Marian Nadal

Marian Nadal, es una de las pocas artistas que saben cantar, declamar y bailar con una rica formación no solo en Zaragoza, en España. Se le llama vedette y se patea los pueblos haga calor o frío, pero en realidad es una promotora cultural capaz de mover a las instituciones para motivar a diversos segmentos de la población. Estar en Aragón la beneficia pues si residiera en Catalunya se encontraría palos cargados de prejuicios en las ruedas de su buen hacer.

Aquí recogemos el lamento de los artistas con solera, que ven como su sustento y toda una vida profesional se diluyen ante la gratuidad de los concursos de talentos en televisión y los actos de aficionados en las fiestas mayores. La escuela de los comediantes de carretera y manta se acaba. La falta de fórmulas en directo que atrapen al público y lo arranquen de las garras virtuales, convierte en alto riesgo económico cualquier iniciativa que supere un elenco de 5 personas. El artista que se autoproduce ha dejado de tener sueños caros para aferrarse a la supervivencia indispensable. Las productoras teatrales juegan a ser Broadway pagando sueldos indignos. Los artistas, muchos, oficialmente en el umbral de pobreza se pasean en las alfombras rojas exhibiendo sonrisas y trajes prestados por esa oportunidad de hacerse ver, como se describe en el fabuloso tema de Stephen Sondheim: “I’m still here” (1971), la existencia de picos y valles del artista, que bien puede aplicarse a cualquier persona en cualquier situación laboral. Todos a demostrar que seguimos aquí a veces con caviar beluga, otras con pan y cebolla. Para quienes hemos contado las monedas en tiempos de descalabros y deudas de compañías en gira, eso significa ‘de profesión casting’, ustedes también pasan pruebas aunque no se pongan delante de un foco. Alguien pretende su puesto. Se trata de conquistar y permanecer porque para que tu triunfes tu amigo tiene que fracasar. Los veteranos afrontan una jubilación precaria y los jóvenes llenan la nevera con empleos para los que no se han preparado. Si la economía y el bienestar son el retrato de la sociedad, la proyección artística es su radiografía.

Marian, enseña a otras mujeres a desatar el gusanillo. Ha sido comisaria de exposiciones. Es una compañera que conozco desde 1988 aproximadamente. A pesar de la distancia que impone este trabajo, he comprobado su evolución tanto personal como artística y solamente me queda aplaudirla. La considero una amiga, ya que en aquellos tiempos del Oasis de Zaragoza no pudimos intimar más.

Una persona confiable a quien puedo abrir el corazón sin que me lo coman crudo y sería raro que yo me equivocara con esa percepción.

Marian Nadal hace honor a la estirpe familiar, sobrina de Alfonso Nadal, (protagonista en Jesucristo Superstar y en The Rocky Horror Show por poner dos ejemplos) bellezón, carismático artista a quien consideré en aquellos años como otra persona confiable, pues siempre me dijo cosas por mi bien y me trató exquisitamente desde que nuestro querido Javier de Campos nos presentara estando de gira en 1986 con ‘Una noche con Bibi’, en Bilbao si mal no recuerdo.

Si por mi fuera, y estuviéramos más cerca, la tendría a mi lado aunque sabemos que estamos la una para la otra. En esta profesión es raro que dos mujeres se unan. Las dos tenemos claro que rodearse de los mejores es una señal a tener en cuenta. Los mejores plantean cuestiones y aportan generosamente. Hacen las cosas fáciles y con todo el derecho a pasear su Ego, saben ponerlo a disposición del bien común.

Los artistas así son los nuevos revolucionarios y a pesar de mucho dueto de videoclip, obra de teatro de tándem genial y montaje con equipo fabuloso, sabemos que no es tan fácil encontrarlos y menos distinguir el producto comercial de lo auténtico.

Ha sido un placer escribir sobre Marian, aunque quien la conoce ya lo sabe. El tema aquí está en saber reconocer sus valores. Una mirada así, lo dice todo. Suerte la mía.

Aquella Nochevieja en Zaragoza

Ayer, una Nochevieja más, se cumplieron 41 años desde que pasara la primera fuera de casa, lejos de mi familia y de mis conocidos. Sucedió en Zaragoza, trabajando en la Sala de Fiestas Aida, con el Ballet de Jennifer Lee. Tuve la suerte de haber conocido a un buen chico. Una bonita historia con un final amargo. Un amor de juventud que prometía más de lo que pudo ser. Uno de aquellos casi de noviazgo, que nunca he tenido, pero sí de cine; de compras; de meriendas; de cierta intriga sentimental… de lo que me quedaba de inocencia. Una historia del buen chico que trabajaba con un abogado y quería ser graduado social y la bailarina que viajaba cada mes a un lugar, intentando hacerse un hueco en la profesión.

Me acordé y con razones, por ello ahora relato un fragmento del libro. No es añoranza. Con la perspectiva del tiempo se podrían decir más cosas. Una se acuerda del primer beso, del primer baile… de la primera carta.

A Jorge le correspondió, ponerme frente a la primera elección seria entre el amor y la profesión. Lo anterior me lo miro con afecto, con gratitud por los inolvidables caprichos del destino, pero lo de Jorge fue devastador y me duró mucho tiempo. Así tenía que ser y ha sido. De todos los fines de año vividos, peculiares, esplendorosos e inesperados este fue el más especial y si no fue mejor, era solamente por mí causa. Me ha costado mucho confiar mis sentimientos y, sin embargo, escribir al aire sin saber quien me lee y si interesa me produce casi lo mismo que actuar. Los artistas, somos exhibicionistas, este es ahora mi escenario.

El tiempo no pone nada en su lugar, lo ponemos nosotros y debemos responsabilizarnos de ello.

Una vez fui joven, ilusionada… bien tratada. Querida. Ahora también, pero en mi caso, a los 21 años idealizas y construyes los cimientos para el amor que vendrá después, sin buscarlo… y entonces todo eso, cuando no quedan dudas, responde por ese lugar que ha ocupado cada momento y cada persona en tu vida. No se llama Jorge, le cambié el nombre para no perturbar su presente, pues es una persona muy conocida en el ambiente empresarial y jurídico-laboral de Zaragoza.

Fragmento de Ciudad Solitaria, capítulo 4º.

Entonces, llegó la tarde del último día del año. Se acercaba el final de mi contrato, estábamos en el apartamento.

—Quédate conmigo, no te vayas —dijo, pausada y tiernamente—. No vuelvas a Barcelona.

 Cuando alguien formula ese deseo, en ese tono, espera que le respondan que sí. 

—No puedo quedarme. Si salgo ahora de lo que conozco, no encontraré trabajo si quiero regresar, necesito seguir bailando —respondí.

Pude herirle profundamente en su amor propio. Él no respondió. Tuve que sonar insensible, desacertada y torpe. Y no lo era. Por más que quisiera decir que sí, la respuesta era fría y demasiado rápida. Me estaba demostrando que le importaba. Y él a mí. Me costaba darle argumentos. No soportaba la idea de encerrarme, otra vez, en una academia a dar clases en una ciudad donde extinguirme como artista, establecerme en nombre de la seguridad, bajo el techo del amor, apenas habiéndome probado, creyendo que era capaz de conseguir lo que me proponía. ¿Qué sabía yo de él? Excepto que era bueno para mí. De sus sueños. Querría formar una familia y prosperar con un buen trabajo. Podía haber apostado por darnos una oportunidad, disfrutar juntos aquel regalo en el cruce de tan dispares destinos. Lo más terrible era el presentimiento de que, con tantas inquietudes, si no desarrollaba mi vocación y mi objetivo, iba a amargarle la vida, estropeándolo todo. Eso no. Tardé mucho tiempo en darme cuenta del alcance de mi aparente dureza y del desengaño que provoqué.

Aquella Nochevieja, Jorge se fue de cena con sus amistades. Eso dijo. A lo mejor estuvo solo y me lo ocultó. Después del show, las cinco chicas nos dirigimos a Scratch. Allí habíamos quedado en vernos. No estaba tan entusiasmada como mis compañeras ni la gente que abarrotaba el local. Impaciente, miraba a un lado y al otro. Ansiosa, creyendo que él se acercaba. Janet trajo una bandeja con canapés y unas copas que nos enviaba el DJ.

—¿Qué te pasa? –preguntó curiosa—. «Come on girl! Let’s dance!»

Yo seguía con la vista perdida, por detrás del gentío, al borde de la pista de baile que tenía a un palmo, esperando. Me sobresaltó cuando me lo encontré de cara, tal como surgió de entre una masa de piernas, brazos y cabezas, con su silueta recortada por el contraluz de la fiesta. Quise acercarme y darle un beso, pero no lo alcancé.

Él hizo que bailaba y sonrió con su boca preciosa pero no con sus ojos.

—Estoy con mis amigos —seguía sonriendo, alzando la mano en alguna dirección a mi espalda—. ¡Nos vemos luego! ¡Pásatelo bien!

Desapareció. No tuve tiempo ni fuerza en la voz para que pudiera escucharme cómo le decía exactamente lo mismo que él a mi aquella tarde: «No te vayas, quédate conmigo».

Al volver al coche con las chicas, lo encontramos abierto. Nos habían robado. No presté atención, por suerte no había dejado dinero ni las llaves de su apartamento. No había bebido, estaba confusa, débil. Aquella noche, me faltaba lluvia. Me habría serenado. En los pocos funerales a los que he asistido, como un desafío a la falta de vida, ha brillado un sol atroz, indeseado, aplastante, así lo he sentido. En la puerta de artistas que tantas veces he cruzado, al acabar la función, enterrando los temores y las tristezas en el camerino, sin embargo, llovía. En las grandes decisiones, en acontecimientos alegres, lluvia. Me tranquilizaba. Alguna tarde, me había alcanzado sin paraguas, empapándome el cabello y la cazadora, yendo a la sala, esquivando el lento y estudiado deambular de hombres solos, en busca de mujeres más solas, en las cercanías de la Parroquia de Santiago el Mayor, mujeres que lejos de apostarse en las porterías, luciendo sus reclamos, tal como había visto en la calle Conde del Asalto y en la calle San Pablo de Barcelona, se deslizaban por la acera silenciosamente en una rutina de signos mudos, perfectamente orquestados, acompasados con la parsimonia de los clientes.

Llegué a casa antes que él. Con desasosiego. Abrumada por tantos sentimientos contradictorios, como pocas veces en la vida. Tras cerrar la puerta, fui al baño a quitarme el maquillaje. En aquel momento, encontré a faltar el Moussel de Legrain, la placidez de lo conocido, el aroma, la espuma, lo seguro de la distante vida familiar. De vuelta al salón, al dormitorio, otra vez nerviosa, como si estar delante de la puerta, acelerase su llegada. Nada. Volví sobre mis pasos y abrí la maleta guardada, revolviendo la parte del bolsillo interior, pequeñas cajas metálicas pintadas, vintage, que había comprado en mi deambular por Almacenes Gay, algunos cuadernos de notas pequeñitos y bolígrafos nuevos, carpetillas con sobres y bloc de papel de carta, aromatizados de flores, con hojas ya arrancadas y enviadas no sé a quién, y los dos sencillos cuadernos de espiral de donde estoy recuperando algunos datos. El silencio aplastante, sólo era interrumpido por el ruido de coches y gente riendo, lejanamente. El planeta entero estaba de celebración.

Debió ser una de esas casualidades, lo poético, la belleza, abriéndose paso en lo corriente, abrí la tapa del walkman, inserté el casete que tenía en la mano, presioné aquella tecla mecánica, emitiendo un pequeño chasquido. No, déjalo; sí, ponlo. Colgaban los auriculares enredados, me los acerqué. La cinta lloriqueó un poco, mientras se tensaba o se rompía definitivamente.

No, no se estropeó, sigue en mi casa para corroborarme que es verdad que sucedió. He tirado muchas cintas en la última mudanza.

No la miro, no la toco, pero está y la de Saturday night fever, también. Aquella que salió de un cajón, saltó a su cama y esperó su turno, para tocar por última vez, un par de compases terminando, mientras el giro de la cinta se corregía y entonces, claramente, cantando, Mina Mazzini:

“Todas las calles llenas de gente están

y por el aire suena una música

chicos y chicas van cantando llenos de felicidad

más la ciudad sin ti, está solitaria…”

Me invadió la melancolía. Dejé el walkman, aquello superaba mi juego de adivinanzas preferido, el de las páginas que escogía al azar de libros que curioseaba en estanterías de cualquier sitio, cuando buscaba respuestas y mensajes secretos. «Vamos, venga ¿qué tenéis que decirme?» Los guiños de las canciones que sonaban a veces en la calle, otras, en el metro, un ascensor o una cafetería, haciendo que les prestase atención.

Qué fácil sería presionar la tecla de retroceso hasta volver a aquel punto que quisiera repetir e interpretar mejor. Las dudas, las incomprensiones, las decisiones… acertar, equivocarse, madurar. Me fui apagando, sumida en el agotamiento de no hacer nada, con la luz encendida, esperándole. Me dormí mal. Él regresó a casa, ya amaneciendo, como si nada, sonriendo y ausente.

—Pensaba que íbamos a encontrarnos en Scratch —dije, apartando la mirada.

—Y así ha sido —respondió él.

—Me refería a seguir la noche juntos —musité débil y casi reclamando—. Te has ido. Me he quedado sola.

Me di cuenta, al escuchar mi voz, la ingenua, romántica y llorona en las películas, sólo había sido feliz. Era eso. Sin dudas, sin discusiones, sin necesidad de poseer, porque hasta aquella tarde, ya lo tenía, confiada ante aquel amor entregado, sin medir las consecuencias. Sabiéndolo, no nos resguardamos ninguno de los dos.

—Estoy aquí, contigo, ahora, como cada día. Piensa si…  —dijo, a la vez que adoptaba un tono frío, y acusaba su distancia—, cuando te vayas, seguirás sola, así nos conocimos.

Verdad. Estar sola no era problema. Ir de acá para allá. Creí que la bohemia me pedía más aventura, más riesgo, más carretera… El baile y la gente, de paso, estaban siempre. No era soledad total. Tampoco se trataba de eso. Lo que sentía no coincidía con la explicación ofrecida bruscamente. El mágico calidoscopio amoroso, producto de aquel cóctel de tornasoladas y vibrantes hormonas de la felicidad, se estaba haciendo trizas, y era lacerante. Busqué mentalmente mi salida de emergencia. No la encontré. Me quedé callada, contra la pared de mi limitación. Sintiéndome culpable por herir los sentimientos de un hombre por primera vez. Vacía. No recuerdo haber pasado juntos el día de Año Nuevo. Ni más intimidad. Ni risas. Ni malas caras. Me desperté la penúltima madrugada, mirándole mientras dormía a mi lado derecho. Tranquilo. Vulnerable, como yo lo había sido, en las habitaciones compartidas a la fuerza. Cuando aquella mañana abrí los ojos, el precio de la elección y de haber abierto la boca, precipitadamente, se hizo presente. Nadie.

El espejo no engaña. No me respondía con exigencias y dudas como en la academia. No me devolvía la figura de una mujer de estreno, a la conquista de todo lo que se propusiera, como en el teatro Principal de Alicante. Mientras me maquillaba, la última noche en el camerino, me rendí al hecho de que no estaba preparada para comprometerme en una relación que no me permitiese seguir con la libertad que había conseguido y, a la vez, garantizarle aquella felicidad que me brindaba. Fui consciente de mis relaciones, breves, con fecha de caducidad. Me permití extravagancias. Alguna vez, desdramatizando, le dije a uno de esos romances predestinados a no prosperar: «date la vuelta, bájate los pantalones, que quiero saber cuándo te acabas». Y en otras ocasiones, me ponía muy seria, copiando aquellas frases de peliculón heroico: «Sálvate tú, Flanagan, sigue sin mí, no te convengo». Los desconcertaba. Entonces, ese «quédate», solemne, al final, desmesurado. Diez años después, un hombre ducho en la infidelidad y pragmático con las despedidas asépticas, me diría que no mirase atrás después de decir adiós. En aquel instante, fuese superstición o consejo de amante avezado, no podía saber de esa facilidad en librarse del drama. Además, quería a Jorge, pero no sabía cómo decirlo. Miré atrás, en cada ocasión, hasta donde recuerdo. Y seguía allí, siempre. ¿Qué había para mí, más inquietante y a la vez maravilloso que girarme y encontrarme con la mirada serena de Jorge, todavía presente, como un faro incólume, azotado por la brava tempestad en un mar de noche cerrada, ofreciéndome una seguridad sentimental nueva?

Debimos decirnos alguna cosa: cuídate, que te vaya bien, ya me escribirás, ya nos llamaremos. Yo que me acuerdo de todo, no encuentro una despedida en sus brazos, ni un beso de amigos, ni siquiera un «piénsalo». Nada fuera de sitio. ¿Cómo fue el último adiós? Seguramente, no lloré y no dije alguna cosa necesaria. No era por él, tópico, era por mí. Como tantos, era una analfabeta emocional capaz de llorar mirando películas de amores ajenos. Y aquello no era una película.

Ya en Barcelona, obtuve una declaración de una de las chicas:

 —La otra noche me encontré con alguien que llevaba puestas tu blusa de encaje con botones perlados y la falda negra de terciopelo —afirmó con un gesto de contrariedad.

La ropa, un regalo de mi estimada tía Antonia, que me robaron en la pensión de Zaragoza, con la puerta cerrada bajo llave. Sospeché de aquella cantante desde el principio. No volví a ver su cara hasta 2019 en la portada de un disco de 1984, un cuarteto femenino cantando en inglés. Bendigo su existencia. El incidente de las prendas sustraídas dio velocidad, gasolina y oportunidad a un amor único, como son todos los amores de nuestra vida. Escribí a Jorge un par de veces, no quería perder el contacto. Supongo que tampoco ayudé a mejorarlo, puede que hasta lo empeorase. Al no saber cómo asumir lo que había sucedido, escondí, como antaño hiciese, la pena. Tenía la obligación de avanzar. 

Al escribir este capítulo, no he podido evitar abrir la caja de cartón con lo poco que he conservado durante estas cuatro décadas, en busca de aquellos objetos que guardé cuando sólo me tenía a mí misma y cualquier detalle afectivo era tan valioso. Tesoros, por su significado. El muñequito articulado de la vieja tienda artesana, “musical baby doll”, made in Japan, de Shackman N.Y. 10003 que me regaló Jorge, funciona perfectamente. Uno de los pocos recuerdos que han sobrevivido a tantos cambios de casa y al avance aligerando el equipaje.

También me queda de ese encuentro que me reconcilió y a la vez me vapuleó con el romanticismo, algo que arrinconé por mucho que me gustase, para no volver a usar jamás, Eau de Toilette Fraîche Chèvrefeuille,de Yves Rocher. No era una invitación misteriosa, como el perfume de las mujeres sofisticadas del cabaret desde Ciro’s, pasando por Tiffany’s de Bilbao hasta Aída, era, sencillamente, el aroma de la historia vivida con Jorge.

Fue el único y último hombre de mi edad que amé, literalmente, de forma consumada. El amor de juventud comenzó y acabó con él, en menos de un mes. Como tanto de lo expuesto en este libro, al recordar pequeños detalles, no sé si acierto, al creer que, para la mayoría, fui una más.

Para mí fueron primeras veces, personas únicas, todo estreno. En este año, paralelamente al libro, he escrito cartas a personas con la gratitud del balance en el tiempo. Tuve que vivir rápido y dejar algunos temas sin cerrar.

Con natural reparo, pero atrevida, pude localizar a Jorge. Un par de e-mails y una carta de papel me han permitido agradecer como correspondía y disculparme, por si algo hice mal. Dicen quienes me conocen que soy un “tsunami”, sin dosis, sin cálculo. Estas son mis aguas, no hay devastación. No concibo la amenaza desde mi lado. No soporto la traición. Si alguien me recuerda por un malestar o un error pasados por alto, atrapada en la propia tormenta existencial y la anarquía creativa, no era intencionado. También me refiero al trabajo, y en él incluyo a todas las personas, jefes, alumnas, bailarines y compañeros en cuyas vidas he intervenido, con la voluntad de que fuera para bien, con alegría, apoyo y pasión. Maravillada de la belleza, del amor y de todo lo extraordinario que acontece, me concedo algunas licencias íntimas. He pensado mucho en contarlo o no. Mejor plasmado en estas palabras que muerto en la oscuridad del olvido. Está escrito desde la consideración.

Jorge me contestó educada y fríamente, que había pasado esa página conmigo. Es el empresario situado y felizmente casado, padre orgulloso de buenos y preparados hijos, con la familia y el porvenir que soñó y se labró. Sé que está bien. Y me alegro muchísimo. Contesté que, también, estoy felizmente casada y he cumplido más sueños de los que tuve. Conmovida por todo lo que he aprendido, le solicité permiso para escribirle por última vez y contarle algo que creía necesario. Obtuve una negativa tajante. Debo respetarlo. Sin embargo, con esa exigencia de silencio entre los dos, esta memoria es sólo mía. No necesito su autorización para expresarme. Quise aclarar y dar sentido a lo que el tiempo me ha revelado: porqué no me quedé. No tenía nada que ver con el trabajo, ni con el sexo que no era lo más importante. Ni con la realización individual. Lo más duro ha sido convivir y luchar a la vez, con lo que no supe determinar durante tantos años, las circunstancias emocionales a las que he tenido que enfrentarme y que han afectado a mis amigos, familia y a mí misma.

Mucho en este capítulo está relacionado entre dimensiones improbables de coexistir con el hombre que llegó a mi vida para quedarse, dieciocho años después de conocer a Jorge. Hay entre ellos dos un enlace: la generosidad, la risa que todo lo ilumina, la nobleza y la entrega absoluta. Aunque nada tengan en común, sólo el saber acoger y decir a tiempo “quédate”. 

Se formula, a menudo, que las personas y situaciones llegan cuando uno está preparado. No siempre. No es cierto. Por amor y deferencia al hombre que llegó a “mi tiempo”, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, puedo escribir hoy. Lo entendí así siempre, y él, mi marido, lo ha hecho patente: amar en el presente no es negar el pasado ni a las personas que nos importaron. No es borrar de un plumazo el valor de cada capa de amor que nos ha hecho mejores, trayéndonos hasta aquí. Uno me ha llevado al otro, de ida y vuelta. Sin el uno, no entendería, igual, el amor del otro.

El amor no se pierde al avanzar. El amor es lo que nos llevamos al pasar, lo que nos queda del viaje.

Zaragoza me es muy familiar, querida y cercana, y sé que no volveremos a coincidir voluntariamente. Nada pretendí por querer entregarle esta profunda inquietud y menos molestar. No tengo el don ni el capricho desfasado de revivir cenizas. Amo y soy amada. Entiendo la distancia definitiva, yo también la he impuesto a otras personas. El tiempo no cambia el bien que nos hicimos. Nos ha cambiado uno respecto al otro. Ojalá algún día Jorge, buena persona, con derecho al olvido, pueda desentrañar entre las líneas, las dedicadas en el libro y en privado, con la misma limpieza de corazón que ambos tuvimos, a los veintiún años, el verdadero motivo que este episodio no cuenta, la causa ajena a mi voluntad que nos separó. Hablo sin vanidad, nos merecíamos. Yo sí podía ser para él, pero él no era para mí. Su vida se lo ha demostrado. La mía, también. Descubrí y adoré a Francesca de Los puentes de Madison y a Lowenstein de El príncipe de las mareas,  gracias al talento y la sensibilidad de dos escritores y de dos directores de cine. Lejos de proyectar el ego a su costa, y como las comparaciones son odiosas, esta vivencia no llega a tanto, sin embargo, ambas historias me hicieron recordar y comprender lo que a veces he tenido que aceptar y, por amor, dejar ir. “Las personas vienen a nosotros por una razón o por una ocasión”. Jorge apareció con el tibio sol de las tres de la tarde de una primera semana de diciembre, en la cafetería de la calle Madre Ráfols, esquina con Ramón y Cajal. O ¿fui yo, quien debía estar allí para él? Necesitaba pasar esa página cuando he podido y despedirme bien del hombre cuya sola presencia, por mucho que disfrutara de mi libertad, me rescató durante tres semanas de la angustia, en una de las peores y confusas etapas de mi complicada, plena y apasionante vida.

Acabo este capítulo, haciendo caso del consejo recibido de aquel hombre que tanto sabía de despedidas y abandonos, con los ojos enrojecidos y sin volverlos atrás. Ya no está. Abriendo ese cajón, cerrado y polvoriento, atemporal, desvelo un secreto cuyo único destinatario es él:

«Jorge, aunque no lo merecías, y así no lo hubiera querido, desilusionarte y desaparecer fue el mayor acto de amor hacia ti».

Amo Zaragoza

Creo que siempre estoy donde debo aunque quiera estar en 3 sitios a la vez. Hace unos días sentada en una terracita de El Tubo, ausente de mi rutina, en busca y captura de momentos y personas, mi abuelo y mi madre vinieron a mí, con la melodía de «La cumparsita», tocada al acordeón por un anciano con un pie ortopédico, en la calle. Cuando suena esa canción, pasan cosas… Estoy a la expectativa.

Pasar por delante del Fleta, del Oasis, del edificio Aída…de El Plata, en el nuevo “Tubo” de diseño, era inevitable.

Me encontré con aquella Carolina que se inició y conoció el espectáculo de los 80, reflejada en el escaparate de una asesoría laboral que ocupa la esquina de la antigua cafetería Aída y a ella le dí las gracias por ser capaz de apreciarlo, de ser constante, de saber cambiar para mejor (eso decía mi madre) de las vivencias… del amor y el desamor, del pasado y del presente… Todo en uno, en calle madre Ráfols, 2…. Todo cambia.

Soy una privilegiada y se lo debo a aquella Carolina de 20 años que dijo; «yo sí puedo, yo quiero esto y voy a hacerlo bien», sin la aprobación de aquel entorno oscuro de mi barrio, que no supo entender lo mucho que podía entregar. Y es que: «en la oscuridad… tu única tarea es brillar».

Gracias, por una tarde digna de la Zaragoza de mi memoria y de mi aprecio, especialmente a una gran profesional, compañera y amiga Marian Nadal, como pocas he encontrado en el espectáculo.

Amo Zaragoza, va ligada a momentos de juventud, emocionantes, retos superados… y a personas, estimadas e inolvidables como Marian; su tío y gran artista Alfonso Nadal; Ricardo Moscatelli; Merche Navarro… Fernando García Bienvenido (Casa Bienvenido, toda su familia) y otras personas que por respeto a su privacidad no puedo nombrar. En la foto con el simpático José Pastor, amigo de Marian.

El preestreno

Fragmento del capítulo 05 Revisitando Colsada.

En Zaragoza, parábamos en el Hotel Maza, en la Plaza España. Al llegar, Rachel, lista en mano, me adjudicó habitación con una desconocida, las capitanas y sus conflictos, por antojo. Discutimos durante quince minutos. «Pago la habitación, elijo», respondí, dejándola con la palabra en la boca y pidiendo mi llave. En el momento del reparto de vestuario, fue bien, mi talla era la correcta. Los zapatos, sin embargo, eran viejos, unos cien pares plateados, tirados en un montón en el suelo, que había que seleccionar, como en las rebajas, con un jaleo de locas pegando tirones. Yo usaba unos nuevos, cuidando de que no se extraviasen, desde el Apolo, pero también me tenía que proveer de botas. En el revuelo encontré los dos pies del mismo número y del mismo par. Hubo quien llevó dos números del mismo pie y con diez nombres escritos diferentes de antiguas usuarias en el forro interior. Empresarios rácanos con tan importante herramienta de trabajo. Otra vez regresaba a la gimnasia con los taconazos, dos pisos de escaleras, tanto allí como en Madrid, con unos diez números musicales por función.

Hicimos un preestreno en el teatro Fleta, para El Pilar. En la puerta principal y en los teatros más cercanos, constaban en los grandes carteles y en los programas de mano los nombres de unas vedettes:Sara P., Alejandra Grepi y “¡oh! sorpresa”, yo, rebautizada como Caro Lina y también Carol Yna, el humor pragmático de Ignacio Vidal. No había pedido, ni esperaba, protagonismo alguno.

Esta vez la capitana —sargento, coronel y general— Rachel, por parte de Briac, no actuaba. Miraba las funciones, tomaba apuntes, ni que se tratase del Teatro alla Scala di Milano, corregía con displicencia y hacía el paripé cuando se sabía observada por Colsada que, sentado en platea, contaba bailarines sin que le salieran las cuentas de aquella inversión en personal.

No recuerdo estar los cuarenta juntos más que en el día del estreno en Zaragoza y un par de semanas en Madrid. Cada día se tenía que arreglar el repertorio, para no dejar una “mella” visible y discordante en las filas. Un continuo apresurarse en pasillos y escaleras, retumbar de tacones, pisadas, retrocesos por olvidos “My hat! Your lipstick!”; grititos, jarana y avanzadillas, “Let’s go!”. Y el inconfundible graznido, dos plantas abajo, esperándonos: «Hurry up! Girls! Boys!», antes de la llamada de “los 5” para marcar posiciones en el escenario.

Un mediodía, en el Hotel Maza, me llamó Sue, la asistente de la capitana, correcta y amable, muy buena bailarina, para pedirme que fuera a su habitación. Llegué intrigada. Al recibirme, me informó de que Liz se había ido a Londres a abortar y necesitaban una suplente. Nunca había conocido a una mujer que lo dijera, ni lo hiciese. Al parecer, era normal entre ellas, no una información sensible y privada. Me encontré pues con un número del “Royal” que no me correspondía. Los bailarines de Briac ponían pegas a todo y no bailaban en repertorio del “Supermagic”, un lío. Sue, y mi natural tendencia a ver las dificultades como alicientes, me llevaron a aceptar. Aprendí el cancán, que era bueno y difícil, en su habitación.

But don’t ask me to do the car wheel. I won’t —puntualicé.

Me lanzó una sonrisa, asintiendo con la cabeza, respondiendo:

—Tú no “hago” la rueda, de acuerdos.

Contesté divertida por sus ganas de aliarse:

—Yo no “haces” la rueda, all right, perfect!— .

Me marcó algunas posiciones entre las crucecitas, en una hoja de papel, contando y sin música. No había tiempo para repasar con las chicas antes de la función. Al llegar, me dieron el traje y me vi en la tercera caja de la izquierda, en el gran Fleta, aquel inicial de mi primera experiencia rusa, habanera y jotera, a punto para estrenarme con aquel refinamiento francés, sabiendo solamente delante y detrás de quién iba al entrar. Con buena voluntad y sin equivocarme en nada, de ver los ensayos en Valencia, ya sabía más de la mitad y me apunté el tanto. Estuve haciéndolo durante unos días. Aprendí a hacer las pirámides de cuatro chicas juntando una pierna en alto, “a la quatrième devant”, apoyando sólo un pie unas contra otras, por encima de la cabeza, sujetas por los codos y tirándonos al spagat o split en el suelo, colocando bien el tacón, girando el tobillo y resbalando, pues si no, te quedabas trabada. También aprendí las galopadas, la correcta sujeción de la falda, los fouettés y rond de jambe.

Al volver Liz y recuperar su puesto, Briac, guiñándome un ojo, me dio las gracias. Poco a poco, empecé a participar en los números del “Royal”, junto a otra inglesa del “Supermagic”, para ofuscación de la protagonista desterrada a la cuarta fila, que entendía los privilegios, sólo, de su lado. Bailaba con los mejores y me superaba con ellos. Creo que tuvo mucho que ver, por estar allí, el amigo Peter Smith, asistente personal de Briac, mi primer coreógrafo en el teatro, quien me enviara al spot de Freixenet.

Como dice un amigo querido, gran lector y filósofo, el señor Asensio, a quien le sustraigo la frase sin remordimiento: “No hay una segunda oportunidad para causar una primera buena impresión”.

MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA

Registrado en SAFE CREATIVE todos los derechos reservados

En el Aída de Zaragoza.

Fragmento del capítulo 04 Ciudad Solitaria.

Bailarinas, strippers y prostitutas.

Con Jennifer Lee se ensayaba a gusto, era una gran profesional ocurrente y con chispa, afectuosa, digna de aprecio. Viajamos a Zaragoza. Allí estaba la bohemia expectante, alojada en una pensión de la calle Cuatro de Agosto, esta vez, en una habitación compartida con dos chicas cantantes. Al cuarto día recibí una alarmante llamada de mi madre, pidiéndome que volviera rápidamente a casa. ¿La razón? Pepe H. que nunca había tenido vergüenza por ser un mal pagador o esconderse cuando mi madre le solicitaba el pago del vestuario que le había realizado, tomó un atajo ruin en su necesidad de venganza. Le había asegurado que me estaba prostituyendo. Tal cual. Me indignó aquella mentira y le llamé, enfurecida, exigiéndole que pidiera perdón a mi madre por semejante bajeza. Se atrevió a responderme que el contrato se lo habían ofrecido a él con alterne y el extra “que surgiera”. Yo ya había tirado de la anilla de la bomba que llevo a mano ante la injusticia.

—¡No! Puede que te lo ofrecieran a ti, pero ¡no es lo que hago yo! —le grité dispuesta a defender a mi familia y hacer respetar mis decisiones—. No tenías derecho a hacer esa llamada a mi madre y no quiero saber nada más de ti —colgué, creyendo que me desvinculaba de él para siempre. Aún tenía mucho que aprender del “nunca digas nunca”.

Esto no es un juicio posterior. Y tampoco es otra calumnia lanzada contra un difunto. Por lo que viví en Conde Santa Clara y no quiero contar, algo muy íntimo y perteneciente al absoluto silencio de sus huesos, se explica su carencia de amor. Pepe fue una caricatura de sí mismo, humano al fin, con las herramientas o falta de ellas para enfrentarse a las emociones. La compasión que pudiera sentir hacia él no ha cedido ante sus actos, injustificables. Ya era la segunda vez que mi madre sufría por una mentira para herirme y desprestigiarme. Aquello me demostró algo que el tiempo me repetiría de vez en cuando: personas a quienes ni ofendí ni fallé, incluso que ni conocí ni coincidí, no me perdonaron no sé el qué.

Aquello era una adulterada y mala imitación de L’Envers du Music-hall, de la deliciosa Sidonie Gabrielle ‘Colette’, de principios de siglo. Lejos del barniz de una época vintage, me tocó la realidad —por mucho que me avisaran y poco caso hiciera— de conocer un ambiente hermético y rastrero, en esa maraña de intrigas a lo Borgia que era el espectáculo, en manos de unos pocos, de aquella Barcelona ochentera. Ante la susceptibilidad —herida o no— de aquello que tanto se dice: “Cada cual cuenta la feria como le va”, en esta carrera lo que importaba era el fondo y, por supuesto, la forma, mostrarse siempre maravilloso, invulnerable e incluso fatuo, por más putadas que todos, incluidos quienes no las admiten, tuvimos que superar. Lo de la folclórica con sus “dientes, dientes que eso es lo que más les jode”, viene ya desde los inmemoriales tiempos de la tragedia griega. Era cierto que en el nightclub Aída, había strippers, la mayoría asiáticas, que hacían alterne. Ya me avisaron al llegar que algunas hacían extras de esa índole. Ellas no tenían nada que ver con el grupo de Bolívar ni conmigo. No iba a juzgarlas. No daban problemas y tenían un trato correcto. Escuché la historia de un coreógrafo que se enfrentó a unas en una sala de Valencia y al día siguiente se encontró con todo el vestuario roto por los suelos. Los sueldos de los trabajadores en las salas de fiesta, y nosotras lo éramos, siempre se han pagado con las consumiciones. La principal misión de las strippers era aumentar el gasto en bebidas aceptando invitaciones y alargando la charla. De todas maneras, ninguna chica a quien se preguntara en qué trabajaba, en cualquier ciudad o club, iba a decir que en el alterne o como prostituta, todas decían que eran bailarinas.

Con el horario del espectáculo, tenía mucho tiempo libre de día. Paseaba por la ciudad, descubría sus rincones con encanto, me gustaba porque era fácil de transitar. Una tarde al pasar delante de un bar del Tubo, vi, en una mesa que daba a la cristalera, a Lindsay Kemp con David Haughton. Me encantaban sus obras, había visto Salomé y El sueño de una noche de verano. La tentación era fuerte y me decidí a entrar. Los saludé. Lindsay se levantó de su silla, cómico, y me abrazó efusivamente como quien se encuentra con un viejo amigo, aunque no nos habíamos visto jamás. Me invitaron. Al cabo de unos minutos de charla me pareció bien despedirme y Lindsay me prometió una entrada de platea —que guardo— a mi nombre en el teatro Principal. Al día siguiente la recogí para ver la función de tarde. Me recibió en el camerino. Le regalé una preciosa orquídea a sabiendas de que iba a hacer tambalear mi escueto presupuesto semanal. Él muy cariñoso, cogió un gran póster de la obra Flowers, escribiendo: “Amor de Lindsay”, aderezando el autógrafo con estrellitas y corazones. Qué cosas, el famoso coreógrafo y mentor de David Bowie, no sólo me hacía dos regalos personales, también me dio su teléfono y dirección de Barcelona. El póster se desintegró la última vez que lo toqué hace dos años, aunque tengo fotos de cuando estuvo enmarcado en cristal.

El show era ameno y ágil, los números me obligaban a superarme, comenzábamos con “Bailando”, de Alaska y Dinarama, con un maillot dorado metalizado. Luego, “Everybody salsa”, de Modern Romance, con unas capas y un gorrito, todo con muchos volantes a juego y un biquini de lentejuelas nacarado. También, “Gonna fly now”, de Rocky, con unos maillots de estampado cebra anudados al cuello y unas botas negras por encima de las rodillas;“Magic Night”, de Village People, y “Steam Heat”, en la versión de The Pointer Sisters, con unas camisolas negras transparentes con motivos bordados en plata, sobre maillots, a dúo con la capitana del grupo que era muy competitiva. Era un aliciente porque no apetecía nada bailar con gente gandula o floja. No tenía soltura con el inglés y un poco cansada de que en los ensayos se detuvieran para traducirme cada explicación, pedí que se continuase en su idioma. Los casetes de música inglesa, algunos cuadernos de ejercicios que me compré para refrescar lo aprendido en la etapa escolar, algunas novelas y la voluntad de “pillar al vuelo” las instrucciones durante los ensayos, fueron, en conjunto, una sabia decisión que mucho iba a servirme más adelante. No hubo más risitas con las pausas y comprendía los playbacks que interpretaba. Para acabar, una mezcla orquestal, “Ciao, ciao bambina” y “C’est si bon”, con uno de mis temas preferidos de Adolfo Waitzman, el final instrumental de Esta Noche Scala. Aún me emociono al escucharlo por todas las sensaciones que me trae. Mientras escribo, he ido a buscar la cinta. Recuerdo fragmentos de la coreografía. Automáticamente, me viene esa actitud elegante, diría —sin pretender altivez—, superior. Aquí llevábamos unas pelucas afro, unos broches de pedrería en los brazos, sujetos con elásticos de color piel y un biquini negro con más pedrería y botas con broches.

Compartíamos escenario con el único hombre de la plantilla, Carlos Torres, un humorista especializado en imitar sonidos que, hábilmente, introducía en sus guiones. Nos hacía reír en los camerinos. Parecía que al fin había encontrado el camino, el show era mejor y el sueldo, también. Seguía, eso sí, sin una relación afectiva en condiciones.

Comiendo un plato combinado ya tarde, en la cafetería del edificio Aída, donde nunca vi chicas solas, se me acercó un chico risueño

—Hola, ¿trabajas por aquí? —me preguntó.

Yo le respondí que sí, claramente como bailarina, justo en la sala de al lado. No sospeché que fuera un desconsiderado empujado por la curiosidad propia o de amigotes menos atrevidos, teniendo en cuenta la popularidad del local. Era muy formal y le invité a sentarse conmigo. Me habló de su trabajo en una oficina cercana. Le conté que había llegado de Barcelona. Fue simpático, charlamos agradablemente y pronto nos despedimos. Me pareció distinguirlo, apoyado en la barra, durante el show, un par de noches después. No creí que estuviera por mí, aunque desentonaba un poco entre la típica clientela. Dado que necesitaba gafas para ver a cierta distancia, el no llevarlas me hacía un poco más distante o despistada. Saludó con la mano en mi dirección. Pues sí que es él, pensé. Me acerqué a verlo en nuestro descanso, cuando actuaban las strippers, y hablamos un poco. Tomamos café alguna vez más, coincidiendo a primera hora de la tarde. Un chico educado, sencillo y cálido.

(Tendrás que comprar el libro para saber, cómo un robo dio paso a un romance, inolvidable).

foto de Zaragoza literaria

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MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA