De gira y con hambre

Por sucesos como estos, te das cuenta de que cumples con tu trabajo mucho más allá de la necesidad. Y por eso mismo, me merecen todo el respeto esos artistas anónimos que por ahorrar y por sobrevivir, machacaron su cuerpo. No por espíritu bohemio. Por irresponsabilidad de las empresas. Una gran escuela de vida, para quien sabe lo que es.

«LA PÍCARA REINA», GIRA DE COLSADA, 1984.

Después de las funciones nos acercábamos a la feria, donde ya nos conocían por seguir la misma ruta. Una noche, en uno de los puestos de tiro, descubrí una valla con unas fotos en blanco y negro de vedettes y actores famosos que habían estado allí en otros años. En una de ellas se podía ver a un apuesto Ignacio Vidal y a Lina Morgan como estrellas de Hollywood, riendo juntos, jóvenes. No nos faltaban tickets gratuitos para subirnos a las atracciones, donde entre ida y venida, los feriantes nos contaban las últimas novedades. Que si una bailarina del portátil había desaparecido con un mozo de la montaña rusa o si hubo navajazos en el último pueblo. Las fugas de las bailarinas eran corrientes, en vez de rescindir un contrato o llegar a un acuerdo, se marchaban en cuanto se enamoraban o si habían conseguido reunir lo que tanto esfuerzo les había costado. No me extrañó, pues cumplir lo que firmaban sin entender ni media palabra beneficiaba, sobre todo, a los contratantes. Ellas, me contaron que les retenían el pasaporte y parte del sueldo, práctica totalmente ilegal, para asegurarse su permanencia. Llegaban a realizar hasta cinco funciones diarias.

¿Por qué eran tan corrientes esas escapadas? Contrariamente a lo que se argumentaba, las bailarinas inglesas no eran mejores ni más baratas que las nacionales. Tuve compañeras españolas, muy buenas profesionales, que aguantaron alguna corta temporada y, teniendo a favor la camaradería que lo hacía soportable, no era un empleo grato por las condiciones de vida. Ninguna. En Inglaterra, las maestras de baile, que se llevaban jugosas comisiones, no les explicaban a sus alumnas en qué consistía la gira, que deberían convivir en una misma roulotte (o en un trailer habilitado), eso era el truco del alojamiento incluido. En cambio, aquellas coristas, de Colsada, a quienes formé en su primer trabajo, se dejaban parte del sueldo en el alojamiento. Estaban más cómodas, pero eso, más el pago obligado de aquellos porcentajes, reducía su economía si pretendían ahorrar. Comían poco. Alguna vez en medio de un baile, a medio metro, vi unas piernas tendidas en el suelo, las de una chica arrastrada entre tramoyistas y bailarines desapareciendo entre los bastidores. Mientras yo movía al resto de compañeras con un par de indicaciones sobre la marcha, cubriendo el vacío que había dejado en la coreografía. Los desmayos eran el resultado del poco alimento que ingerían, una dieta de sándwich de jamón con queso y un café con leche, o un yogur y una sopa de sobre en una taza, calentada con una resistencia.

Al llegar a la feria estaban aquellos chiringuitos con mesas alargadas, con manteles de cuadritos verdes y blancos, ocupando sitio con todo aquel que fuese apareciendo con hambre. A juzgar por las risotadas del gentío y la juerga de día y de noche, se abría el apetito y se cerraban, llenas, las cajas registradoras. En las primeras horas de la madrugada, con el estruendo de las bocinas de las atracciones, la reverberación de los voceros de las rifas y puestos, el aire se iba condensando con olores de humanidad, sudor, tabaco, una humareda de lacón, chorizos, pimientos y ajos, algún perfume pesado, manzanas caramelizadas y algodón de azúcar. Por trescientas pesetas servían un cuarto de pollo a l’ast con patatas y pimientos verdes, el plato estrella. Podía verse a cuatro y cinco chicas, muchas veces, compartiendo un plato de patatas fritas remojadas en vinagre. Ángel y yo, en alguna ocasión, encargábamos un plato más de pollo, que dejábamos sin tocar con la excusa de habernos equivocado al pedir, para que comiesen. Más tarde, después de cenar caliente, alguna decidía subirse a una atracción, como el gran barco vikingo, que mareaba mucho y acaba vomitando. Qué despilfarro de patatas y pollo. Niñas inconscientes y rebeldes, ¿qué contarían al volver a casa? Seguramente, lo que no se escondían de decir en el camerino, sin importar la ofensa: “españoles, grasientos”. 

Una noche con Bibi «Bananas» Sevilla, y menos de 58 kilos.

«UNA NOCHE CON BIBI», GIRA DE BIBI ANDERSEN, 1986.

La nómina semanal que tanto costaba cobrar iba solucionándose con parches insuficientes. Los hoteles y dietas corrían de nuestra cuenta, naturalmente, tirando de los ahorros destinados a poder pasar tres o cuatro meses a falta de bolos o de un contrato. Un día el conductor del camión se plantó y dijo que no seguía. En otra ocasión, parte de los decorados se quedaron en un teatro a modo de depósito. Un retraso y otro, incluso el propietario del equipo de iluminación amenazó con llevarse material técnico para dejarnos a oscuras, pero seguíamos. 

Y llegamos a Sevilla, economía de guerra. Mi pareja y yo nos alimentábamos con sólo mil pesetas al día. Los escuálidos flamenquines y medio bocadillo con un café con leche —el conocido estilo inglés de otro tiempo—, no me daban para aguantar el desgaste de las dos funciones. Al acostarme, el estómago me rugía de hambre, a duras penas engañado con un par de vasos de agua. Fantaseaba, y eso que no sufría los vapores de hachís tan cerca, con aquellos grandes batidos de frutas, a 600 pesetas, que habíamos descubierto cerca del cine cuando fuimos a ver el estreno de A Chorus line. No hay nada como ir a ver una película musical con bailarines y coreógrafos, ya no digo una obra en directo. Los críticos de prensa, a su lado, son unos angelitos. Contemplaba, en el espejo del camerino, las clavículas marcadas, sintiendo la holgura de la ropa. Bajé mi peso por debajo de lo normal, casi unos cinco kilos. No había estado tan delgada. Me duchaba con una pastilla de jabón, sí, sí, la derrochadora de potingues y aromas. Dosificaba el champú del cabello con temor, como si fuese oro. Tuve una lesión, una rotura de fibras en los isquiotibiales durante un número y dos chicos me tuvieron que ayudar a salir del escenario. Pedí que localizaran a un masajista de fútbol. Consiguieron contactar y traer a uno muy bueno del Sevilla C.F. No quería ni imaginar una baja y quedarme sin cobrar en mitad de la gira. Mi pierna permaneció morada durante muchos días, hice los números menos difíciles con el vendaje correspondiente.

Bibi y Javier pasaron de alojarse en hoteles de cuatro estrellas, donde se recibía a los medios de comunicación para la promoción indispensable de la función, a lugares más económicos. Comenzaron a acudir al supermercado de El Corte Inglés, aprovechando la tarjeta, llevándose los alimentos al camerino. Alguna que otra, entraba a picar. Yo no. Ni por invitación. Hubo más cambios en el ballet, entraron África C., gimnasta profesional de alta competición y profesora de Educación Física; además de Mercedes y José Antonio. Entonces, en una nueva aparición estelar, el incomparable Toni Álvarez,  “el martillo”, aderezó el surrealismo propio y de extraños, sentándose en las escaleras del escenario, emulando el cante de las saetas, sí, claro, con el soniquete que le hiciera famoso en el Apolo: «Y si no pagan, le doy y le doy a la rodilla ¡Me la machaco! Y de aquí salgo ‘destrozao’ pero vamos que si cobro», clamaba con la herramienta en un nuevo alarde malabar. «¡Ellos mismos, pero a mí me pagan o reviento aquí y los hundo», a lo que seguía el eco, “cobro, cobro, cobro…”; “hundo… hundo… hundo…”, en el teatro vacío. Paquita, acostumbrada a la costura de nivel y con su voz impostada de monja de clausura, se escandalizaba ante aquel exceso. Toni, jefe de maquinaria y profesional intachable, tenía más que el martillo por el mango. Y le funcionaba. Ni sindicatos, ni patronales, ni piquetes de huelga. Aquí te pillo, aquí te clavo. Toni Thor, fue el personaje más auténtico, rocambolesco y desconocido de la historia de la tramoya en la escena nacional. Tanto se hizo oír Álvarez y tanto creció el malestar de la compañía, que nos reunieron y no, precisamente, para tranquilizarnos. La empresa BibiAndersen Productions S.A., nombre de cuento, apropiado para este relato, estaba en una situación límite, más cerca de abandonar que de otra cosa, y el gerente,  con desazón pero aguantando el tipo, reconoció el patente fracaso económico, lanzando la idea del cierre total allí mismo. Y Toni, callado, sin pestañear, con las carótidas disminuyendo su exagerado relieve, sabiendo que saldría de allí con dinero.

Hambre, cansancio, decepción, acallé la pasión bohemia, la buena fe y le di, interiormente, por una única vez, la razón a Serrano. Nada de romanticismos, teníamos que salir honradamente del hotel, pagarlo era lo prioritario. La de veces que había mirado abajo, al patio interior, típico sevillano, desde la ventana de mi habitación en el tercer piso, imaginando una huida de maleante, imposible por lo enrevesada. Fantasía desbocada o no, de alguna certeza tendría que proceder aquella frase de otras épocas: “Esconde la cubertería y la plata, que vienen los artistas”. Por eso, me sumé a los inteligentes que propusieron continuar. La razón, evidente, el mecanismo de supervivencia con la esperanza de sumar fechas y recuperar la cantidad que se nos debía, pues abandonar era perderlo todo. Y también, cierto y loable, la buena pasta de la que estábamos hechos quienes vivimos aquello y sumamos fuerzas por compañerismo. Pávlova y el regidor se despidieron. No sé los demás, pero a Barcelona no iba a volver de vacío. Bibi se mostró agradecida y emotiva. Javier Serrano se comprometió, firmemente, a ponerse al día si continuábamos y, de momento, nos dio el dinero para poder salir del hotel evitando que nos ficharan en un cuartelillo. Una hora después, Javier se puso en la puerta del autocar repartiendo a todos la misma cantidad, lo que quedaba de la recaudación. Tras dos horas de viaje, y con dinero en el bolsillo, paramos a cenar en un bar del trayecto —visto uno, vistos todos—, de aquellos tan cercanos a los clubs de prostitución, la reconocible guirnalda de luces plantadas en el medio de la nada, en las carreteras nacionales. 

Stallone ¡Cobra!…

Fragmento del capitulo 07 El espectáculo debe continuar.

«Javier de Campos y conociendo al inolvidable Alfonso Nadal».

Los días fueron pasando. Una ciudad, otra y otra. Al llegar a San Sebastián, de la que ya me había enamorado con Colsada, Javier de Campos no tenía hotel. Nosotros estábamos alojados en un antiguo hostal con suelo de madera, de la “cuesta del culo” frente a la playa de la Concha, y mientras buscaba habitación, le propusimos compartir la nuestra.

Había que ver a Javier, exclamando: «¡Qué feliz estaría el General!», en clara alusión a su padre. Javier se mostraba jocoso, al compartir la cama conmigo, debido a sus apetencias por aquel tipo de hombre que él gustaba en llamar ‘púber, canéforo y querubín’.

Pasamos muchas noches charlando en el bar del hotel La mal Maison, viendo amaneceres espectaculares. En aquellas tertulias me enteré de que, aun siendo “grosero”, quiero decir, nacido en el Gros, y ya residente en Madrid, había sido compañero, en el Colegio de El Pilar, de algunos de los políticos y presidentes de grandes empresas de aquellos años. Qué poco se equivocaba aquel hombre del futuro de este país. A veces se ponía en situación y me imitaba, por lo rigurosa en la puntualidad: «Uy, uy, son las cinco, cojo mi neceser y me voy a nado hasta la isla de Santa Clara, que no se puede llegar tarde a la función», añadía con mucha gracia. Él era meticuloso, gran lector y tremendamente impuntual.

Cuando estábamos en el teatro Principal, salíamos a la calle con cuidado, a veces encontrábamos humo denso, no de artificios festivos, había algaradas y correrías. Allí, en el norte, la vida me regaló la oportunidad de conocer al gran amigo de Javier de Campos, el artista que interpretó a Pilatos en Jesucristo Superstar, con Jaime Azpilicueta, y protagonista en The Rocky Horror Picture Show,con Gil Carretero. Hablo de Alfonso Nadal. Congeniamos inmediatamente y lo pasamos en grande durante sus días de visita. Era como conocernos de toda la vida. Me quedó el sentimiento de una gran confianza —tan voluble y presta a ser perdida en ese entorno—, y unos años más tarde me demostró que era digno de ella.

En Llanes, Asturias, íbamos hacia el teatro y pasamos delante del cine local. Javier se paró delante de un póster de una película anunciada y llamando la atención de quienes circulaban, exclamó: «¡Stallone! ¡Cobra! ¡Cobraaaaaa!».

La gente miraba y no entendía nada, nosotros nos partíamos de risa queriendo quitar hierro a la verdadera cuestión, la deuda contraída por la empresaria y titular de la Compañía, ‘Bibí’, tal como él la nombraría con fina sorna y deje de doncella de burgués, al finalizar ese contrato, “mi antigua señorita”. Javier tenía tendencia a soltar una larga exclamación: «Bueeeenaaaas», con diversas entonaciones, cuando quería hacer hincapié en algo que le provocaba interés, y de todas las frases que le hicieron famoso en sus monólogos, aún repito una muy vigente: «No es de que manos dependemos sino de que garras colgamos». Era, sin duda, uno de los más ingeniosos e inteligentes humoristas que tuve el placer de conocer. Con él y con Ángel descubrí que las mejores sardinas de Santander no se comían en la playa de “El Sardinero”. Quizás arrebatada por una anterior excursión a Somo, en otra gira, también pasó a ser, ésta, una ciudad amada. Aquella iba a ser para mí “la última tournée”, título de la obra que representa Bibi con Marisol Muriel, que también participó como bailarina en la última parte de la gira, y Manuel Bandera.

Qué decir de las ciudades visitadas. Entre Colsada y Bibi, conocí todas las de España, excepto Ávila y Toledo. Si antes había bajado del autocar a la recepción del hotel, con el tiempo justo de soltar las maletas, en esta gira, saltamos directamente, varias veces, a la primera función de la tarde. Con el cuerpo entumecido, sin poder ducharnos y sin hacer un calentamiento reparador. Y de repente, devorando kilómetros durante semanas, después de viajar toda una noche, amanecimos una mañana, sin saber cómo, con el autocar metido, unos cuantos metros, en un campo de sembrado alto. Sin explicación. Entre los fumados del fondo y los que dormíamos delante, nadie supo decir qué había pasado. Ni el conductor fue capaz de dar una explicación de cómo y porqué habíamos llegado allí,  afirmando que no recordaba haber parado, ni por tener sueño. Un expediente ‘X’. Ese tema, por cierto, una decepción total, ya que en tantas interminables noches de carretera, escudriñando el cielo desde mi asiento, nunca vi nada fuera de lo normal. 

Para que tengáis una idea de la proyección física y vehemencia de mi amigo Javier de Campos D.E.P. aquí os dejo una aparición suya en TV, que alguien ha tenido la gentileza de subir, para deleite de quienes tanto le quisimos. Quienes jugaron al videojuego de «Los justicieros» de Picmatic, con el guionista y amigo Mariano Vázquez, recordarán al «enterrador», él mismo, estupendo, como siempre.

En directo, era más rotundo y en las tertulias con sus amigos, fue todo un privilegio.

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Encuentro con el empresario Ortiz

Fragmento del capítulo 07 El espectáculo debe continuar.

En aquel año, hubo un claro y apabullante triunfador, la revista ¡En vivo! de Andrés Pajares y Fernando Esteso, en gira con el mencionado Teatro Argentino, dirigida por Mariano Ozores, con música de Fernando García Morcillo. Los dos cómicos vivían en sus lujosas caravanas en el mismo recinto y se decía que hacían millones cada día.

Vi su espectáculo y saludé a los bailarines. Uno de ellos se dirigió a mí muy eufórico: «¡Ana! pensaba que estabas en Madrid». Yo, me reí: «No has acertado nada, me llamo Carol y soy de Barcelona». El chico me explicó lo mucho que me parecía a su amiga, también bailarina -de ahí la confusión- y me quedó la curiosidad, por aquel caso de Doppelganger.

Una tarde, antes de la función, vi a Ricardo Ferrante cruzar nuestro escenario, se paró a saludar a Ángel y yo estaba a su lado. Se dieron un abrazo, efusivo, eran viejos conocidos. A continuación, se dirigió a mí: «Hola, ¿qué tal? ¿bailas aquí?», le respondí que sí. «Bien, bien y ¿cómo te llamas?». Le dije mi nombre y no hice nada para que me reconociera. Fue la última vez que lo ví en persona.

La noche siguiente al final de la función, el empresario y representante de aquella gran revista, el señor Ortiz, estaba esperándonos a Amanda y a mí para ofrecernos un contrato inmediato en el ballet The Haley Star Dancers. Educado y sin preámbulos, no me había sucedido antes que un competidor me quisiera contratar, así, delante de las narices de la empresa. Era a la vez halago y compromiso. Una buena forma de aumentar el sueldo y me brindaba la ocasión de conocer el círculo de Madrid con más oportunidades.

Amanda escuchó, tomó su decisión, respondió y se fue. El señor Ortiz, insistió mucho para que me lo pensara y dejó caer que podría mejorar mis condiciones, destacar, salir del conjunto. Confieso, que no quería marcharme quedando mal. Tenía un fuerte sentimiento moral hacia las personas con quienes trabajaba desde que decidimos continuar y salvar la gira.

Hubiera sido divertido, bailar con Ferrante… como si de la primera vez se tratase. Y terapéutico, kármico, sin querer banalizar sobre eso, decirle a mi empresario que su bailarina de Barcelona, que para él valía menos, tenía una oferta mejor, y darle un plantón. Pero yo no era —sólo imaginaba que podía llegar a serlo— superficial, vengativa, egoísta e interesada.

MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA

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Salir del hotel, dignamente.

Fragmento del capítulo 07 El espectáculo debe continuar.

La nómina semanal que tanto costaba cobrar, iba solucionándose con parches insuficientes. Los hoteles y dietas corrían de nuestra cuenta, naturalmente, tirando de los ahorros destinados a poder pasar tres o cuatro meses a falta de bolos o de un contrato. Un día el conductor del camión se plantó y dijo que no seguía. En otra ocasión, parte de los decorados se quedaron en un teatro a modo de depósito. Un retraso y otro, incluso el propietario del equipo de iluminación amenazó con llevarse material técnico para dejarnos a oscuras, pero seguíamos. 

Y llegamos a Sevilla, economía de guerra. Mi pareja y yo nos alimentábamos con sólo mil pesetas al día. Los escuálidos flamenquines y medio bocadillo con un café con leche —el conocido estilo inglés de otro tiempo—, no me daban para aguantar el desgaste de las dos funciones. Al acostarme, el estómago me rugía de hambre, a duras penas engañado con un par de vasos de agua. Fantaseaba, y eso que no sufría los vapores de hachís tan cerca, con aquellos grandes batidos de frutas, a 600 pesetas, que habíamos descubierto cerca del cine cuando fuimos a ver el estreno de A Chorus line. No hay nada como ir a ver una película musical con bailarines y coreógrafos, ya no digo una obra en directo. Los críticos de prensa, a su lado, son unos angelitos. Contemplaba, en el espejo del camerino, las clavículas marcadas, sintiendo la holgura de la ropa. Bajé mi peso por debajo de lo normal, casi unos cinco kilos. No había estado tan delgada. Me duchaba con una pastilla de jabón, sí, sí, la derrochadora de potingues y aromas. Dosificaba el champú del cabello con temor, como si fuese oro. Tuve una lesión, una rotura de fibras en los isquiotibiales durante un número y dos chicos me tuvieron que ayudar a salir del escenario. Pedí que localizaran a un masajista de fútbol. Consiguieron contactar y traer a uno muy bueno del Sevilla C.F. No quería ni imaginar una baja y quedarme sin cobrar en mitad de la gira. Mi pierna permaneció morada durante muchos días, hice los números menos difíciles con el vendaje correspondiente. No abandoné.

La estrella y su manager, pasaron de alojarse en hoteles de cuatro estrellas, donde se recibía a los medios de comunicación para la promoción indispensable de la función, a lugares más económicos. Comenzaron a acudir al supermercado de El Corte Inglés, aprovechando la tarjeta, llevándose los alimentos al camerino. Alguna que otra, entraba a picar. Yo no. Ni por invitación.

Entonces, en una nueva aparición estelar, el incomparable Toni,  “el martillo”, aderezó el surrealismo propio y de extraños, sentándose en las escaleras del escenario, emulando el cante de las saetas, sí, claro, con el soniquete que le hiciera famoso en otros tiempos: «Y si no pagan, le doy y le doy a la rodilla ¡Me la machaco! Y de aquí salgo ‘destrozao’ pero vamos que si cobro», clamaba con la herramienta en un nuevo alarde malabar. «¡Ellos mismos, pero a mí me pagan o reviento aquí y los hundo», a lo que seguía el eco, “cobro, cobro, cobro…”; “hundo… hundo… hundo…”, en el teatro vacío. Paquita, acostumbrada a la costura de nivel y con su voz impostada de monja de clausura, se escandalizaba ante aquel exceso. Toni, jefe de maquinaria y profesional intachable, tenía más que el martillo por el mango. Y le funcionaba. Ni sindicatos, ni patronales, ni piquetes de huelga. Aquí te pillo, aquí te clavo. Toni Thor, fue el personaje más auténtico, rocambolesco y desconocido de la historia de la tramoya en la escena nacional. Tanto se hizo oír y tanto creció el malestar de la compañía, que nos reunieron y no, precisamente, para tranquilizarnos. La empresa, con nombre de cuento apropiado para este relato, estaba en una situación límite, más cerca de abandonar que de otra cosa, y el gerente,  con desazón pero aguantando el tipo, reconoció el patente fracaso económico, lanzando la idea del cierre total allí mismo. Y Toni, callado, sin pestañear, con las carótidas disminuyendo su exagerado relieve, sabiendo que saldría de allí con dinero.

Hambre, cansancio, decepción, acallé la pasión bohemia, la buena fe y le di, interiormente, por una única vez, la razón al manager. Nada de romanticismos, teníamos que salir honradamente del hotel, pagarlo era lo prioritario. La de veces que había mirado abajo, al patio interior, típico sevillano, desde la ventana de mi habitación en el tercer piso, imaginando una huida de maleante, imposible por lo enrevesada. Fantasía desbocada o no, de alguna certeza tendría que proceder aquella frase de otras épocas: “Esconde la cubertería y la plata, que vienen los artistas”.

Por eso, me sumé a los inteligentes que propusieron continuar. La razón, evidente, el mecanismo de supervivencia con la esperanza de sumar fechas y recuperar la cantidad que se nos debía, pues abandonar era perderlo todo. Y también, cierto y loable, la buena pasta de la que estábamos hechos quienes vivimos aquello y sumamos fuerzas por compañerismo. Pávlova y el regidor se despidieron.

No sé los demás, pero a Barcelona no iba a volver de vacío. La estrella, se mostró agradecida y emotiva. El manager, se comprometió, firmemente, a ponerse al día si continuábamos y, de momento, nos dio el dinero para poder salir del hotel evitando que nos ficharan en un cuartelillo. Una hora después, la pareja de la estrella, se puso en la puerta del autocar repartiendo a todos la misma cantidad, lo que quedaba de la recaudación. Tras dos horas de viaje, y con algo dinero en el bolsillo, paramos a cenar en un bar del trayecto —visto uno, vistos todos—, de aquellos tan cercanos a los clubs de prostitución, la reconocible guirnalda de luces plantadas en el medio de la nada, en las carreteras nacionales. 

MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA

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Lo del topless

Fragmento del capítulo 07 El espectáculo debe continuar.

Era diciembre de 1985, Cati me avisó de que en la compañía de Bibi Andersen, emplazada en el teatro Victoria, organizaban un casting porque una de las bailarinas, Beverley Rolls, marchaba como “secretaria” al concurso Un, dos tres. Fui al teatro a preguntar y, Jacqueline Sullivan, la capitana, simpática, salió a tomar un café conmigo. Me estuvo interrogando y después llegó Javier Serrano, gerente y máximo responsable, invitándome a ver la función de tarde. Tomé asiento en la fila trece, a la izquierda, junto al pasillo, para contemplar un espectáculo mucho más moderno de lo que había conocido. No tenía argumento ni escenas de sketch porque era un formato de sala de fiestas. Bibi, dos humoristas: Javier de Campos y Miguel Caiceo, conocido posteriormente como ‘Doña Paca’ en Telecinco, y el mago Elysée, con su pantera negra. El diseño de vestuario era de Pedro Moreno y realizado por Ana Lacoma, Amparo Coll, Gerardo y Toni, Maribel y Menkes. De este último, también los zapatos, los sombreros eran de Angelita, los decorados, de Javier Serrano sobre bocetos de Gerardo Vera, realizados por Enrique López y los Hermanos Salvador; las cortinas, también de Enrique López y Emilio Ardura; el diseño y equipo de iluminación, de José Luis Rodríguez, quien dejó al cargo a Ángel Palomino; la producción musical, de José Gea para Sintonía S.A.; el equipo de sonido, de Jordi Morell con su técnico Ferrán Baulo; y el regidor, Juan Rey.

Me citaron para la audición con Penny, ex bailarina de los programas de Lazarov y auxiliar de Giorgio Aresu, el coreógrafo titular. Hice la prueba sola. Otras dos chicas se presentaron en horario distinto. Penny estaba molesta por tener que viajar desde Madrid para, según ella, tan pocas bailarinas. Tampoco era un contrato llamativo, ya que viajar ocasionaba quebraderos sentimentales y económicos, pues los gastos de alojamiento y alimentación los asumía cada cual. Al cabo de dos días Javier Serrano me llamó para contratarme. Estuve tres días ensayando con Jacqueline antes de la función de tarde. El cuerpo de baile se llamaba Diferente. Y tanto.

Una noche al salir por el hall, me encontré con mi querido Máximo Hita. Había estado viendo la función. Fue un momento de sorpresa y alegría. Creo que mi amigo se dio cuenta de que en aquellos cuatro años sin vernos, había camuflado la inocencia y espontaneidad que me caracterizaban. Queriéndole tanto, mis emociones se mantenían a resguardo. Era el aflorar de la dureza, por mucho que quisiera abrirle mi corazón tocado pero no hundido. No puedes resumir todo lo vivido y sentido en un encuentro, ni en dos, no debes hacerlo, y ¿qué tendría que contarme él después de tanto tiempo alejados? Todos cambiamos mucho. Este viaje no te permite acarrear un gramo de lastre. Fabricas un sumidero de quita y pon, místico, donde vas tirando todo aquello que te ha llevado a convertirte en otra persona. Es catártico, con dolor y gozo. Todo eso se comprende entre iguales con una mirada, la que conlleva la soledad.

Después de la tradicional función de Fin de Año, el día 1 de enero fui la primera en entrar a los camerinos. Pasando por delante del cuarto de costura, con la luz encendida y escuchando un leve ruido que atribuí al novio de Paquita, y dije hola como siempre. Estaba maquillándome, empezaban a llegar los compañeros, cuando oí voces alteradas en la platea y salí apresuradamente. La sastra entraba llorando. Alguien más la seguía intentando consolarla. Cuando llegó a los camerinos y pudo hablar, sofocada por el llanto y los nervios, nos contó que la noche anterior, había ido con su novio a la sala de fiestas Emporium y, cuando se despidieron, quedaron en verse por la mañana en casa de él. Entonces, la buena mujer entró en el piso y lo encontró vestido con el esmoquin, tumbado sobre la mesa del comedor donde se suicidó abriendo el gas. A pesar de lo siniestro y dramático del momento, no pude por menos que mirar de reojo al cuarto de costura, donde hubiera jurado que sí había alguien cuando saludé.

Mi familia no asistió a la función de Una noche con Bibi. Lo iba retrasando con excusas y tuve que confesarle a mi madre que hacía toples. Ella, decepcionada, respondió: 

—Concha Velasco y Lina Morgan no lo hacen.

—No soy Lina Morgan o Concha Velasco, soy una bailarina, no una vedette, y no hay más de momento. Es el mejor sueldo que he tenido y esto no es indecente. 

Por no mentir, me decidí a no decir toda la verdad a mi padre. Admitirlo, pues ya me había puesto mala cara en la playa, hubiera sido darle la razón de aquellas luchas juveniles sobre la decencia de las artistas y ocasionar un gran malestar familiar. Como ha ocurrido con otras tantas artistas en el Arnau, Scala, el Molino y Belle Epoque, no siendo un desnudo sexual o vulgar, creaba disgustos si la mentalidad era tradicional. Siempre se ha considerado un pretexto estético con unos vestuarios que realzaban la belleza a una distancia y en determinadas escenas. Fue una batalla que no estaba dispuesta a librar y me suponía cobrar el doble que con Colsada, sin tener responsabilidades. Justificarlo, resultaba inútil. Por fortuna no era la única mujer, en la playa y el teatro, liberal, con dos tetas y solamente dos, “mandando”, que se decía mucho. 

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