Sant Jordi 2024 en Salou

A poco de instalarme en Salou,  a finales de enero, recibí un whatsapp del periodista y escritor Ángel Gómez, invitándome a la “Asociación Ôra Marítima». Ha reunido a los escritores locales y una de las primeras actividades en las que participo, es esta estupenda idea que lleva a cabo «Shopping Salou». Los escaparates literarios, independientemente de si el comercio se dedica a los libros.

Exponen mi libro en el establecimiento FERNAN’S (Fotografía y Perfumería) y en ESCOLA INNOVA. Estoy contenta, y agradecida a todas las personas y entidades que lo han hecho posible. Felicito a todos los autores por esta promoción.

Causas ajenas a mi voluntad, me impidieron estar presente en el puesto de la “Asociación Ôra Marítima» el día 23 de abril. La foto con la rosa es un detalle de mi hermano.

Vicens, Camelot, la sala Canal y una postal de Navidad

Conocí a Vicens Suso en una Mostra de Dansa, con la escuela de Anna Maleras, bailando una coreografía titulada “Amics”, de Victor Rodrigo.  Lo invité a visitar el ballet de la Barceloneta. Fue uno de tantos compañeros como Esther Rielo, Leo Quintana, Marsa y Xavi Mesa que fueron a parar de mi mano al estrafalario y complicado micro universo, lleno de mentiras y manipulaciones, de Pepe Huguet. En la puerta de aquel estudio de baile en la calle Conde de Santa Clara 8, se tendría que haber avisado: “Entre bajo su propio riesgo”. Una cosa era ir a hacer un casting para Ferrante y otra, creer que de allí íbamos a salir indemnes. Los bailarines posteriores a 1983 no tienen ni idea de lo que era aquello. Y casi que mejor.

Los dos nos hicimos amigos, lo mismo bailábamos con Pili (Debla) que con Elsa Montserrat, pero finalmente nos quedamos con Elsa. Y así, debutamos en el famoso ‘Cavas Park’ de Sant Sadurni, contando con algunas coreografías del amigo Máximo Hita que reavivó el nivel del grupo.

Vicens absorbía, mucho. Me dio más de un sobresalto en sus madrugadas pro-suicidas, teniéndolo al teléfono durante horas o colándolo en mi habitación, sin que mi padre se enterase, para que se le pasara el bajón, convenciéndolo de no tomar malas decisiones. Lo malo de tener hombros donde llorar, es que se utilizan y algunos se olvidan pronto. Tuve razones para no querer necesitar uno y no explayarme en confidencias. El lado oscuro del artisteo, críptico para el profano, es indiscreto de puertas adentro y goza de los más sibilinos y refinados métodos de vileza. Otra cosa es la elección individual a la hora de usarlos, algunos lo hacen de manera desternillante, otros, de forma soberanamente cruel.Algunas de nuestras discusiones, por nimiedades, acabaron con él queriendo dejarme en mitad de la autopista, volviendo de Cavas Park. Tenía una personalidad complicada. No se sabe hasta qué punto mitificó su pasado, por la patada de caballo que, decía él, le rompió un trozo de frente, siempre palpitante cerca del entrecejo, y la nariz, sin reconstruir debidamente. Le llamaban ‘El Chato’. A veces se dormía conduciendo —yo lo vigilaba— y cuando lo veía pegar una cabezada, rápidamente lo espabilaba y entonces me decía:  —¡Oye, no me des estos sustos que podemos tener un accidente!

Algunas noches dábamos una vuelta por Spartacus, una disco de ambiente, nos recibían con “I will survive”, de Gloria Gaynor, el himno por excelencia. Vicens entraba en trance melancólico, no dejando columna ni rincón libre de lágrimas y lamentos. Agarraba su bebida preferida y se lanzaba a bailar “Can’t take my eyes off you”, de Boys town Gang, o “Just an illusion”, de Imagination. Incitador y dispuesto a perderse de mala manera, en busca de un amor que no le satisfacía, pues volvíamos cada tanto a por más. Ir a Spartacus era terapéutico para él.

Durante aquel año estuvimos un mes en la Sala Stars, en Andorra. Actuaba un señor francés como presentador, Charly, muy simpático. La gente de los viajes concertados para mayores iba a cenar y el espectáculo comenzaba pronto. En esas estábamos, en la segunda semana, disfrutando de las tiendas y de Pyrenees, donde compré mi primer neceser de viaje Delsey, cuando Emma se fue metiendo en trapicheos que podían ponernos en un aprieto por las estrictas leyes locales, hasta el punto de que una noche, media hora antes del espectáculo, no había aparecido. El gerente tuvo que ir a buscarla, pues seguía durmiendo una de sus “fumadas”. Entre él y Elsa, la levantaron. Al llevarla al camerino, Elsa, muy enfadada, la hartó de cafés, maquilló y vistió. Actuó guiada de un lado al otro del escenario por nosotras, disimuladamente, porque si ella no trabajaba se incumplía el contrato y no cobrábamos ninguno. Pasó entonces algo más preocupante, no querían a Vicens. Por esas dos circunstancias negativas, tuvimos que irnos. La mañana que cogimos el autobús para volver a Barcelona, el conductor había sintonizado un programa de radio y escuché a Selvin con su muñeca Loli interviniendo con Luis del Olmo. A Selvin, lo había visto muchas veces en Georgia y en Muntaner 4, aunque no habíamos cruzado palabra.

En verano actuábamos en la Discoteca Camelot con aquellas apuestas de shows de José Luis Verísimo, Tony Guerrero y otros personajes de la radio y la noche. Trabajaba allí un DJ que parecía ‘Jesucristo Superstar’, así le llamaban, muy simpático, que me invitaba a la cabina dándome conversación y me dejaba usar el mando del láser para iluminar a mi antojo cuando descansaba de la primera parte. Muchos días me quedaba bailando después del espectáculo hasta cerrar la disco. ‘El Superstar’, que sabía llenar la pista, pinchaba “September”,de Earth Wind and Fire, o “Born to be alive”, de Patrick Hernández, lo que conseguía motivarme, como con “Your Love”, de Lime. A veces las chicas, al salir de Camelot, nos íbamos a tomar algo a un restaurante abierto hasta la madrugada con unas preciosas vistas al mar, arriba en Montjuic. Otras, nos decidíamos por los churros con chocolate en el Parque de la Ciudadela. Durante una temporada, había tenido la fastidiosa impresión de ser objetivo de aquellos chicos que salían de caza con el peine en el bolsillo, más bien cortitos. En Camelot, sin embargo, comenzó sin buscarlo, ni me enteraba porque no prestaba atención al ligoteo, una etapa de diversión con la aparición de hombres, educados y un poco “pijos”, atraídos por la bailarina que estaba buena y seguía siendo una chica decente. Y con ellos llegaron los criterios de selección. Se les veía venir. Único patrón, sin posibilidad. Tuve muchos reparos con los pretendientes en sala. Imagina, pensaba, que te enrollas con uno con la lengua larga, que presume de haberse tirado a la bailarina. No.

En el mes de agosto viajamos en compartimento de literas, en tren, a Bilbao. A Tiffany’s. Durante la estancia conocí a un guapo e interesante Mariano Vázquez, con quien me une una bonita amistad, a Eugenio y Beatriz Carvajal, y a Joe Luiz y sus muñecos (se llamaba José Luis, pero por un asunto de patentes a favor de J. Luis Moreno, tal y como él contaba, no podía usar su verdadero nombre). Se celebraban los Mundiales de Fútbol. Hasta entonces me costaba un poco intimar, aunque tenía buena fe y predisposición. Me solté, interesada por vivir aquellos ambientes irrepetibles en Bilbao. Noté un notable avance, empezando por un personaje muy conocido “La Charcu”, el propietario de Harry’s Bar. Si tuviera que describirlo, podría parecerse, pero más delgado y menudo, al actor Robert Preston —con estilazo— que hacía de protector de Julie Andrews en Víctor o Victoria. Tuvimos una relación muy divertida, acudiendo a su local,  con Marcos y “La Otxoa”, José Antonio Nielfa, artista e icono de la ciudad, que se hiciera famoso con su himno “Libérate”.

‘La Otxoa’ me había presentado a Marcos y nos hicimos amigos. Éste se sentaba en el mismo sitio todas las noches durante nuestro espectáculo. Cuando yo interpretaba mi “New York, New York” usaba un bastón que le dejaba hasta acabar la canción y recogerlo. Él me hacía un guiño y nos reíamos. En el segundo pase, hacíamos la canción “Si me faltas tú” de Josephine Baker. Marcos y yo comenzamos a quedar, entre pases, tomaba una bebida y bailábamos el famoso y pegadizo “Da Da Da Ich Lieb Dich Nicht”,de Trio. Ese fue el motivo de que Vicens, espiándome entre las cortinas, justo antes de pisar el escenario, con el consabido tema tropical  “À Bobino” también de la Baker, me llamara «puta». Me descolocó y no quise consentirlo. Tenía que sonreírle en escena y no iba a quedar así. Cuando volvimos al camerino, le tiré encima todo lo que encontré a mano, la coctelera con dos docenas de cubitos de hielo, varios zapatos, un cenicero de vidrio grueso, que estalló en el suelo… No me importó si aquella reacción era profesional o no. Al día siguiente, naturalmente, Pepe me llamó a la sala conminándome al orden. Vicens y yo estuvimos unos días sin hablarnos, y tuvo que pedirme perdón. Ya no volvería a ser lo mismo. Agotó la amistad. En Bilbao con Marcos, la Otxoa y La Charcu, con todo lo que aquello significaba socialmente, lo pasé en grande. Ningún día me acosté antes de las 8 de la mañana. Creo recordar que una noche me faltó bien poco para llegar al primer pase. La fiesta era continua.

A Pinedo, Valencia, para el siguiente contrato (es un decir, porque no existe ni un solo documento laboral de esos años) en septiembre y octubre, llegué de forma accidentada. Era muy puntual, pero a veces tenía despistes memorables. Habíamos quedado para salir con un autocar a las cuatro de la tarde desde El Paralelo, no tenía el billete y me confundí de número, el 29 por el 92. Yo venga a esperar y ni autocar ni gente. Lo perdí. Llamé a Pepe para avisarle. Cogí un tren en la estación de Sants y llegué a Valencia, teniendo que recibir una serie de reproches de Elsa. Ya instalada, conocí Pinedo “Town”, ciudad sin ley. Justo al llegar, hubo un asesinato y un suicidio, disparos incluidos, bajo un puente. Vivíamos en un piso cedido por la empresa, en un bloque donde no nos recibieron bien. Una tal Karen, de otro ballet, un mes antes, se había liado con el vecino de arriba, siendo pillados in fraganti por la esposa. En cuanto a lo de Pinedo y sus sucesos, Vicente, el propietario de la discoteca, era el protector de un camarero, del que se decía que había sido pastor de cabras, un poco huraño, que una noche trágica y tumultuosa le arrancó un trozo de cuello a otro camarero de un mordisco. Vicens nos relató con todo lujo de detalles cómo el trozo de carne salió despedido, surgiendo un chorro de sangre. Aquella pelea bien pudo acabar con la vida de aquel pobre hombre.

En la Sala Canal, Pinedo en 1982 Ballet Movie Music Show

Desde el pequeño núcleo de Pinedo donde vivíamos, hasta la Sala Canal, pasando por delante de la discoteca Dreams Village, se llegaba por la llamada carretera vieja de El Saler, un lugar plagado de arrozales y, en ciertos tramos, muy oscuro. No sé cómo tuve el atrevimiento de irme andando más de media hora de recorrido, muchas noches, cuando me cansaba de esperar a Vicens con su coche y sus tragedias en bucle. Cansada de las intimidades de nuestro grupo y buscando mi propio espacio, a veces, me iba a recoger el hijo del propietario de Dreams, bebíamos algo en la discoteca y me dejaba en casa. También conocí a Juanjo, un chico que ya había visto en la playa estando sola y que tuvo la amabilidad de ahuyentar a unos perros enzarzados en una pelea, cuando ya literalmente estaba rodeada y aterrorizada con sus dentelladas sin atreverme a mover de mi toalla. Entablamos conversación desde aquel día. Posteriormente, después de invitarlo, iba a recogerme a Canal y algunos días fuimos a comer a El Saler. Difícil de creer, a los veintidós años, la primera vez que asistí al cine acompañada de un chico, a ver Poltergeist, en Valencia.

En Canal coincidimos con un artista muy querido por el público de la zona, Carlos Manuel. Al comenzar el espectáculo con “Cabaret París”, iba vestida con tres trajes, uno encima del otro, me desprendía de ellos al ritmo de la coreografía, hasta que al final quedaba un último biquini. Interpretaba el playback de “New York, New York”, que acostumbraba a ensayar en la ducha para martirio de los vecinos.

En aquellos días conocí el espectáculo de «1920 Company» liderada por Charlie (Charly) y también vi actuar por primera vez a Miguel Brass. Ciertamente en lo referente al music-hall, Valencia no tenía nada que envidiar a Barcelona. Eran artistas con un talento y una proyección excelente.

Por algunas razones de peso y por un trabajo mejor incluyendo la continuidad, abandoné el Ballet “Movie Music Show” después de aquella experiencia. En realidad el propietario de Canal no quería a Vicens y las tres chicas dijimos que nos íbamos si él no continuaba… cosa que el propietario aprovechó para acabar la temporada. Así no podíamos seguir. Me incorporé al Ballet de Jennifer Lee que representaba José Bolívar del Real. Estuvimos en la Sala Aida de Zaragoza en Navidad y con él llegamos a la empresa Colsada, al Apolo de Barcelona en enero de 1983.

Al marchar de la Barceloneta, a Vicens le había dejado en custodia a Pulgui, un perro callejero, bravo, que me libró situándose a mi lado de una jauría en la playa de Pinedo, cuando me cogieron en medio una vez más. Me lo encontré algunas veces pues vivía en Gran Vía Nº 318, cercano a mi apartamento de pasión romántica. En la Navidad de 1983, estaba en el teatro Monumental de Madrid con la obra “Un reino para Tania” y supe que algo no iba bien cuando Vicens me envió una carta, con Pulgui y él mismo dibujados, llorando con gotas hasta el suelo, en lo que se describía como su Navidad. Le escribí ofreciéndole ayuda, dando la cara por él, a pesar de todo lo sucedido anteriormente, buscándole trabajo en la empresa de Colsada. Se lo contó a Huguet, quien lo tomó como algo personal, por supuesto contra él, personalizando y atribuyéndose un protagonismo malicioso por un sencillo acto de compañerismo. Yo no iba por la vida desvistiendo santos, ni descabezando negocios ajenos, ya estaba servida con mis asuntos. Vicens estaba mal, comprendí que al delatarme por querer ayudarlo, ya no era asunto mío.

Vicens era, a pesar del caótico sistema en el que basaba sus relaciones y de su coraza de gay histriónico y alocado, una buena persona. Le conocí una exnovia en Sentmenat, estando en su casa, mirando fotos. Encaminó a decenas de bailarines nuevos que le dieron la espalda en sus historiales profesionales. Vicente Suso Lacalle, después del fallecimiento de Pepe Huguet, siguió sólo o asociado a otros colegas, yendo de mal en peor hasta abandonar. Cuando rehízo su vida, logró colocarse como cocinero. Posteriormente, como conserje en el hotel Climent, en Barcelona. En 2011, alguien me hizo saber que había fallecido trágicamente en 2004. Las circunstancias de su asesinato accidental, a manos de un sicario que estaba acabando con su víctima en el garaje del citado hotel, pueden leerse con más detalle en las hemerotecas de los principales periódicos de Barcelona. Durante años, ha sido un caso sin cerrar.

Descanse en paz.

Un daño intencionado, en pleno escenario

Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.

Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».

La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.

Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.

Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna,  que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.

El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.

Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.

Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra: 

“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar

adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”

Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:

“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad

al encontrar a los amigos de verdad

la vida es bella si nos amamos

y disfrutamos nuestra amistad”

Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.

Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.

Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.

Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo?  Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.

Salto sin red

En 1993, con mis mejores coreografías y sacando todo el partido a las posibilidades del restaurante y espectáculo Galas de Salou, un empresario del Gran Palace de Lloret, tuvo la peregrina idea de pedirnos a Ángel Amar y a mí que colocáramos a una señorita rusa en nuestro ballet. En principio, adaptarla si sabía bailar no era un problema, pero como era mucho más alta, no encajaba en el conjunto, entonces —qué espabilado— sugirió que dejara mi puesto para cedérselo a ella. Este empresario pensaba que el ballet era de Ángel Amar, se conocían, y supuso erróneamente que yo no pintaba nada. Amar le respondió que debía consultarlo conmigo. No entraba en mis planes regalarle mi ballet a una extraña ni por el dinero que el empresario se ofreció a pagar por el favor, ni por si acaso, ni por diplomacia, ni por bla bla bla de especulación sobre las promesas, acompañadas de cánticos gregorianos y futurología gloriosa. No acepté.

Aquel mismo año, recibí un telefonazo: “Te llamo para avisarte. Nos hemos enterado de que cuentas con Lorena. Esta chica nos ha llevado a Magistratura de Trabajo… allí donde vaya estaremos detrás, puede que no te convenga que se quede contigo”. El Apolo y las intrigas que ya conociera en los años 80. Seguí contando con ella durante el verano de 1994.

Después de crear espectáculos durante tres años en Galas, aquella maravilla de local sería arrendado en 1994 por el desinterés de algunos socios no muy avenidos, con un cambio radical en el rumbo al Gran Palace. Esto sucedió en puertas de la temporada y tanto la señora Mª Carmen Fraga directora y productora de su ballet clásico español y flamenco, como yo con el Elite’s Show nos quedamos en la calle. No teníamos contrato, es cierto, incluso tuve una reunión con una abogada amiga Mª Asunción González y los señores Casals —hoteleros de Calella y socios de BlauTurist— en el restaurante Casa Soler, para intentar que Galas contara con nosotras. Todo el esfuerzo fue inútil, los Casals querían garantías y quien se las daba era el Palace que ya tenía el show montado y decorados nuevos además de la forma de pagar el arrendamiento sin esperar a llenar la taquilla.

Debo decir que el día del estreno me presenté en Galas y un tío no me dejó pasar ni pagando, ni por cortesía —ya ves tú— fue lo más barrio bajero que he vivido en estos locales de glamour y no le quito la importancia que me dieron ellos. Aquí viene una de mis típicas reacciones, llamadlo intuición, supervivencia u osadía. Aquel año, en los hoteles solamente actuaban un par de grupos musicales, Babakar, el mago Norman y dos shows flamencos, aunque había un grupo brasileño que ofrecía su show en la discoteca Saint Germain.

Cogí un dossier con las mejores fotos de mis shows y me fui, hotel por hotel a contratar un ballet de cinco personas. Era junio y encontraba muchas dificultades a la hora de poder concertar una cita con los directores de hoteles, no estaban nunca. Tomé muchos cafés diciendo que esperaría. Con tal presentación: «soy la coreógrafa y vedette del Galas», todos me recibieron. Me conocían y les picó la curiosidad. Conseguí así, pateando Salou a pie, un actuación en el Venecia Park y 3 hoteles más. Llamé a Ángel y a los bailarines y les dije que se vinieran para Salou. No tenía nada más que esa semana a prueba y les alquilé un apartamento para todo el verano (con un dinero que no tenía por adelantado) sin decir nada a nadie. Un salto sin red, que considero épico. Funcionó y como tenía muchos hoteles por visitar utilicé mi única estrategia: «tal hotel nos ha contratado». El resto lo hicieron ellos mismos ya que mi mejor argumento de venta fueron las cuentas, auténticas confesiones de los jefes de barra ya que doblamos la caja del bar en comparación a otros shows. Mi espectáculo de music hall, con trajes caros, aunque se realizara en terrazas y jardines con cuatro focos miserables y entarimados no muy seguros. Era lo que había y hasta cierto punto. Hay que saber decir que no. En uno de aquellos hoteles, el Negresco, encontré ese entarimado ocupado y le pedí tanto a los músicos como al director que nos hicieran sitio por seguridad y por categoría. Nos hicieron bailar en tacones sobre el empedrado, mientras el escenario estaba ocupado de instrumentos pero vacío de artistas. El director me respondió que de su categoría ya se ocupaba él y que si no me gustaba no volviera. Efectivamente, no volví, me sobraban fechas y lo otro también. Ahí me di cuenta de que estábamos destinados a educar no solamente al público también a los empresarios que no respetan a los artistas.

Los turistas, nos esperaban para felicitarnos y nos preguntaban a qué hotel íbamos al día siguiente. Tuvimos decenas de clientes que nos iban siguiendo de hotel en hotel y esto no pasó desapercibido a los directores. Todos los hoteles, más de 30, nos querían semanalmente y además teníamos dos repertorios que ofrecer.

Los brasileños de Sant Germain también se apuntaron al «hotel tour». Yo hacia un show sin tiempos muertos (a la americana) y con diez cambios de vestuario. Ellos paraban entre canción y canción dejando el escenario, sin modificar la ropa más de tres veces. Durante la consabida participación del público, el jefe escogía a una víctima, normalmente una señora mayor a quien sacaba a bailar la lambada subiéndole la falda sin que se diera cuenta hasta que se le veía todo el culo en bragas. A más risotadas, más me repugnaba y me negué a actuar con ellos otro día, después de que el director de Venecia Park, José Mª Pérez nos contratara juntos en aquella verbena de San Juan, iniciando la auténtica aventura del que fue conocido como “Carol & Company Cabaret”.

Acabando el verano pero todavía con muchas fechas que tanto había peleado, los dos chicos se fueron de un día para otro a los ensayos de “Drácula, el musical”, me dejaron tirada sin suplentes y sin tiempo de solucionarlo. Tuve que cancelar.

Decidí que me quedaba a vivir en Salou, y no por el interés económico. Creía que estaba enamorada de una persona. Tanto es así que cometí un acto de compromiso que ni entraba en mis proyectos de vida ni en mi imaginación y que de otra manera no hubiera considerado: atarme a un lugar. Álvaro Ferré, me habló de un local de su tío y tras mucho pensarlo alquilé una escuela de danza, cerrada por su reciente fracaso, para poder continuar viviendo en Salou con aquella persona que quería y por la que estaba dispuesta a cambiar en algunos aspectos más bohemios de mi naturaleza y abrir otros horizontes sin estar pendiente del círculo demasiado cerrado de Barcelona.

Con la escuela de danza recién inaugurada y mi padre debatiéndose en el Hospital de Sant Pau por un aneurisma, aquella Navidad me invitaron a ver «Drácula, el musical». No fui.

Lo hice, fui la primera con mis chicos y chicas en hacer Cabaret en Salou, con sus ventajas e inconvenientes, algunas putadas ¿cómo no? y pronto vendrían emisarios y falsos interesados por trabajar conmigo, a conocer el mercado que había abierto pero mantuve mi sitio todo el tiempo que quise hasta que ya no valió la pena, con dos ballets de 5 personas.

La empresa del Palace agonizó en dos temporadas. En 1996, una nueva empresa me ofreció volver a Galas. Maldita la hora que dije que sí.

Pero esa es otra historia para otro día.

Aquella Nochevieja en Zaragoza

Ayer, una Nochevieja más, se cumplieron 41 años desde que pasara la primera fuera de casa, lejos de mi familia y de mis conocidos. Sucedió en Zaragoza, trabajando en la Sala de Fiestas Aida, con el Ballet de Jennifer Lee. Tuve la suerte de haber conocido a un buen chico. Una bonita historia con un final amargo. Un amor de juventud que prometía más de lo que pudo ser. Uno de aquellos casi de noviazgo, que nunca he tenido, pero sí de cine; de compras; de meriendas; de cierta intriga sentimental… de lo que me quedaba de inocencia. Una historia del buen chico que trabajaba con un abogado y quería ser graduado social y la bailarina que viajaba cada mes a un lugar, intentando hacerse un hueco en la profesión.

Me acordé y con razones, por ello ahora relato un fragmento del libro. No es añoranza. Con la perspectiva del tiempo se podrían decir más cosas. Una se acuerda del primer beso, del primer baile… de la primera carta.

A Jorge le correspondió, ponerme frente a la primera elección seria entre el amor y la profesión. Lo anterior me lo miro con afecto, con gratitud por los inolvidables caprichos del destino, pero lo de Jorge fue devastador y me duró mucho tiempo. Así tenía que ser y ha sido. De todos los fines de año vividos, peculiares, esplendorosos e inesperados este fue el más especial y si no fue mejor, era solamente por mí causa. Me ha costado mucho confiar mis sentimientos y, sin embargo, escribir al aire sin saber quien me lee y si interesa me produce casi lo mismo que actuar. Los artistas, somos exhibicionistas, este es ahora mi escenario.

El tiempo no pone nada en su lugar, lo ponemos nosotros y debemos responsabilizarnos de ello.

Una vez fui joven, ilusionada… bien tratada. Querida. Ahora también, pero en mi caso, a los 21 años idealizas y construyes los cimientos para el amor que vendrá después, sin buscarlo… y entonces todo eso, cuando no quedan dudas, responde por ese lugar que ha ocupado cada momento y cada persona en tu vida. No se llama Jorge, le cambié el nombre para no perturbar su presente, pues es una persona muy conocida en el ambiente empresarial y jurídico-laboral de Zaragoza.

Fragmento de Ciudad Solitaria, capítulo 4º.

Entonces, llegó la tarde del último día del año. Se acercaba el final de mi contrato, estábamos en el apartamento.

—Quédate conmigo, no te vayas —dijo, pausada y tiernamente—. No vuelvas a Barcelona.

 Cuando alguien formula ese deseo, en ese tono, espera que le respondan que sí. 

—No puedo quedarme. Si salgo ahora de lo que conozco, no encontraré trabajo si quiero regresar, necesito seguir bailando —respondí.

Pude herirle profundamente en su amor propio. Él no respondió. Tuve que sonar insensible, desacertada y torpe. Y no lo era. Por más que quisiera decir que sí, la respuesta era fría y demasiado rápida. Me estaba demostrando que le importaba. Y él a mí. Me costaba darle argumentos. No soportaba la idea de encerrarme, otra vez, en una academia a dar clases en una ciudad donde extinguirme como artista, establecerme en nombre de la seguridad, bajo el techo del amor, apenas habiéndome probado, creyendo que era capaz de conseguir lo que me proponía. ¿Qué sabía yo de él? Excepto que era bueno para mí. De sus sueños. Querría formar una familia y prosperar con un buen trabajo. Podía haber apostado por darnos una oportunidad, disfrutar juntos aquel regalo en el cruce de tan dispares destinos. Lo más terrible era el presentimiento de que, con tantas inquietudes, si no desarrollaba mi vocación y mi objetivo, iba a amargarle la vida, estropeándolo todo. Eso no. Tardé mucho tiempo en darme cuenta del alcance de mi aparente dureza y del desengaño que provoqué.

Aquella Nochevieja, Jorge se fue de cena con sus amistades. Eso dijo. A lo mejor estuvo solo y me lo ocultó. Después del show, las cinco chicas nos dirigimos a Scratch. Allí habíamos quedado en vernos. No estaba tan entusiasmada como mis compañeras ni la gente que abarrotaba el local. Impaciente, miraba a un lado y al otro. Ansiosa, creyendo que él se acercaba. Janet trajo una bandeja con canapés y unas copas que nos enviaba el DJ.

—¿Qué te pasa? –preguntó curiosa—. «Come on girl! Let’s dance!»

Yo seguía con la vista perdida, por detrás del gentío, al borde de la pista de baile que tenía a un palmo, esperando. Me sobresaltó cuando me lo encontré de cara, tal como surgió de entre una masa de piernas, brazos y cabezas, con su silueta recortada por el contraluz de la fiesta. Quise acercarme y darle un beso, pero no lo alcancé.

Él hizo que bailaba y sonrió con su boca preciosa pero no con sus ojos.

—Estoy con mis amigos —seguía sonriendo, alzando la mano en alguna dirección a mi espalda—. ¡Nos vemos luego! ¡Pásatelo bien!

Desapareció. No tuve tiempo ni fuerza en la voz para que pudiera escucharme cómo le decía exactamente lo mismo que él a mi aquella tarde: «No te vayas, quédate conmigo».

Al volver al coche con las chicas, lo encontramos abierto. Nos habían robado. No presté atención, por suerte no había dejado dinero ni las llaves de su apartamento. No había bebido, estaba confusa, débil. Aquella noche, me faltaba lluvia. Me habría serenado. En los pocos funerales a los que he asistido, como un desafío a la falta de vida, ha brillado un sol atroz, indeseado, aplastante, así lo he sentido. En la puerta de artistas que tantas veces he cruzado, al acabar la función, enterrando los temores y las tristezas en el camerino, sin embargo, llovía. En las grandes decisiones, en acontecimientos alegres, lluvia. Me tranquilizaba. Alguna tarde, me había alcanzado sin paraguas, empapándome el cabello y la cazadora, yendo a la sala, esquivando el lento y estudiado deambular de hombres solos, en busca de mujeres más solas, en las cercanías de la Parroquia de Santiago el Mayor, mujeres que lejos de apostarse en las porterías, luciendo sus reclamos, tal como había visto en la calle Conde del Asalto y en la calle San Pablo de Barcelona, se deslizaban por la acera silenciosamente en una rutina de signos mudos, perfectamente orquestados, acompasados con la parsimonia de los clientes.

Llegué a casa antes que él. Con desasosiego. Abrumada por tantos sentimientos contradictorios, como pocas veces en la vida. Tras cerrar la puerta, fui al baño a quitarme el maquillaje. En aquel momento, encontré a faltar el Moussel de Legrain, la placidez de lo conocido, el aroma, la espuma, lo seguro de la distante vida familiar. De vuelta al salón, al dormitorio, otra vez nerviosa, como si estar delante de la puerta, acelerase su llegada. Nada. Volví sobre mis pasos y abrí la maleta guardada, revolviendo la parte del bolsillo interior, pequeñas cajas metálicas pintadas, vintage, que había comprado en mi deambular por Almacenes Gay, algunos cuadernos de notas pequeñitos y bolígrafos nuevos, carpetillas con sobres y bloc de papel de carta, aromatizados de flores, con hojas ya arrancadas y enviadas no sé a quién, y los dos sencillos cuadernos de espiral de donde estoy recuperando algunos datos. El silencio aplastante, sólo era interrumpido por el ruido de coches y gente riendo, lejanamente. El planeta entero estaba de celebración.

Debió ser una de esas casualidades, lo poético, la belleza, abriéndose paso en lo corriente, abrí la tapa del walkman, inserté el casete que tenía en la mano, presioné aquella tecla mecánica, emitiendo un pequeño chasquido. No, déjalo; sí, ponlo. Colgaban los auriculares enredados, me los acerqué. La cinta lloriqueó un poco, mientras se tensaba o se rompía definitivamente.

No, no se estropeó, sigue en mi casa para corroborarme que es verdad que sucedió. He tirado muchas cintas en la última mudanza.

No la miro, no la toco, pero está y la de Saturday night fever, también. Aquella que salió de un cajón, saltó a su cama y esperó su turno, para tocar por última vez, un par de compases terminando, mientras el giro de la cinta se corregía y entonces, claramente, cantando, Mina Mazzini:

“Todas las calles llenas de gente están

y por el aire suena una música

chicos y chicas van cantando llenos de felicidad

más la ciudad sin ti, está solitaria…”

Me invadió la melancolía. Dejé el walkman, aquello superaba mi juego de adivinanzas preferido, el de las páginas que escogía al azar de libros que curioseaba en estanterías de cualquier sitio, cuando buscaba respuestas y mensajes secretos. «Vamos, venga ¿qué tenéis que decirme?» Los guiños de las canciones que sonaban a veces en la calle, otras, en el metro, un ascensor o una cafetería, haciendo que les prestase atención.

Qué fácil sería presionar la tecla de retroceso hasta volver a aquel punto que quisiera repetir e interpretar mejor. Las dudas, las incomprensiones, las decisiones… acertar, equivocarse, madurar. Me fui apagando, sumida en el agotamiento de no hacer nada, con la luz encendida, esperándole. Me dormí mal. Él regresó a casa, ya amaneciendo, como si nada, sonriendo y ausente.

—Pensaba que íbamos a encontrarnos en Scratch —dije, apartando la mirada.

—Y así ha sido —respondió él.

—Me refería a seguir la noche juntos —musité débil y casi reclamando—. Te has ido. Me he quedado sola.

Me di cuenta, al escuchar mi voz, la ingenua, romántica y llorona en las películas, sólo había sido feliz. Era eso. Sin dudas, sin discusiones, sin necesidad de poseer, porque hasta aquella tarde, ya lo tenía, confiada ante aquel amor entregado, sin medir las consecuencias. Sabiéndolo, no nos resguardamos ninguno de los dos.

—Estoy aquí, contigo, ahora, como cada día. Piensa si…  —dijo, a la vez que adoptaba un tono frío, y acusaba su distancia—, cuando te vayas, seguirás sola, así nos conocimos.

Verdad. Estar sola no era problema. Ir de acá para allá. Creí que la bohemia me pedía más aventura, más riesgo, más carretera… El baile y la gente, de paso, estaban siempre. No era soledad total. Tampoco se trataba de eso. Lo que sentía no coincidía con la explicación ofrecida bruscamente. El mágico calidoscopio amoroso, producto de aquel cóctel de tornasoladas y vibrantes hormonas de la felicidad, se estaba haciendo trizas, y era lacerante. Busqué mentalmente mi salida de emergencia. No la encontré. Me quedé callada, contra la pared de mi limitación. Sintiéndome culpable por herir los sentimientos de un hombre por primera vez. Vacía. No recuerdo haber pasado juntos el día de Año Nuevo. Ni más intimidad. Ni risas. Ni malas caras. Me desperté la penúltima madrugada, mirándole mientras dormía a mi lado derecho. Tranquilo. Vulnerable, como yo lo había sido, en las habitaciones compartidas a la fuerza. Cuando aquella mañana abrí los ojos, el precio de la elección y de haber abierto la boca, precipitadamente, se hizo presente. Nadie.

El espejo no engaña. No me respondía con exigencias y dudas como en la academia. No me devolvía la figura de una mujer de estreno, a la conquista de todo lo que se propusiera, como en el teatro Principal de Alicante. Mientras me maquillaba, la última noche en el camerino, me rendí al hecho de que no estaba preparada para comprometerme en una relación que no me permitiese seguir con la libertad que había conseguido y, a la vez, garantizarle aquella felicidad que me brindaba. Fui consciente de mis relaciones, breves, con fecha de caducidad. Me permití extravagancias. Alguna vez, desdramatizando, le dije a uno de esos romances predestinados a no prosperar: «date la vuelta, bájate los pantalones, que quiero saber cuándo te acabas». Y en otras ocasiones, me ponía muy seria, copiando aquellas frases de peliculón heroico: «Sálvate tú, Flanagan, sigue sin mí, no te convengo». Los desconcertaba. Entonces, ese «quédate», solemne, al final, desmesurado. Diez años después, un hombre ducho en la infidelidad y pragmático con las despedidas asépticas, me diría que no mirase atrás después de decir adiós. En aquel instante, fuese superstición o consejo de amante avezado, no podía saber de esa facilidad en librarse del drama. Además, quería a Jorge, pero no sabía cómo decirlo. Miré atrás, en cada ocasión, hasta donde recuerdo. Y seguía allí, siempre. ¿Qué había para mí, más inquietante y a la vez maravilloso que girarme y encontrarme con la mirada serena de Jorge, todavía presente, como un faro incólume, azotado por la brava tempestad en un mar de noche cerrada, ofreciéndome una seguridad sentimental nueva?

Debimos decirnos alguna cosa: cuídate, que te vaya bien, ya me escribirás, ya nos llamaremos. Yo que me acuerdo de todo, no encuentro una despedida en sus brazos, ni un beso de amigos, ni siquiera un «piénsalo». Nada fuera de sitio. ¿Cómo fue el último adiós? Seguramente, no lloré y no dije alguna cosa necesaria. No era por él, tópico, era por mí. Como tantos, era una analfabeta emocional capaz de llorar mirando películas de amores ajenos. Y aquello no era una película.

Ya en Barcelona, obtuve una declaración de una de las chicas:

 —La otra noche me encontré con alguien que llevaba puestas tu blusa de encaje con botones perlados y la falda negra de terciopelo —afirmó con un gesto de contrariedad.

La ropa, un regalo de mi estimada tía Antonia, que me robaron en la pensión de Zaragoza, con la puerta cerrada bajo llave. Sospeché de aquella cantante desde el principio. No volví a ver su cara hasta 2019 en la portada de un disco de 1984, un cuarteto femenino cantando en inglés. Bendigo su existencia. El incidente de las prendas sustraídas dio velocidad, gasolina y oportunidad a un amor único, como son todos los amores de nuestra vida. Escribí a Jorge un par de veces, no quería perder el contacto. Supongo que tampoco ayudé a mejorarlo, puede que hasta lo empeorase. Al no saber cómo asumir lo que había sucedido, escondí, como antaño hiciese, la pena. Tenía la obligación de avanzar. 

Al escribir este capítulo, no he podido evitar abrir la caja de cartón con lo poco que he conservado durante estas cuatro décadas, en busca de aquellos objetos que guardé cuando sólo me tenía a mí misma y cualquier detalle afectivo era tan valioso. Tesoros, por su significado. El muñequito articulado de la vieja tienda artesana, “musical baby doll”, made in Japan, de Shackman N.Y. 10003 que me regaló Jorge, funciona perfectamente. Uno de los pocos recuerdos que han sobrevivido a tantos cambios de casa y al avance aligerando el equipaje.

También me queda de ese encuentro que me reconcilió y a la vez me vapuleó con el romanticismo, algo que arrinconé por mucho que me gustase, para no volver a usar jamás, Eau de Toilette Fraîche Chèvrefeuille,de Yves Rocher. No era una invitación misteriosa, como el perfume de las mujeres sofisticadas del cabaret desde Ciro’s, pasando por Tiffany’s de Bilbao hasta Aída, era, sencillamente, el aroma de la historia vivida con Jorge.

Fue el único y último hombre de mi edad que amé, literalmente, de forma consumada. El amor de juventud comenzó y acabó con él, en menos de un mes. Como tanto de lo expuesto en este libro, al recordar pequeños detalles, no sé si acierto, al creer que, para la mayoría, fui una más.

Para mí fueron primeras veces, personas únicas, todo estreno. En este año, paralelamente al libro, he escrito cartas a personas con la gratitud del balance en el tiempo. Tuve que vivir rápido y dejar algunos temas sin cerrar.

Con natural reparo, pero atrevida, pude localizar a Jorge. Un par de e-mails y una carta de papel me han permitido agradecer como correspondía y disculparme, por si algo hice mal. Dicen quienes me conocen que soy un “tsunami”, sin dosis, sin cálculo. Estas son mis aguas, no hay devastación. No concibo la amenaza desde mi lado. No soporto la traición. Si alguien me recuerda por un malestar o un error pasados por alto, atrapada en la propia tormenta existencial y la anarquía creativa, no era intencionado. También me refiero al trabajo, y en él incluyo a todas las personas, jefes, alumnas, bailarines y compañeros en cuyas vidas he intervenido, con la voluntad de que fuera para bien, con alegría, apoyo y pasión. Maravillada de la belleza, del amor y de todo lo extraordinario que acontece, me concedo algunas licencias íntimas. He pensado mucho en contarlo o no. Mejor plasmado en estas palabras que muerto en la oscuridad del olvido. Está escrito desde la consideración.

Jorge me contestó educada y fríamente, que había pasado esa página conmigo. Es el empresario situado y felizmente casado, padre orgulloso de buenos y preparados hijos, con la familia y el porvenir que soñó y se labró. Sé que está bien. Y me alegro muchísimo. Contesté que, también, estoy felizmente casada y he cumplido más sueños de los que tuve. Conmovida por todo lo que he aprendido, le solicité permiso para escribirle por última vez y contarle algo que creía necesario. Obtuve una negativa tajante. Debo respetarlo. Sin embargo, con esa exigencia de silencio entre los dos, esta memoria es sólo mía. No necesito su autorización para expresarme. Quise aclarar y dar sentido a lo que el tiempo me ha revelado: porqué no me quedé. No tenía nada que ver con el trabajo, ni con el sexo que no era lo más importante. Ni con la realización individual. Lo más duro ha sido convivir y luchar a la vez, con lo que no supe determinar durante tantos años, las circunstancias emocionales a las que he tenido que enfrentarme y que han afectado a mis amigos, familia y a mí misma.

Mucho en este capítulo está relacionado entre dimensiones improbables de coexistir con el hombre que llegó a mi vida para quedarse, dieciocho años después de conocer a Jorge. Hay entre ellos dos un enlace: la generosidad, la risa que todo lo ilumina, la nobleza y la entrega absoluta. Aunque nada tengan en común, sólo el saber acoger y decir a tiempo “quédate”. 

Se formula, a menudo, que las personas y situaciones llegan cuando uno está preparado. No siempre. No es cierto. Por amor y deferencia al hombre que llegó a “mi tiempo”, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, puedo escribir hoy. Lo entendí así siempre, y él, mi marido, lo ha hecho patente: amar en el presente no es negar el pasado ni a las personas que nos importaron. No es borrar de un plumazo el valor de cada capa de amor que nos ha hecho mejores, trayéndonos hasta aquí. Uno me ha llevado al otro, de ida y vuelta. Sin el uno, no entendería, igual, el amor del otro.

El amor no se pierde al avanzar. El amor es lo que nos llevamos al pasar, lo que nos queda del viaje.

Zaragoza me es muy familiar, querida y cercana, y sé que no volveremos a coincidir voluntariamente. Nada pretendí por querer entregarle esta profunda inquietud y menos molestar. No tengo el don ni el capricho desfasado de revivir cenizas. Amo y soy amada. Entiendo la distancia definitiva, yo también la he impuesto a otras personas. El tiempo no cambia el bien que nos hicimos. Nos ha cambiado uno respecto al otro. Ojalá algún día Jorge, buena persona, con derecho al olvido, pueda desentrañar entre las líneas, las dedicadas en el libro y en privado, con la misma limpieza de corazón que ambos tuvimos, a los veintiún años, el verdadero motivo que este episodio no cuenta, la causa ajena a mi voluntad que nos separó. Hablo sin vanidad, nos merecíamos. Yo sí podía ser para él, pero él no era para mí. Su vida se lo ha demostrado. La mía, también. Descubrí y adoré a Francesca de Los puentes de Madison y a Lowenstein de El príncipe de las mareas,  gracias al talento y la sensibilidad de dos escritores y de dos directores de cine. Lejos de proyectar el ego a su costa, y como las comparaciones son odiosas, esta vivencia no llega a tanto, sin embargo, ambas historias me hicieron recordar y comprender lo que a veces he tenido que aceptar y, por amor, dejar ir. “Las personas vienen a nosotros por una razón o por una ocasión”. Jorge apareció con el tibio sol de las tres de la tarde de una primera semana de diciembre, en la cafetería de la calle Madre Ráfols, esquina con Ramón y Cajal. O ¿fui yo, quien debía estar allí para él? Necesitaba pasar esa página cuando he podido y despedirme bien del hombre cuya sola presencia, por mucho que disfrutara de mi libertad, me rescató durante tres semanas de la angustia, en una de las peores y confusas etapas de mi complicada, plena y apasionante vida.

Acabo este capítulo, haciendo caso del consejo recibido de aquel hombre que tanto sabía de despedidas y abandonos, con los ojos enrojecidos y sin volverlos atrás. Ya no está. Abriendo ese cajón, cerrado y polvoriento, atemporal, desvelo un secreto cuyo único destinatario es él:

«Jorge, aunque no lo merecías, y así no lo hubiera querido, desilusionarte y desaparecer fue el mayor acto de amor hacia ti».

Broken bicycles

Una vez, en el colegio, hicimos una película. Cada cual debía crear la suya. Mi cine era una caja de cartón sin tapa y de un lado al otro, pasaba un rollo de papel de embalar dibujado con ceras Dacs, mientras contaba la historia. Le hubiera venido bien un ragtime de Scott Joplin… aunque entonces lo mío eran los clásicos de la carta de ajuste de TVE, pues no tenía tocadiscos, ni comediscos, qué invento aquel que disfrutaba mi vecina de la tercera puerta, ni cassette aunque me quedaba la tonadilla pop de un transistor pequeño que resultaba imprevisible y a menudo comenzada. Imposible, usarla en la demostración de la clase. El trabajo pasó con una buena nota, pero no me compensó del cansancio de pintar la historieta, narrar y captar el interés de la audiencia. Nunca quise ser el centro de atención y no sé cómo llegué a sentirme tan segura en el escenario.

Una tarde, siendo adulta, antes de un evento importante me dio un bajón y estaba ansiosa. Una compañera de baile, en realidad una de mis bailarinas, me dijo: «Te montas películas». No era una opinión, era una acusación. Estaba viviendo una situación que no podía confiar a nadie. Mi relación sentimental por la que tanto había luchado hacía aguas, un jefe convertía cada paso de coreografía y cada encuentro en un campo de minas y me estaba enamorando de otra persona con quién jamás podría compartir más que escapadas furtivas. Entonces si tenía tocadiscos y cassette doble para tocar la banda sonora ‘Broken bicycles’ de Tom Waits de la película «Corazonada».

El éxito era amable conmigo y.… qué cosas, tampoco me compensaba de todo lo que había puesto, casi diez años de mi vida como un caballo con pabellones en los ojos: sin mirar a nadie, sin vacaciones ni caprichos. Nunca me quejé, lo entendía como parte del argumento, fui forjada en la frugalidad. No me faltó alimento, ni educación ni vestimenta de buena familia obrera. Desde niña desafié cada frase de: “no se puede”, con una furia inusitada que desconcertaba a las personas cercanas.

El amor se acabó.

El acosador desapareció unos meses después con el fin del trabajo.

La vida me hizo protagonista de otra historia que dirigir, como siempre, me gustase el papel o no.

En cuanto a la compañera que me decía que me montaba películas, supe que me había traicionado habiendo sido cómplice de una reciente escapada a un local de ambiente de Gracia… para encontrarme con Isabel. Lo supe porque, unos días después, en su coche sonó “Broken bicycles” —las casualidades no existen—, un obsequio evidente que le hizo aquel hombre que quiso servirse del amor para engatusarme, desvelando mi secreto y dándome a entender que sabía, pobre, lo que solamente su mente calenturienta imaginaba. No, no me iban los “bollitos”, tal y como me insinuó, aunque una mujer de verdad siempre me parecerá más sexy que un patán andropáusico que necesita demostrarse la hombría a costa de la impunidad. Humillar a una mujer que dices querer para tirártela en una furgoneta Westfalia, camino de un bolo en Valencia y delante de dos tíos, no es precisamente una muestra de respeto. Hace poco, este señor —ante mi cautelosa aproximación en respuesta a que quería mi libro—, me dijo por messenger que cada cual lo interpretaba a su manera. Ciertamente, mi memoria es el testigo más fiable de mi juicio y sigo siendo capaz de discernir entre la fantasía y la realidad en cada momento de mi existencia. Nadie va a terapia por una interpretación subjetiva, se va con datos, detalles y hechos que causan un profundo seísmo emocional. Es más fácil, edulcorar que aceptar una realidad agria y a mi, lo empalagoso me irrita y causa una desconfianza natural que me ha librado de más de una y bien gorda.

En aquella época, me escapaba de asistir a la agonía de una relación que yo y solamente yo terminé con un dolor prolongado en el tiempo, demasiado, sintiéndome amenazada por represalias laborales y agobiada por responsabilidades sentimentales.

Nunca más escuché esta canción hasta hoy. No significa nada para mí, no me conmueve, no me inspira pero me recuerda a Isabel, salvación en días caóticos y de tremenda soledad, un espejismo en una playa desierta de Badalona. Isabel olía a Cacharel, exactamente igual que aquel hombre que creyó que era digno de mi amor, jugando los comodines del silencio y de la lástima. No más trucos. No más farsantes detrás de la cortina en el reino de Oz. Esta es la banda sonora de una película, la suya, donde nunca quise figurar. A veces es mejor que te ignoren y que no atraigas. Cosas de la suerte o de la coincidencia pero nada que aprender. Se escucha de fondo el sonido de Amtrak… esos trenes perdidos de la América profunda que me encantan, tanto como los grillos, eternos, del verano que no ha de volver.

La vida sigue siendo fascinante, mis aventuras son propiedad privada, anécdotas que libero al aire como pájaros enjaulados, y los dramas peliculeros, Merçè, son para Marguerite Gautier.

Llegáis cincuenta años tarde

Lo del toples escénico viene de mucho antes de 1960 cuando Miss Margaret Kelly lo puso de moda en París con su propia marca de bailarinas las ‘Bluebells Girls. Mujeres demasiado altas para el ballet clásico y con una talla de sujetador no superior a la 90. Las coristas delgadas con las piernas más largas, llenaron los mejores casinos y espectáculos con cena de lujo del mundo, como el desaparecido Scala Barcelona. En algún momento de nuestra transición democrática el desnudo integral del cabaret en estricto horario de noche saltó a la función de tarde y noche en el teatro. Esto, más los magazines con señoritas de póster desplegable y el cine de las salas X, iría acabando con las escapadas a Perpiñán para disfrutar del esperado fin de la censura franquista. Sucede con el Pole Dance, que lo mismo se ofrece en un antro de mala muerte o se considera una disciplina artística de competición deportiva. Las poledancers, con estiletos vertiginosos, de los países del Este practican con un alto nivel tanto gimnástico como erótico y sin desnudarse. Hay para todos los gustos.

A las bailarinas y vedettes de los años 70, 80 y 90 que hicimos toples con una prudente distancia y sobria elegancia, como en el Galas de Salou, donde fui coreógrafa y productora, nos sorprende que aquellas mujeres represoras que nos denostaron sin piedad, ahora se muestren tan modernas y orgullosas con las reivindicativas tetas al aire de Amaral y demás cantantes que se han subido al carro, muy conveniente, de la liberación. Pasada la euforia catártica que no entraba en el programa, Amaral refiere en varios medios de comunicación que ha recibido mensajes de odio. Ha aplicado mal su expresión de libertad y la responsabilidad es suya.

Estamos acostumbrados a ver los avisos en las películas con lemas del tipo: vocabulario malsonante; desnudo; sexo; angustia; violencia, drogas y ‘puede herir la sensibilidad del espectador’. Cuando vamos a ver un espectáculo en directo, de tono sensual ya podemos imaginar lo que encontraremos. Recuerden aquello del desnudo por exigencias del guion.

En ausencia de dirección artística, existe la posibilidad de dar un mal paso hacia la ordinariez. Estas cantantes que echaron mano del desnudo parcial como un grito de valentía y apoyo a otras compañeras, lo hicieron tan ignorantes, del posible efecto adverso, como desprotegidas. Se entiende que unos padres con sus hijos, una pareja o una señora conservadora que asisten a un concierto, tengan todo el derecho de molestarse ya que nadie ha avisado del desnudo. Estos actos se asemejan más a las rebeldías de las Femen. La diferencia en el arte del topless profesional consiste en que el pecho no se zarandee de ninguna manera, se realiza en un contexto, perfectamente iluminado y desvestido estudiado para realzar. Es, en definitiva, una fantasía que seduce con clase y ahí lo deja, en la nube onírica individual o como decía la coreógrafa de Scala, con quien también trabajé, Miss Christine Riba exbluebell: «Vendemos el sueño inalcanzable».

A no ser que se trate de una striper calentando al personal para sumar consumiciones y rematar la faena con un prosaico: «Te quiero, pasa por caja».

Lo otro, sorprender y desconcertar, es meter las tetas en la cara del público que asiste desprevenido a un rapto de femineidad salvaje y que acaba convirtiéndose, mal que le pese, en violencia visual e intrusión en sus valores. En el Music Hall barcelonés, atiborrado lugar de encuentro de la contracultura catalana y refugio de proletariado ávido de felicidad instantánea, el toples y el desnudo, no molestaron nunca pues se apreciaban con antelación. Se pagaba lo que valía. Puntualizo, para satisfacción de hombres y mujeres por igual.

Una cantante que se expone en topless porque le apetece, no representa a todas las mujeres ni ofrece razones para ser considerado un espectáculo profesional. El precio de reivindicar el ‘tener dos y no más’, no debe ser la respuesta de odio en redes. Les diría a estas cantantes que llegan más de cincuenta años tarde, caminando sobre los pasos de las artistas de Music Hall que sí abrieron el camino de la verdadera liberación, mucho antes que en la playa y en el cine, que si van a enseñar las tetas en un escenario y no quieren ser vapuleadas innecesariamente, pidan asesoramiento, avisen de sus intenciones y permitan a la audiencia que elija si paga por ver algo que no desea.

El escenario, como la cámara, no perdona y el público, tampoco.

Poppy Scott

Fragmento del capítulo 2º, Las noches de Barcelona.

En 1982, Barcelona contaba con grandes academias y profesores reconocidos, tan competitivos como elitistas. Bailar en el espectáculo, sin embargo, se consideraba cutre e incluso en algunas academias había veto o “derecho de admisión” por esa razón. Después de pedir referencias, ver, probar y sentir el efecto de algunos enseñantes, elegí el jazz dance con los afroamericanos Betty Brown y Poppy Scott, en el nuevo Cadaqués Center de la calle Madrazo esquina con Brusi. Un centro no rigurosamente académico, con ambiente dinámico, donde no se cuestionaban las capacidades ni aspiraciones ajenas. Ambos me animaron y apoyaron, fueron los únicos, como sucediera con Peter Smith en el teatro. Todavía tengo los calentadores a rayas que tejían las recepcionistas del centro mientras cobraban los recibos y atendían las llamadas telefónicas.

Poppy Scott, que había estudiado en La Guardia High School of Performing Arts de Nueva York (donde se inspira y filma Fame), disponía de una peculiar puesta en escena para el calentamiento inicial, hacía pied a la main y arabesque penché, luciendo sus piernas kilométricas. Gastaba aquel acento americano que no se molestaba en corregir y le hacía simpático. El gimmick, su sello personal que provocaba el embeleso de sus alumnos. Nos daba el inicio de la coreografía terminando la cuenta anterior, y «¡cincou, saeis, setee, oxhooooouh!», para atacar con “Don’t let go”, de Isaac Hayes oLet’s Groove”,de Earth Wind & Fire. La clase se llenaba de funky.  Betty acostumbraba a utilizar “The Payback”, de James Brown;“Winelight”, de Grover Washington Jr.; Ai no corrida”, de Quincy Jones y muchos temas deJohnny Guitar Watson”.

Con ellos interioricé cada nota con los pasos, de una manera muy distinta a lo conocido anteriormente. A Betty se la podía encontrar, al acabar las clases, disfrutando de una cerveza, sofisticada, en el bar Bon Vivant, al final de la calle, esquina con Aribau. En cuanto a Poppy, usaba aquel perfume Aramis que se iba impregnando por donde pasaba. Más de una vez en el metro, al notar un rastro intenso y peculiar me dije, Poppy ha pasado por aquí. Y cuando le preguntaba al llegar a clase, me decía riendo: «Yes! Sí, ¡sííí!».

Betty Brown fue mi ejemplo de sensualidad perfectamente medida. Sus ejercicios diagonales en clase eran un despliegue de poderío y elegancia femenina. Matices más lentos, estudiados, me hicieron comprender lo mucho que aún me guardaba de la sexualidad al exponerme en público.

Poppy, que era más enérgico, introducía un mayor uso de piernas altas y saltos, lo que obligaba a mayor esfuerzo. Te afianzaba en la dosificación de la fuerza con ligereza. Ellos sabían lo que era trabajar a diario y podían transmitirlo a futuras generaciones, las que todavía quisieron escuchar con admiración y gratitud. Asimilé cambios fundamentales,  en la proyección de la personalidad en escena, aun respetando el estilo de cada coreógrafo; “el saber vender”. A una bailarina sosa, aunque fuese buena en técnica —conocí algunas que miraban por encima del hombro y no ganaron un duro bailando—, no la quería nadie en un espectáculo.

Poppy me hizo esperar una noche al acabar la clase, en un aparte, para decirme que había una audición para Ricardo Ferrante. Ya conocía sus bailes por el programa televisivo, “Exterior día”. Yo tenía algún complejo de mi nariz y él le quitó importancia diciéndome que se solucionaba con maquillaje, buen físico y bailando con fuerza. Le hice caso. La selección era para inaugurar la discoteca Copacabana, en Sant Adrià del Besòs, con el espectáculo Cabaret. La protagonista era Tommie, muy buena haciendo de Minelli.

Al llegar al estudio de Conde Santa Clara número 8, en La Barceloneta, conocí al gran profesional Luis Bonicalzi, posteriormente, miembro fijo del equipo de Paloma San Basilio, y a Kim Manning, la simpática americana que se haría famosa en el concurso Un, dos, tres… responda otra vez de Televisión Española. Ambos tuvieron unas amables palabras cuando advirtieron mi inexperiencia. También estaban tres chicos y cinco chicas.

Poppy Scott en Cadaqués Center de Madrazo, Barcelona en 1982

Claudia S. tenía que llegar de U.K. y podía no hacerlo a tiempo, Ferrante me ofreció quedarme de suplente sin ninguna garantía. Acepté. Participé en los ensayos de Ferrante durante más de una semana. Fue la primera vez que vi ensayar con zapatillas deportivas y me encantó. Aunque luego se tenía que usar el calzado específico de cada número para acostumbrarse. Un día nos reunió delante de un vídeo de su anterior montaje de Cabaret en Rialto. Según decía era amigo de Bob Fosse.

Claudia Suiter llegó a tiempo del estreno y con Ferrante, no hubo química. Al acabar, le di las gracias por haberme permitido quedarme en el ensayo y por invitarme a comer un plato de lomo con huevo frito y patatas, como a las titulares, durante los ensayos. Lola y yo vimos su estreno en Copacabana. Estábamos encantadas, con Tommie, Kim, siempre risueña, y Luis Bonicalzi, carismático y muy atractivo, buen compañero, uno de los mejores bailarines en nuestro país. Eso fue todo.

Aquel casting que me proporcionó Poppy Scott, me abrió una puerta más grande, comencé a ensayar con el grupo de baile del estudio de Conde Santa Clara que dirigía Pepe Huguet, con la argentina Elsa Montserrat, y a partir de ahí nunca paré de trabajar, yendo de un lugar a otro, con el Ballet de Jennifer Lee y el Ballet Gin-Pak, los mejores de Barcelona. También en diferentes obras y compañías, giras, televisiones, teatros, filmación de películas y salas de fiesta, siempre acumulando experiencias maravillosas y una profesionalidad que respeto e igualmente reconozco y exijo, hasta crear mi propio ballet en 1989.

Soy la de azul y rosa,así vestíamos en clase de Poppy. De amarillo, Dolly «Lola Serra».

Poppy,

Has tenido muchos alumnos y fans que te adoran en diversas etapas y centros. Posteriores artistas como Dolly mi amiga, Gaby la coreógrafa. Yo misma te envié a Francisco Javier que era camarero en Studio 54 en 1983 y llegó a bailar años más tarde con Norma Duval.

Todos te queremos y admiramos por muchas razones. Todas esas canciones que ponías y tu personalidad, son parte de mis recuerdos más apreciados. Si las hago sonar, estoy ahí inmediatamente contigo, descubriendo esas noches de Barcelona, sin cansarme de bailar y aventurarme a realizar mis objetivos.

Deseamos que seas feliz, eres un gran ejemplo de profesor. La última vez que te vi, estabas con tus familiares en «La Poma», en Las Ramblas, puede que fuera en 1986. Me sentí contenta por encontrarte y volver a abrazarte.

Bendigo tu paso por mi vida. Gracias Poppy.

Te quiero.

El director, quería jugar a besar

Fragmento capítulo 3, “Una maleta abierta sobre la cama”.

Lo diré una sola vez en este libro y lo repito cuando tengo ocasión, el depredador cree que puede, sabe cómo colarse por ciertas fisuras, inseguridades, situaciones, indefensión y, entonces, crea un pacto secreto con quien no quiere participar o se ve obligado a hacerlo. La víctima no quiere ser señalada, cuestionada, acusada de mentira y calumnia, sin testigos, con todas las consecuencias. Sabe que no debe y se arriesga. Eso aprendí en una academia de ballet, donde los adultos estaban para enseñarnos y protegernos. Una educación en el arte, basada en la autoridad indiscutible, la impunidad, el miedo y la expulsión pregonada como mofa final. Hubo varias madres y niñas señaladas como “non gratas”.

Foto promocional del Ballet de Isa Moren, en el año 1977. Academia E.B.I.M. Calle Cantabria 64, Barcelona.

Yo tenía entre 15 y 16 años. Ya habíamos hecho muchas actuaciones benéficas y comenzábamos a hacer «bolos», cobrando desde 1.500 a 3.000 pesetas.

El director, me había llamado al despacho indicándome que cerrase la puerta. Me dijo que me acercara a su escritorio y a continuación susurró: “Vamos a jugar a dar besos… en la boca… giramos mi pluma estilográfica y a quien apunte, debe besar al otro”.

Me quedé paralizada, mi pecho presionado contra la mesa, me levanté, retrocedí hacia la puerta y respondí que no. Me marché, con un miedo atroz. Al cabo de unos días seguía atormentada, ¿lo decía o no?

Al final le confié el suceso a la única mujer adulta que creí que me ayudaría. Ella me llevó a rastras, cogiéndome por el brazo derecho, y me volví a ver encerrada en el despacho. Esta vez los tres. Ella, tan furibunda le pidió explicaciones, pero lo que yo creía que era mi salvación se convirtió en una seria sentencia, silenciada.

“Lo negaré, quedarás como embustera. Te pondré una demanda por difamación si esto sale de aquí, tengo abogados. Hundiré a tu familia. Irás a la lista negra, todo el barrio sabrás que has sido expulsada. Pero podemos hacer un pacto, y que no pase nada de eso. Te callas, y ya está, todo seguirá igual».

Me pregunté, después de mi incidente, los verdaderos motivos de aquella lista negra en el recibidor. Aún hoy, no quiero llevarme el protagonismo de haber sido la única en padecer esa infame situación y alzar la débil, pero firme voz, apuntado con el dedo acusador, el de la verdad.

Carnet escrito a mano y firmado por el director J.F.J. en 1977.

Ha sucedido siempre, aunque tantas hayan preferido callar antes que liberar esa gran carga, yo incluida. Amenazada con varios argumentos disuasorios que irían a peor, callé. Escogí evitar una desgracia a mi familia, pues un padre honrado no se quedaría impasible. Más en los años setenta, cuando se resolvían los asuntos de puertas adentro y a las bravas, sin esperar al ligero —escurridizo, dudoso— peso de la ley. Puede parecer demasiado cabal para alguien tan joven, que comenzaba a padecer una ansiedad cada vez mayor cuando lo oía caminar por el pasillo, vociferar cualquier cosa o llamarme al despacho. Había, además, algo demoledor en el provecho del pederasta, si abría la boca, se acabó, no tendría oportunidad, vistas las orejas al lobo, de hacer ballet, ni allí ni en otro sitio, más lejos, más caro, más elitista, y puede que más peligroso.

Ticket comprobante de pago mensual, Academia de ballet en Sant Martí 1974. La letra es de J.F.J. el Director.

Como aguanté… se dedicó a amargarme la vida, a gritarme, a humillarme en cada ensayo. Al menos allí, lo que sucedía en el barrio se quedaba en el barrio, aunque no fuera Las Vegas.

La impronta del director, era una luz roja en mi cabeza. El amargado de la alta aristocracia acostumbrado a intimidar en escándalos vecinales, florete de esgrima en mano, por cómico que parezca, extremadamente agresivo, era un experto “de profesión, sus pleitos”. Mucho sabía por patentes, favores de las altas esferas, abogados influyentes y otras historias. Se jactaba de un parentesco bastardo con el Rey Alfonso XII (con unas facciones similares a Alfonso XIII y Leandro de Borbón), su práctica incluía el insultarnos llamándonos «ignorantes del Somorrostro» cuando osábamos opinar y contradecir sus métodos y órdenes. Si esta descripción veraz, puede despertar la duda de una fábula adornada o la intención del lanzamiento de infundios contra su tumba, diré que era demasiado corriente el poner a cabalgar a las alumnas más pequeñas sobre sus piernas, con una actitud afable y muy sospechosa que nadie se atrevió a juzgar abiertamente. No me engaño, ni el rechazo ha empañado la claridad de mi memoria. Fue un continuo permanecer en alerta que alcanzó todo su sentido el día que la peluquera de la calle Maresme, amiga de mi madre, le confiara, explícitamente: «Dile a tu hija que nunca se quede a solas con él». Mi madre me lo hizo saber, pero el aviso llegó tarde.

J.F.J. el ya descrito pederasta oculto, aquel enajenado del florete en mano, tan dado al vilipendio en la academia de ballet, a este le pongo el mismo alias “Fábregas” que le dio el productor Pedro Costa en una de sus series, La huella del crimen, de televisión española, pues se trata del mismo individuo, absolutamente real. Aún recuerdo la voz de mi madre al teléfono, años más tarde, cuando me avisó de que “el director” debidamente identificado, aparecía en un capítulo.

Publicidad de las funciones en el CASINO L’ALIANÇA DE POBLE NOU, Invierno 1973-74.

El director de la academia, era un megalómano. Sirva un detalle, desde mi perspectiva de adulta, para aseverar tal cosa. Fui testigo de su perturbación en innumerables ocasiones. Cuando se enfadaba, muy a menudo, practicaba el lanzamiento de sillón, uno negro, omnipresente en el aula de danza. No le importaba lo aterrorizadas que estuviéramos o las lágrimas de la profesora. Llegué a esta conclusión viendo la película Apocalypse now. Aquel vuelo wagneriano de los americanos sobre una aldea vietnamita, del que Coppola sacó partido, estaba íntimamente ligado a dos sucesos. El primero, un reportaje sobre el avión de transporte militar Messerschmitt 323, donde sonaba durante casi dos minutos “La cabalgata de las valquirias”. El documental era una verdadera herramienta de la propaganda nazi para introducir las apariciones de Hitler, concretamente en el NO-DO 53 B del 3 de enero de 1944.  (Muchos más se han servido de esa motivación operística en guerras reales. Incluso Walt Disney para burlarse del dictador). El segundo suceso, más que simbólico, es que aquel individuo eligiera ese tema para iniciar el primer festival de teatro donde participé en la Navidad de 1973. Tal que un histriónico y poco creíble director de filarmónica, arrebatado, con aires de grandeza, me causó una impresión que no me ha permitido disociar su recuerdo, inquietante, de la música mencionada. En La Vanguardia del 16 de enero de 1974, se menciona el teatro Casino de la Alianza de Pueblo Nuevo y el nombre de la compañía de ballet, afirmando que “efectuó una nueva representación de su espectáculo, que con gran éxito fue ya presentado el pasado 29 de diciembre. Volvieron a escuchar el aplauso unánime del millar de espectadores que asistieron altamente complacidos, deleitándose con la excelente actuación artística de la infantil compañía. Dado el éxito obtenido en las dos galas pasadas, este programa de ballet volverá a representarse en un matinal extraordinario el próximo día 27 de enero”. Fábregas era un mentiroso compulsivo y lo demuestra esta nota de prensa.

Nota de prensa (absolutamente falsa) en La Vanguardia, de las funciones en el CASINO L’ALIANÇA DE POBLE NOU, invierno de 1973-74.

A mis doce años cumplidos, esta fecha se me antoja profética, pues en la misma página, en la cartelera de teatro y de cine, contemplo dos aspectos notorios: Una revista en el Apolo titulada Yo soy la tentación, con Tania Doris y Luis Cuenca. Y una película donde constaba el patán, que tanto se molestó en interferir en mi existencia, con Simón Andreu, con quien compartí escena en Dark Justice. Claro que entonces era una niña. Por lo que se refiere a Fábregas y el fabuloso ámbito del ballet, ¿un millar de espectadores?; ¿éxito obtenido?; ¿excelente actuación? Aquel debut fue un estrepitoso fracaso. Para la segunda función programada, y viendo que no conseguía llenar las casillas en el plano de las butacas a la venta, nos mandó a las alumnas adolescentes a pegar carteles en las tiendas de Pueblo Nuevo y de Sant Martí de Provençals, con la consigna de regalar muchas entradas. Esto enfureció a nuestros familiares que sí pagaron sus entradas, dos y tres veces. Para más falta de pedagogía, las alumnas, con seudónimos pomposos, fuimos clasificadas en los programas, en un cartel y en unas cajitas de cerillas por categorías: estrella, primeras bailarinas, segundas bailarinas y otras bailarinas destacadas. El instaurar esa conciencia de clase, entre aficionadas, fue uno más de los errores que aquel hombre se dio el gusto de cometer ante el absoluto silencio de nuestras familias, a fin de cuentas, clientes, que debían escoger entre darnos una educación artística cercana, un hobby entretenido en el barrio o abandonar los dominios de aquel chalado.

Caja de cerillas, publicitaria Academia de ballet E.B.I.M. en Sant Martí,1973
«La danza de las horas», soy la del fondo de la derecha con tutú blanco de cara a la bailarina central – CASINO L’ALIANÇA DE POBLE NOU Invierno de 1973-74.

Registrado en SAFE CREATIVE todos los derechos reservados

Lo mío con Fred

Después me acerqué a la calle Mártires, directa a la tienda de música R3, donde, tras rebuscar, encontré un doble casete de Frank Sinatra, el cantante de la tarta strudel y con cuyas canciones podía pasarme horas bailando, llevada por el swing, protagonizando escenas glamurosas con un largo vestido imaginario como los de Ginger Rogers. Lo había hecho desde niña, bailar con Fred Astaire cuando no miraba nadie, entonces, con más razón pues ya tenía tablas. De hecho, yo era una de las miles que habían sufrido el conocido “síndrome Astaire”, según se había estudiado en Estados Unidos, por el efecto que el artista causaba en las mujeres de toda clase y condición.

A este fragmento del capítulo 4 “Ciudad solitaria”, le corresponde una versión ampliada de la directora.

Mi fascinación por Fred nace con la televisión, en blanco y negro. No habría querido ser bailarina sin los musicales de finales de los años 60 y de los 70. Películas que reflejaban un estilo de vida totalmente distinto al que me tocó creciendo en Sant Martí. Coristas, cientos de ellas. Glamour y vestidos maravillosos. Canciones pegadizas. El swing. Y Fred, cuyas partenaires eran adorables, divertidas y elegantes ¿quién no querría bailar y cantar con un hombre tan galante y carismático?

En mi familia hubo afición al cine pero no al teatro, eso es descubrimiento mío, en concreto debutando como narradora de “El flautista de Hamelin”, con mi clase del Centre d’estudis Montseny en el “Centre Moral i Cultural” de Poble Nou, antes de instaurarse la E.G.B. y como bailarina de ballet en el “Casino de l’Aliança”, también de Poble Nou a los 12 años. Si en el Centre Moral i Cultural todo fue rápido y poco disfrutado, aunque se mantiene en mi mente ese micrófono puesto a mi altura, el escenario y los niños evolucionando de aquí para allá, en el Casino de l’Aliança todo se refresca a cámara lenta. Las escaleras hasta los camerinos pequeños; los trajes colgados; los palcos donde nos sentábamos a mirar a las compañeras; los ensayos, el olor de la madera y el debut.

Como he explicado alguna vez, escuchando a reputados personajes,  la tradición de bailar ballet en los países del Este, especialmente Rusia, surge de la mera ambición infantil. Llevan a las niñas, no importa de qué condición social, al teatro y quedan extasiadas ante la contemplación del éxito hecho tutú y ese maravilloso objeto de deseo y tortura; las zapatillas de punta. A esas niñas, les preguntan si quieren ser primeras bailarinas sin que sepan lo que de verdad esconde esa vocación. Ese mundo de cuento con ramos de flores, aplausos y reverencias. La dureza de los severos profesores que castigan y perdonan la vida a los principiantes sometiéndoles a un trabajo físico extenuante y hambre, en nombre de la disciplina y de la fama… todo eso atrapa. Es su objetivo. La exclusividad de ser elegida.

Bien mirado, la cuestión es elevarse, destacar del resto; sea “sur la pointe” con una tragedia romántica al uso o con los taconazos de 9 centímetros de la corista más exuberante y frívola.

A mi ya me iba bien, para empezar, ser corista, no tenia ambición de prima ballerina porque ya sabía que no iba a dedicarme al ballet clásico sobre los 16 años. Había bailado en los bolos de fiesta mayor de los pueblos con Ricardo Ardévol y en el Club Amigó. Ya me habían cautivado los encantos del Ballet Zoom con don Lurio y Raffaella Carrà, la moda del ballet moderno. No necesitaba más sacrificio, castigos estúpidos y desproporcionados por cualquier cosa, ni la aprobación ajena para decidirme a bailar profesionalmente. No tenía con quien compartir ese tesón ya que nadie de mi entorno se había aventurado.

Sola, como adulta, seguía entusiasmada con la imagen idílica que me proporcionó Fred Astaire (Gene Kelly también pero sin comparación) en un momento de máxima inspiración para aquella niña que yo había sido: ni pandillera follonera, ni centro de atención, ni destacable en nada más que las redacciones y la imaginación. Pero eso, lo de Fred, no podía ser. Lo más cercano a ese modelo de vida de artistas, era el espectáculo de variedades y la revista que me causaba mucha curiosidad pues, queráis creerlo o no, me creía capaz de encajar en un coro de veinte chicas. De encontrar mi sitio.

El síndrome Astaire, me dejó ese regusto amargo de, habiendo bailado con varios chicos en los espectáculos, no poder hacerlo con un hombre que me gustara, con quien sintiera algo parecido a lo que transmitía en la pantalla. Vamos, enamorarme bailando, idealizado seguramente. Nunca sucedió.

La impresión más grande, en el sentido de la emoción, fue mi primer baile social en una verbena de Sant Pere en Cambrils en el antiguo y derruido Pósit (qué lástima lo que han levantado allí), con mi padre y entonces mi cabeza le llegaba por encima de la cintura. Tampoco pude aprender swing, no se enseñaba. Ahora sí. En los espectáculos me he disfrazado de tantos personajes, también había que interpretar no solamente bailar, que llegado el carnaval no tenía ningún aliciente.

A principios de 1983 conocí a Ángel Amar. En realidad nos había presentado Elsa Montserrat, en 1982 en la Cúpula Venus durante el espectáculo de Christa Leem, resultó como si fuera otra primera vez. A medida me contó cosas de Estados Unidos, de Inglaterra, de Venezuela y de todos los países de Oriente Medio donde había trabajado, me di cuenta de que podía estar actuando como bailarina pero que todavía me quedaba mucho que aprender, esas historias con tanta experiencia y empaque no corrían entre camerinos. Batallitas, como las que contamos entre risas y el famoso hit de cada encuentro «¿Te acuerdas?», muchas. No hay conciertos nostálgicos para los artistas de music hall de los 70 y de los 80, como mucho alguna cena de las incansables «molineras» que son el pegamento de la memoria del Paralelo.

Todo esto viene a cuento porque durante su estancia en la televisión de Venezuela con Reny Ottolina, Ángel trabajó con un coreógrafo asistente de Hermes Pan, el coreógrafo personal de Fred Astaire. Cuando uno dice coreógrafo personal, está hablando del cómplice absoluto de la estrella, quien cuida y comparte el resultado final de una puesta en escena en el cine, y Fred especialmente no dejaba nada al azar ni una simple toma pasaba sin su revisión y la vigilancia de Hermes, por ejemplo: no quería planos parciales y menos de sus pies.

No poseo nada de valor, nada. No me gustan las joyas ni la ostentación. Jamás he ambicionado bienes materiales, he sido consecuente con mis humildes raíces. La sola idea de comprometerme para toda la vida con una casa, atarme a un territorio y una comunidad viendo pasar la vida con las mismas personas y paisajes no me ha seducido, al contrario, huyo. Tarde o temprano desaparezco del vecindario, hay algo más que me llama. Puede que sea el “gen de la exploración”, en serio. Soy nómada, me cansaré del presente otra vez. Esto no casa con lo establecido que me parece aburrido. Es lo que hay.

Atesoré discos de musicales de Broadway que van camino a casa de un amigo que los disfrutará más que yo. Me conformo con el portátil, por la facilidad creativa, teniendo en cuenta que lo que me importa sea escrito o material gráfico ha de tener su copia de seguridad y otra copia por si acaso. Es un rollo, asegurarse de que todo permanece. Mis álbumes de fotos y de prensa, como artista y educadora, permanecen en la primera fila de la donación a algunas entidades, como he hecho ya con algo de material teatral para el MAE del Institut del Teatre.

Hace un tiempo, Ángel me regaló un cronómetro. Este era un obsequio significativo del coreógrafo que tuvo en Venezuela y perteneció a Hermes Pan. Así que algo vinculado a Fred Astaire llegó a mis manos de la forma más fantástica que jamás hubiera imaginado. No es de plata, no tiene ninguna inscripción, pero estuvo ensayando y bailando en el mismo espacio y tiempo, con Fred Astaire. El mensaje de este cronómetro, prácticamente sin valor económico pero sí emocional, es bien claro: vivimos el presente, trabajamos por el futuro pero contamos hacia atrás. Nos faltan unas horas para un examen. Queda tanto para un parto. Embarque, aterrizajes. Las pruebas médicas con toda la incertidumbre que arrastran. ¿Papá cuando llegamos, falta mucho? El estreno será en tres días. Tu contrato vence, a buscarte la vida otra vez. La hipoteca del banco, como los austeros maestros soviéticos tampoco perdona. La premura, la lentitud… la vida que pasa.

Cifras, signos de vida. Tiempo que nos da una perspectiva, que no cura nada ni pone a nadie en su sitio. Solamente cuando ha pasado, parece que comprendemos mejor y entonces “ hubiéramos hecho”… «y, si de otra forma»… no nos lo pone fácil cuando está todo por hacer y es prácticamente posible que ese inabarcable “todo”; pueda realizarse.

Bailo con mi marido en los pasillos del super, lo adoro y me divierte. Yo soy de esas mujeres que necesita que su hombre sea más alto que ella. Será una excentricidad, o no.

Parece una locura, pero cuando ví la maravillosa película “Pennies from heaven”, con la escena que imita “Let’s face the music and dance” interpretada por Steve Martin y la mega diva Bernadette Peters, supe que en todos esos años de exploración personal, estuve bailando con Fred, mi único compañero de viaje. Quien más me conoce, una vez fallecida mi preciosa madre. Delante del espejo del armario del dormitorio de mis padres en la calle Cantabria; enfrentándome al inmisericorde, exigente y sádico cristal de la academia escuchando solamente voces de reproche y humillación; en los camerinos viejos poniendo caras riéndome sola; cuestionándome las decisiones en las pensiones miserables; disfrutando la tontería en los hoteles de 4 estrellas; asumiendo los estrenos gloriosos con ducha de cava y echando un pulso en los ensayos más farragosos; en las separaciones; en los enamoramientos consumados (pocos) y con mis bailarines y alumnas para gran disfrute. Hasta que un día, como responsable e ilusionada ya lo era desde niña, no se me ocurre la razón, dejé de hacerlo.

El logo de mi «marca», es desde hace muchos años, una silueta de Fred Astaire.

Si no es mucho pedirle a la vida y atendiendo a esa verdad publicitaria de que no tenemos sueños baratos, me falta volver a disfrazarme e interpretar ese rol deseado: ponerme un vestido largo y vaporoso con unos zapatos bonitos, para mantener esa ensoñación un poco más. No es lo mismo con tejanos, ni con bikini de paillette, no, no. Detener el tiempo en algún lugar, con mi recuperado Fred Astaire, cada vez que lo veo en una película. Donde pueda saber y sentir definitivamente qué era eso, bendición o maldición, que estuvo motivándome a bailar con muchas personas, de paso. Tan preocupada por las llamadas de teléfono y los contratos, cuando lo que tocaba era bailar como si no mirase nadie y hacer muchas más locuras de las que hice. En mi mundo profesional, capaz de compartir cualquier alegría, disfrutando de ese privilegio con tantos compañeros queridos y sin embargo sintiéndome tremendamente sola sin ese perfecto partenaire que tanto deseé encontrar para por lo menos una vez, solos con la música y un par de cenitales en un teatro vacío, bailar la única fantasía que no he podido cumplir.

Puede que este sea el último síntoma del síndrome Astaire.

A veces, lo tienes todo tan al alcance de la mano que por eso es imposible tenerlo. Y si lo tienes, algo se te lleva a cambio y normalmente es más importante. Mi gratitud es infinita por todo el placer mental y la compañía que esa imagen feliz me ha proporcionado. Solamente me queda meterme dentro de uno de esos viejos televisores de los años 70 y decir; ¡que os den! A la seriedad; a la disciplina; al “tú no puedes”; al “eso no es un trabajo”… al soniquete de “la mujer artista es una puta”, a los palos en las ruedas, al camino de piedras innecesarias con tacones de 9 centímetros y a los impedimentos que superé porque no creo en el determinismo pero sí en la determinación.  He ido a lugares, he amado y vivido intensamente, con, en y del espectáculo con toda la pasión, sin represión, sin sumisión y he realizado más que lo que podía imaginar. Lets face the music and dance!

No son cabezazos contra la pared por mantenerte en tus trece y luchar, eso te lo dice quien se ha rendido. No lo hagas porque lo dicen los demás, toma tus decisiones con tus entrañas, no se equivocan, son tu segundo cerebro.

Lo mío con Fred no se ha acabado y sé exactamente el día que sucederá.

Dicen que es «ley de vida» pero justamente eso, de vida y de ley no tiene nada. Cuanto más sabemos menos tiempo tenemos para aplicar la experiencia vital. La vida es un bol de cerezas, y las cogí todas hasta el empacho.