicales de finales de los años 60 y de los 70. Películas que reflejaban un estilo de vida totalmente distinto al que me tocó creciendo en Sant Martí. Coristas, cientos de ellas. Glamour y vestidos maravillosos. Canciones pegadizas. El swing. Y Fred, cuyas partenaires eran adorables, divertidas y elegantes ¿quién no querría bailar y cantar con un hombre tan galante y carismático?

En mi familia hubo afición al cine pero no al teatro, eso es descubrimiento mío, en concreto debutando como narradora de “El flautista de Hamelin”, con mi clase del Centre d’estudis Montseny en el “Centre Moral i Cultural” de Poble Nou, antes de instaurarse la E.G.B. y como bailarina de ballet en el “Casino de l’Aliança”, también de Poble Nou a los 12 años. Si en el Centre Moral i Cultural todo fue rápido y poco disfrutado, aunque se mantiene en mi mente ese micrófono puesto a mi altura, el escenario y los niños evolucionando de aquí para allá, en el Casino de l’Aliança todo se refresca a cámara lenta. Las escaleras hasta los camerinos pequeños; los trajes colgados; los palcos donde nos sentábamos a mirar a las compañeras; los ensayos, el olor de la madera y el debut.

Como he explicado alguna vez, escuchando a reputados personajes,  la tradición de bailar ballet en los países del Este, especialmente Rusia, surge de la mera ambición infantil. Llevan a las niñas, no importa de qué condición social, al teatro y quedan extasiadas ante la contemplación del éxito hecho tutú y ese maravilloso objeto de deseo y tortura; las zapatillas de punta. A esas niñas, les preguntan si quieren ser primeras bailarinas sin que sepan lo que de verdad esconde esa vocación. Ese mundo de cuento con ramos de flores, aplausos y reverencias. La dureza de los severos profesores que castigan y perdonan la vida a los principiantes sometiéndoles a un trabajo físico extenuante y hambre, en nombre de la disciplina y de la fama… todo eso atrapa. Es su objetivo. La exclusividad de ser elegida.

Bien mirado, la cuestión es elevarse, destacar del resto; sea “sur la pointe” con una tragedia romántica al uso o con los taconazos de 9 centímetros de la corista más exuberante y frívola.

A mi ya me iba bien, para empezar, ser corista, no tenia ambición de prima ballerina porque ya sabía que no iba a dedicarme al ballet clásico sobre los 16 años. Había bailado en los bolos de fiesta mayor de los pueblos con Ricardo Ardévol y en el Club Amigó. Ya me habían cautivado los encantos del Ballet Zoom con don Lurio y Raffaella Carrà, la moda del ballet moderno. No necesitaba más sacrificio, castigos estúpidos y desproporcionados por cualquier cosa, ni la aprobación ajena para decidirme a bailar profesionalmente. No tenía con quien compartir ese tesón ya que nadie de mi entorno se había aventurado.

Sola, como adulta, seguía entusiasmada con la imagen idílica que me proporcionó Fred Astaire (Gene Kelly también pero sin comparación) en un momento de máxima inspiración para aquella niña que yo había sido: ni pandillera follonera, ni centro de atención, ni destacable en nada más que las redacciones y la imaginación. Pero eso, lo de Fred, no podía ser. Lo más cercano a ese modelo de vida de artistas, era el espectáculo de variedades y la revista que me causaba mucha curiosidad pues, queráis creerlo o no, me creía capaz de encajar en un coro de veinte chicas. De encontrar mi sitio.

El síndrome Astaire, me dejó ese regusto amargo de, habiendo bailado con varios chicos en los espectáculos, no poder hacerlo con un hombre que me gustara, con quien sintiera algo parecido a lo que transmitía en la pantalla. Vamos, enamorarme bailando, idealizado seguramente. Nunca sucedió.

La impresión más grande, en el sentido de la emoción, fue mi primer baile social en una verbena de Sant Pere en Cambrils en el antiguo y derruido Pósit (qué lástima lo que han levantado allí), con mi padre y entonces mi cabeza le llegaba por encima de la cintura. Tampoco pude aprender swing, no se enseñaba. Ahora sí. En los espectáculos me he disfrazado de tantos personajes, también había que interpretar no solamente bailar, que llegado el carnaval no tenía ningún aliciente.

A principios de 1983 conocí a Ángel Amar. En realidad nos había presentado Elsa Montserrat, en 1982 en la Cúpula Venus durante el espectáculo de Christa Leem, resultó como si fuera otra primera vez. A medida me contó cosas de Estados Unidos, de Inglaterra, de Venezuela y de todos los países de Oriente Medio donde había trabajado, me di cuenta de que podía estar actuando como bailarina pero que todavía me quedaba mucho que aprender, esas historias con tanta experiencia y empaque no corrían entre camerinos. Batallitas, como las que contamos entre risas y el famoso hit de cada encuentro «¿Te acuerdas?», muchas. No hay conciertos nostálgicos para los artistas de music hall de los 70 y de los 80, como mucho alguna cena de las incansables «molineras» que son el pegamento de la memoria del Paralelo.

Todo esto viene a cuento porque durante su estancia en la televisión de Venezuela con Reny Ottolina, Ángel trabajó con un coreógrafo asistente de Hermes Pan, el coreógrafo personal de Fred Astaire. Cuando uno dice coreógrafo personal, está hablando del cómplice absoluto de la estrella, quien cuida y comparte el resultado final de una puesta en escena en el cine, y Fred especialmente no dejaba nada al azar ni una simple toma pasaba sin su revisión y la vigilancia de Hermes, por ejemplo: no quería planos parciales y menos de sus pies.

No poseo nada de valor, nada. No me gustan las joyas ni la ostentación. Jamás he ambicionado bienes materiales, he sido consecuente con mis humildes raíces. La sola idea de comprometerme para toda la vida con una casa, atarme a un territorio y una comunidad viendo pasar la vida con las mismas personas y paisajes no me ha seducido, al contrario, huyo. Tarde o temprano desaparezco del vecindario, hay algo más que me llama. Puede que sea el “gen de la exploración”, en serio. Soy nómada, me cansaré del presente otra vez. Esto no casa con lo establecido que me parece aburrido. Es lo que hay.

Atesoré discos de musicales de Broadway que van camino a casa de un amigo que los disfrutará más que yo. Me conformo con el portátil, por la facilidad creativa, teniendo en cuenta que lo que me importa sea escrito o material gráfico ha de tener su copia de seguridad y otra copia por si acaso. Es un rollo, asegurarse de que todo permanece. Mis álbumes de fotos y de prensa, como artista y educadora, permanecen en la primera fila de la donación a algunas entidades, como he hecho ya con algo de material teatral para el MAE del Institut del Teatre.

Hace un tiempo, Ángel me regaló un cronómetro. Este era un obsequio significativo del coreógrafo que tuvo en Venezuela y perteneció a Hermes Pan. Así que algo vinculado a Fred Astaire llegó a mis manos de la forma más fantástica que jamás hubiera imaginado. No es de plata, no tiene ninguna inscripción, pero estuvo ensayando y bailando en el mismo espacio y tiempo, con Fred Astaire. El mensaje de este cronómetro, prácticamente sin valor económico pero sí emocional, es bien claro: vivimos el presente, trabajamos por el futuro pero contamos hacia atrás. Nos faltan unas horas para un examen. Queda tanto para un parto. Embarque, aterrizajes. Las pruebas médicas con toda la incertidumbre que arrastran. ¿Papá cuando llegamos, falta mucho? El estreno será en tres días. Tu contrato vence, a buscarte la vida otra vez. La hipoteca del banco, como los austeros maestros soviéticos tampoco perdona. La premura, la lentitud… la vida que pasa.

Cifras, signos de vida. Tiempo que nos da una perspectiva, que no cura nada ni pone a nadie en su sitio. Solamente cuando ha pasado, parece que comprendemos mejor y entonces “ hubiéramos hecho”… «y, si de otra forma»… no nos lo pone fácil cuando está todo por hacer y es prácticamente posible que ese inabarcable “todo”; pueda realizarse.

Bailo con mi marido en los pasillos del super, lo adoro y me divierte. Yo soy de esas mujeres que necesita que su hombre sea más alto que ella. Será una excentricidad, o no.

Parece una locura, pero cuando ví la maravillosa película “Pennies from heaven”, con la escena que imita “Let’s face the music and dance” interpretada por Steve Martin y la mega diva Bernadette Peters, supe que en todos esos años de exploración personal, estuve bailando con Fred, mi único compañero de viaje. Quien más me conoce, una vez fallecida mi preciosa madre. Delante del espejo del armario del dormitorio de mis padres en la calle Cantabria; enfrentándome al inmisericorde, exigente y sádico cristal de la academia escuchando solamente voces de reproche y humillación; en los camerinos viejos poniendo caras riéndome sola; cuestionándome las decisiones en las pensiones miserables; disfrutando la tontería en los hoteles de 4 estrellas; asumiendo los estrenos gloriosos con ducha de cava y echando un pulso en los ensayos más farragosos; en las separaciones; en los enamoramientos consumados (pocos) y con mis bailarines y alumnas para gran disfrute. Hasta que un día, como responsable e ilusionada ya lo era desde niña, no se me ocurre la razón, dejé de hacerlo.

El logo de mi «marca», es desde hace muchos años, una silueta de Fred Astaire.

Si no es mucho pedirle a la vida y atendiendo a esa verdad publicitaria de que no tenemos sueños baratos, me falta volver a disfrazarme e interpretar ese rol deseado: ponerme un vestido largo y vaporoso con unos zapatos bonitos, para mantener esa ensoñación un poco más. No es lo mismo con tejanos, ni con bikini de paillette, no, no. Detener el tiempo en algún lugar, con mi recuperado Fred Astaire, cada vez que lo veo en una película. Donde pueda saber y sentir definitivamente qué era eso, bendición o maldición, que estuvo motivándome a bailar con muchas personas, de paso. Tan preocupada por las llamadas de teléfono y los contratos, cuando lo que tocaba era bailar como si no mirase nadie y hacer muchas más locuras de las que hice. En mi mundo profesional, capaz de compartir cualquier alegría, disfrutando de ese privilegio con tantos compañeros queridos y sin embargo sintiéndome tremendamente sola sin ese perfecto partenaire que tanto deseé encontrar para por lo menos una vez, solos con la música y un par de cenitales en un teatro vacío, bailar la única fantasía que no he podido cumplir.

Puede que este sea el último síntoma del síndrome Astaire.

A veces, lo tienes todo tan al alcance de la mano que por eso es imposible tenerlo. Y si lo tienes, algo se te lleva a cambio y normalmente es más importante. Mi gratitud es infinita por todo el placer mental y la compañía que esa imagen feliz me ha proporcionado. Solamente me queda meterme dentro de uno de esos viejos televisores de los años 70 y decir; ¡que os den! A la seriedad; a la disciplina; al “tú no puedes”; al “eso no es un trabajo”… al soniquete de “la mujer artista es una puta”, a los palos en las ruedas, al camino de piedras innecesarias con tacones de 9 centímetros y a los impedimentos que superé porque no creo en el determinismo pero sí en la determinación.  He ido a lugares, he amado y vivido intensamente, con, en y del espectáculo con toda la pasión, sin represión, sin sumisión y he realizado más que lo que podía imaginar. Lets face the music and dance!

No son cabezazos contra la pared por mantenerte en tus trece y luchar, eso te lo dice quien se ha rendido. No lo hagas porque lo dicen los demás, toma tus decisiones con tus entrañas, no se equivocan, son tu segundo cerebro.

Lo mío con Fred no se ha acabado y sé exactamente el día que sucederá.

Dicen que es «ley de vida» pero justamente eso, de vida y de ley no tiene nada. Cuanto más sabemos menos tiempo tenemos para aplicar la experiencia vital. La vida es un bol de cerezas, y las cogí todas hasta el empacho.

De Montmartre al Paral.lel y Scenic

Cosas que me dejé en el tintero #06

En 1995, estaba con mi Ballet Elite’s Show acompañando a mis queridos hermanos Calatrava y la vedette Melissa en el teatro Arnau. No lo busquéis ahora, da mucha pena contemplar tanta degradación que se podía haber evitado. Representábamos “La creación”, una obra divertida con unos temas musicales que hoy en día siguen siendo actuales.

Una tarde del mes de abril, me encontré delante de la puerta del teatro Condal a un ex compañero de la revista de Colsada en 1981, a quien proporcioné trabajo tanto en el Ballet del innombrable de la Barceloneta en 1982, como en la película de Colsada de 1983. Era lo normal, pasarse datos entre compañeros. La relación había sido amistosa y como tantas otras, se fue diluyendo con el paso del tiempo, los cambios de residencia y la pérdida de los números de teléfono.

Nos pusimos al corriente de casi una década de nuestras vidas, hablando de todo un poco. Yo sabía de su trayectoria porque era visible en Barcelona con algunas compañías notorias. Él no sabía más pues entonces ya vivía en Salou y no me prodigaba en los corrillos de la ciudad. Confiada en el recuerdo de aquellos buenos tiempos pasados, muy contenta por aquel encuentro, cometí la imprudencia (aunque a mí no me lo parecía), de contarle que los propietarios del Arnau, Jordi García y José Antonio Puente, nos habían propuesto a Ángel Amar y a mí, allí mismo en el escenario al acabar la función de tarde, hacía unos días, a un productor cuyo nombre no recuerdo, para realizar la coreografía de una obra titulada “De Montmartre al Paral.lel”, emplazándonos a una reunión formal para estudiar el proyecto. El productor tomó nuestro teléfono y quedó en llamarnos.

El compañero y yo nos despedimos efusivamente y volví al Arnau.

Pasaron los días. Se estrenó la obra entrante, “Buenos Aires, tango”. Después de esa estancia en el Arnau, teníamos los bolos de verano con Ardévol,  variando un poco el repertorio y el título “Humor a primera vista”, contando con el querido Joan Gimeno en el elenco. No, la vedette que era otra distinta del Arnau, no la voy a mencionar. Yo coreografío para quien quiero, no para quien me lo exige y menos sin ningún beneficio.

Seguía viviendo en Salou, la furgoneta recogía a los bailarines en Barcelona y nos pasaban a buscar camino del bolo. Todo el verano fue bien, y tuve la suerte de montar la coreografía de la Pasarela Infantil para “Moda del Sol” en IFEMA con el gran director Egidio Ghezzi, quien llevara Estudio Buque, organizando Cibeles y Gaudí. Egidio, era y es una persona elegante, creativo, de gran cultura y tremendamente hábil con la pasarela y los eventos para crear escenas de gran impacto y belleza. Me trató muy bien y aprendí mucho de su forma de enfocar la puesta en escena, es justo decirlo, durante aquellos 4 días en Madrid. Para aquella experiencia estupenda me llevé a Lola Lloberas, una de mis bailarinas debutantes en el Arnau. Fue un éxito.

Vuelvo al teatro. De aquella propuesta que parecía tan seria nunca más se supo, hasta que ví el anuncio de “Montmartre al Paral.lel” y en la cartelera, el nombre del compañero que sabía de antemano sobre aquella propuesta que Amar y yo habíamos recibido. No pregunté, ah no…

Esta anécdota, no es tan singular si se tiene en cuenta que unos años más tarde el compañero y amigo Lamberto García coreógrafo de “El Molino, en gira”, me propuso (me llevó literalmente), como coreógrafa y productora del ballet para Scenic después del fracaso del estreno del local de  “ya sabéis quien”. Al salir de la reunión con Isidro Santos, gerente de Scenic, regresé a Salou tranquilamente con el tren. Unos días después me enteré de que algunos compañeros, sabedores de esta reunión (ignoro cómo) llamaron a Scenic para proponerse como candidatos.

Vamos a dejarlo en una coincidencia.

Como bien decía Ángel Amar: “en esta profesión solamente no se sabe lo que no se piensa”.

Ignoro, si nos perdimos algo. En virtud del capricho de mis astros y de la eficacia de mis ángeles custodios, seguramente fue lo mejor que me pudo pasar.  Tengo muy claro lo que no quiero, si no debo estar o si el proyecto se cae es por algo superior y no precisamente un “master plan divino”.

En esta historia de proyectos no consumados, ilusiones laborales y falsas esperanzas, reside el espíritu de mi libro “MEMORIAS DE UNA CORISTA”. Por muy feo que se ponga, por mucho que duela (querida M.N. acaba de leerlo, me importa tu opinión) por tantas cosas “malas”, según otro compañero de profesión con aprecio mutuo… la cosa, tal y como me resume mi marido va así:  En la “Unternehmen Barbarossa” también pasaron cosas malas y la Historia no las cambia, es tu biografía.

En ese sentido, las experiencias que explicaba Ricard Reguant, en su blog y en su Facebook, con algunos productores ponen los pelos de punta. Selvin también contaba algunas anécdotas en su libro “De ilusión también se vive”, sobre la poca lealtad y los tejemanejes que existen en este gremio.

Las luces son facilitadas por el recibo de la electricidad y el reflejo de los trajes brillantes. Las sombras, las producen las personas. Esto sucede a todos los niveles, desde Hollywood; Broadway, el West-End y hasta el último garito de cualquier país sin tradición artística. Tampoco es cuestión de educación o de cultura.

Dicho de otra manera, cuando mi marido me preguntó hace años que si nos tocara la lotería invertiría en montar un espectáculo respondí tajantemente: “No. Si nos toca la lotería, viviremos tranquilos y haré todo lo que no pude por tener que trabajar en la cuerda floja. No pienso poner un euro en una producción para satisfacer mi creatividad.  No tengo espinas que sacarme y menos aún tengo la intención de construir algo bonito para alimentar a las hienas que acostumbran a pulular en este territorio artístico”.

Es lo que hay. Sin ser millonaria ni empresaria he dado trabajo a costa del mío, de mi economía, de mis relaciones y de mi salud. No me pongas etiquetas, de todas formas te equivocarás. Tampoco te confíes, esto no es el canto del cisne, diría que más bien estoy en la casa de reposo preferida del ave Fénix.

Fin.

Barbie, Alice y una catalana en Wonderland

Nunca tuve una Barbie, lo que sí he tenido es una sensación demasiado conocida con esta crónica de las niñas que jugaron con muñecas que parecían casi anoréxicas y demasiado adultas para trufar fantasías propias de la infancia. Tuve la muñeca Pablita que hablaba. La Cachita que era negra. La Nancy. Y una bailarina de ballet que daba vueltas al mover el tope de su coronita. La guardo, rota, por si algún día encuentro un hospital de muñecas. La hija de unos amigos tenía, hace unos años, varias Barbies desnudas y algunas decapitadas con sus melenas despeinadas, en la bañera de su casa. Era una visión, por lo menos, turbadora.

La canción que hiciera famosa el grupo Aqua, era lo más solicitado entre mis alumnas adolescentes en los 90. Lo mismo pasó con “Wanna be” de las Spice girls. Las negociaciones se me dan bien, a cambio de ceder a sus peticiones, fui introduciendo otros temas impensables para su gusto, como por ejemplo las canciones de varios álbumes de B.B.King; Quincy Jones, The Blues Brothers y James Brown.

Barbie, ha llegado a las pantallas removiendo los recuerdos de varias generaciones. Estamos en la época de moda para recurrir a décadas pasadas y acabar de explotar cualquier producto. Conozco a gente que ha pagado por asistir a un concierto de “Yo fui a E.G.B.”, con artistas usando el playback. También me dirán que pagaron por la experiencia de hacer un “remember colectivo” y no por la calidad de un concierto. No, la pésima coreografía de dos aficionadas, que acompañaba al amigo Pino D’Angiò en su gira española no era mía, aunque en aquel momento yo era oficialmente su coreógrafa (según él) y colaborábamos a distancia, con un frenético intercambio de documentos con correcciones subrayadas en rojo, ideas, música, material gráfico. La creación compulsiva (mi favorita, nada de aburrida paz interior), de un proyecto que se paró por no encontrar productora para el mercado hispanoamericano. Era lo que él quería, lento pero constante, debido a su delicado estado de salud. Cuando la primera productora pequeña y española no le hizo caso no se mostró tenaz… se fue a la otra cosa de la mariposa, ese espejismo que resultó para él su vuelta a España con los «egeberos nostálgicos» de turno, cosas de divos. Parece que de esa época de más de 3 años, el único, tangible y positivo resultado es que Pino D’Angiò se ha recuperado (y me alegro) volviendo a los clubs italianos con lo que mejor sabe hacer; fumarse un cigarrillo mientras agarra el micro y hace del playback, su desquite de vieja gloria para goce de sus fans. Abandonó ese delirio de director y a su obra, que daba mucho juego como para que lo tomase en serio y en la que tan generosamente me dejó «meter mano». Me ha demostrado que la creación fue positiva pero a la hora de vender la idea, nuestra estimada y entusiasmada interacción me resultó nefasta ya que esa ha sido la primera vez en mi vida, que “confiando” no he cobrado por mi trabajo, hecho y entregado. Era el italiano quien me decía: «Con una sonrisa pero ¿donde está el contrato?» Bien, tengo el contrato o documento legal para la explotación comercial de la obra, pero la pasta no.

A riesgo de parecer naif, ese fracaso vital y profesional no es mío. Cada cual sabrá el valor de su palabra, parole, parole, parole….. No digo más, porque le guardo un mínimo aprecio. El cariño no se cuenta en euros ni paga mi tiempo ocupado en dar sentido al guion con una escaleta profesional y meticulosa “como no he visto ninguna”, hasta una carta de colores pantone para el decorado. Todos los elementos que entiendo que son necesarios para ganarse la credibilidad del exclusivo club de la producción teatral.

El verdadero significado de ese (mi) éxito personal, está empolvando la portada del guion en una estantería de mi casa. No sé yo: llámalo decepción, soy demasiado mayor (e inteligente) para caer en esas bromas de ese Universo que según algun iluminado «conspira para complacernos». Menuda caca de vaca. Pues si se descuida, el gran bromista de la energía cósmica le gana, en malas decisiones, al Watergate… por situarnos con la Barbie.

 En 2004 estrené mi guion “Alice in Wowland” (Wow Hotels, MNG Holding, Turquía) con un equipo de animadores complejo. Todos ellos sabían lo que era un musical, qué gracia, pues “habían actuado” en “Copacabana” o «The phantom of the Opera”, o “Chicago”… en algún hotel. ¡Qué valor!, afirmar que has actuado en un musical, copiado de un video, sin tener ni idea de ello. Eso sucede en todo el Mediterráneo tal y como cantó Serrat, “de Algeciras a Estambul”. Los hoteles ofrecen espectáculos que muchas veces han empleado a personas que jamás han estudiado arte escénico y esos «desanimadores turísticos» que se atreven a poner en su CV: coreógrafo. Es la dinámica del “ya está bien” y el resultado totalmente aséptico, vergonzoso y deplorable del recorte de presupuestos que se destinan a mejorar habitaciones o salones principales. Chamizos como escenarios y luces de mala muerte. Sin camerinos, todo sigue igual desde que abandoné los hoteles de España en 2002.

Los animadores turcos, me preguntaron cuando verían el video y les dije: No hay, vamos a estrenar una obra que no ha hecho nadie, es mía. A la sorpresa general, le siguieron tres meses de duro entrenamiento para hacer artistas creíbles y “todo terreno” de algunos animadores muy valiosos, capaces de llevar la obra, a la par que “Extravaganza latina”, a buen puerto.

¿Recordáis que los bailarines son mercenarios? Pues los coreógrafos también. Se acabó el romanticismo de las candilejas, habiendo dejado mi país con gran hartazgo, sin querer volver y ante la falta de los bailarines profesionales que la dirección me prometió expresamente para acometer aquel contrato, tuve que enfrentarme al trabajo más duro e ingrato de toda mi experiencia. Para más dificultad, la diseñadora oficial de la compañía causó baja por depresión. ¿Me detuvo eso?, no. Me puse a idear los decorados y los trajes, trabajando fuera de horas. Después tocaba enseñar y dirigir la interpretación, pues había texto en inglés y el baile, con un nivel adecuado. Los animadores, trabajaban desde las 9 de la mañana y no podían retirarse hasta las 12 de la noche… pero continuaban la fiesta, pues no hay nada más goloso que un resort (4 en realidad, cuyos espectáculos estrené y mantuve controlados a la vez) con cientos de turistas. Algunos de aquellos animadores viven ya en otros países, el amor ofrece un visado muy oportuno para muchas personas que quieren salir de su tierra.

La idea principal de «Alice» era que se se había quedado obsoleta, incapaz de atraer al público infantil. Y adivina, ¿con qué canción esa Alice vestida de azul y tan de rollo Disney se convierte en atractiva para superar las expectativas de las nuevas generaciones?, “Barbie girl”. No solamente usé una sino dos versiones, la otra bastante salvaje por cierto, signo de un tiempo sin inocencia. Los años 2000.

Creo que me estaba iniciando, sin saberlo en otro adelanto cultural y social que ahora resultaría igual o más moderno que en el momento de su estreno: El conejo blanco era un animador brasileño aunque deba decir afroamericano por el color de su piel, que viéndose obligado a trabajar de logo de “Playboy” al ser despedido del cuento, llega a realizarse como Drag Queen. La Reina de Corazones dirigía un antro de juego en Las Vegas. Con la condición de que Alice, se pudiera quedar dentro del cuento para vivir su amor con el Sombrerero Loco, el Rey se marchó a “trabajar a la vida”, como antes hiciera el Conejo Blanco, cediéndole a Alice su puesto dentro de las páginas de un libro repleto de personajes y escenas modificadas a espaldas de Lewis-Carroll”. De todo esto consta mi correspondiente registro de propiedad intelectual.

Y lo conseguimos. En playback, claro, no había más.

Alice se convirtió en Barbie para sobrevivir como protagonista de un cuento considerado antiguo en el año 2004, seis años antes de la cara y fastuosa película de Tim Burton. Ahora aparece la novedad de la muñeca en las pantallas y no tengo duda de que mi modo fan por el concepto de “viajero del tiempo” no es casual. Sigo mirando y viendo cosas donde nadie ve nada. Haciendo donde nadie hace nada. Generando ideas, que de una forma u otra se me presentan en distintos momentos de la vida, para más recochineo, como susurrando: “con otros medios (más), otras empresas (casi todas) y sobre todo con otra visión (paralela), podrías volver a levantar esos fabulosos castillos en el aire que duran mientras tú los gobiernas, perfectamente, sin que nadie te rechiste por su incapacidad de ingenio y sublevación”.

Por cierto, no soy escenógrafa ni estilista, tampoco técnico audiovisual. Haciendo mi trabajo con la aptitud de decidir qué decorado, qué tela y con qué diseño corresponde, haciendo en mi ordenador la mezcla de sonido o sugiriendo la luz que mejora a una puesta en escena, mi función ha sido dirigir artísticamente cualquier producto de cara al público con las mejores posibilidades. Un coreógrafo sabe lo que rodea y beneficia a su movimiento. Es un director. No solamente no he quitado el pan a nadie, he conseguido mantener los puestos de muchas personas, haciendo lo que es recurrente en mi «carrera»: arreglar lo que otros dejaron mal; acabar con los problemas que alguien tiene para cada solución; poner ilusión donde todo eran quejas y cambiar lo viejo o muy usado para que sea (y no solamente parezca) nuevo con el menor gasto innecesario. Llevo desde los 17 años creando vestidos de bailarines. Desde los 20 pateando escenarios a diario. Desde los 24, moviendo las piezas del puzzle para que todo encaje, primero como capitana de ballet, luego como coreógrafa en todo tipo de escenarios, incluso sin ellos. Me gané el derecho a poner sobre la mesa de producción, seriamente, lo que considerase conveniente para el bien de una obra, de sus componentes y del público, incluso cuando ya no había más presupuesto o no había ninguno. Es lo que me tocó.

No presuponga, el lector, amargura en estas palabras. No me quejo, informo. Analizo.

Nada me sorprende, todo me resulta familiar, a veces hasta profético. Eso significa que en alguna parte invisible pero no por ello fantástica, estoy conectada a un éter inspirador, productivo, absolutamente actual y tremendamente creador. El trabajo de hada madrina no es nada fácil, con los deseos pasa como con los milagros religiosos y los ovnis: si no se creen no se perciben.  Y es cierto eso de: ten cuidado con lo que deseas. Lo que piensas. Se puede cumplir.

No tengo ganas de autoproducirme, la verdad. Nada me convence ni como público. Esto ha llevado a la curiosa suma de mis razones de la desafección por el musical y por los ballets propios: acarreas tanto peso de los demás, sus frustraciones, sus ilusiones y sus traiciones que a la hora de la verdad, cuando toca valorar pasa como con el futbol: “Si el equipo gana el partido el mérito es de ellos y si lo pierde la culpa es del entrenador”. Aplíquese a la escena, actores y director. Bailarines y coreógrafo.

Lo hago adrede, me denomino «coreógrafo», porque tiene más resultados en Google. Después de ponerle ovarios, tuve que echarle huevos también, para estar a la altura de un mundo gestionado por hombres.

Si veo un escenario vacío, me pide a gritos que lo llene.

He regalado aplausos y halagos que me pertenecían, por mérito, solamente para conseguir que un equipo no se desmoronase en plena temporada por la mala gestión de la dirección. He asumido culpas que no eran mías, y riesgos altos, para que no perjudicaran a personas que necesitaban ese trabajo más que yo. Cuando todo iba bien, éxito y beneficio, brindis y discursos triunfales, en algunas ocasiones ha existido una bailarina cobarde, insegura y hasta miserable que ha esperado a que no estuviera presente para hacerse unas fotos con mis trajes… tan incapaz de pedirme que me hiciera una triste foto de recuerdo con ella.

Eso es el bailarín en general: “un saco lleno de nombres de pasos de baile en lengua extranjera, expectativas forjadas por un gran ego, envidia, ingratitud, olvido y mucho drama que vuelca encima del primero que pasa”.

Por eso, porque han sido tan distintos quiero tanto a algunos de mis bailarines españoles, contados, muy duraderos en años y especialmente a mis bailarines rusos, rumanos,  ucranianos y búlgaros (y al animador brasileño más divertido y artista) de nuestra aventura turca, mucho más de lo que ellos creen; no necesito su crédito pero siguen pasando los años y me lo dan. Incluso, algunos animadores turcos, me llaman pues ahora son jefes en otras empresas y me ponen como ejemplo, para volver a liarla, pero he ido diciendo que no. No vuelvo por donde he pasado, ciudad, país y personas. Hay mucho que descubrir fuera del paraguas de la seguridad de lo demasiado conocido. Fuimos luchadores, comprometidos, lloramos y reímos juntos dominando esa quimera llamada futuro posible como artista, que algunos jamás conocerán.

No tuve los mejores bailarines, ni en Barcelona, ni en España, ni fuera… pero he contado con un equipo de nivel humano, artístico y profesional impecable. Quien no debía seguir conmigo, se puso en la carretera y en el mercado, a por lo suyo como hemos hecho todos.

Sigo estando orgullosa de cada día que entregué a esta profesión. De ninguna manera acepto o me adapto al cainismo que impera entre los que más tienen que perder. No es mi caso; puedo perder dinero, amigos que no lo eran, contratos por sacar a la luz el abuso laboral y enfrentarme a él. Puedo perder una batalla y me recompongo. Ya sabéis «me curo antes de un casting que de un desamor».  Soy una guerrillera y voy por libre. A mí no me pierdo, eso garantiza la calidad de mi sueño cada noche y la transparencia de mi alma cada mañana.

Para quien sepa apreciar lo que cuento, esta es la razón que me mueve y el único motivo del por qué no he vuelto a trabajar en mi país desde 2007. Cansancio añadido por cosas, absurdas, ajenas al escenario y falta de motivación para volver a crear con unas condiciones dignas para todos. Soy directora de mi vida, de mi trabajo y de las personas que pasan por él y no perdono ni una a todos los que han devaluado esta profesión.

Barbie, me recuerda esa gran diferencia que nos separa a los creativos de la escena comercial: “mientras algunos esperan a la última película de fantasía para apropiarse del concepto y aprovechar el tirón haciendo un espectáculo, debo añadir (sin falsa humildad ni soberbia excesiva)… eso ya lo hicimos, y muchos años antes de esta película como en el caso de Alice”.

Lo que no me gusta tanto es hablar precisamente de lo que hicimos, siendo adelantados, suena a batallitas ¿y qué, si no, son las memorias de esta coreógrafa?, también me gustaría tener una conversación que valga la pena de todo lo que se puede hacer sin perder. Yo no intento. Hago.

Aquí va emoticono con carita de guiño. Y una carita lanzando un besito.