Aquella Nochevieja en Zaragoza

Ayer, una Nochevieja más, se cumplieron 41 años desde que pasara la primera fuera de casa, lejos de mi familia y de mis conocidos. Sucedió en Zaragoza, trabajando en la Sala de Fiestas Aida, con el Ballet de Jennifer Lee. Tuve la suerte de haber conocido a un buen chico. Una bonita historia con un final amargo. Un amor de juventud que prometía más de lo que pudo ser. Uno de aquellos casi de noviazgo, que nunca he tenido, pero sí de cine; de compras; de meriendas; de cierta intriga sentimental… de lo que me quedaba de inocencia. Una historia del buen chico que trabajaba con un abogado y quería ser graduado social y la bailarina que viajaba cada mes a un lugar, intentando hacerse un hueco en la profesión.

Me acordé y con razones, por ello ahora relato un fragmento del libro. No es añoranza. Con la perspectiva del tiempo se podrían decir más cosas. Una se acuerda del primer beso, del primer baile… de la primera carta.

A Jorge le correspondió, ponerme frente a la primera elección seria entre el amor y la profesión. Lo anterior me lo miro con afecto, con gratitud por los inolvidables caprichos del destino, pero lo de Jorge fue devastador y me duró mucho tiempo. Así tenía que ser y ha sido. De todos los fines de año vividos, peculiares, esplendorosos e inesperados este fue el más especial y si no fue mejor, era solamente por mí causa. Me ha costado mucho confiar mis sentimientos y, sin embargo, escribir al aire sin saber quien me lee y si interesa me produce casi lo mismo que actuar. Los artistas, somos exhibicionistas, este es ahora mi escenario.

El tiempo no pone nada en su lugar, lo ponemos nosotros y debemos responsabilizarnos de ello.

Una vez fui joven, ilusionada… bien tratada. Querida. Ahora también, pero en mi caso, a los 21 años idealizas y construyes los cimientos para el amor que vendrá después, sin buscarlo… y entonces todo eso, cuando no quedan dudas, responde por ese lugar que ha ocupado cada momento y cada persona en tu vida. No se llama Jorge, le cambié el nombre para no perturbar su presente, pues es una persona muy conocida en el ambiente empresarial y jurídico-laboral de Zaragoza.

Fragmento de Ciudad Solitaria, capítulo 4º.

Entonces, llegó la tarde del último día del año. Se acercaba el final de mi contrato, estábamos en el apartamento.

—Quédate conmigo, no te vayas —dijo, pausada y tiernamente—. No vuelvas a Barcelona.

 Cuando alguien formula ese deseo, en ese tono, espera que le respondan que sí. 

—No puedo quedarme. Si salgo ahora de lo que conozco, no encontraré trabajo si quiero regresar, necesito seguir bailando —respondí.

Pude herirle profundamente en su amor propio. Él no respondió. Tuve que sonar insensible, desacertada y torpe. Y no lo era. Por más que quisiera decir que sí, la respuesta era fría y demasiado rápida. Me estaba demostrando que le importaba. Y él a mí. Me costaba darle argumentos. No soportaba la idea de encerrarme, otra vez, en una academia a dar clases en una ciudad donde extinguirme como artista, establecerme en nombre de la seguridad, bajo el techo del amor, apenas habiéndome probado, creyendo que era capaz de conseguir lo que me proponía. ¿Qué sabía yo de él? Excepto que era bueno para mí. De sus sueños. Querría formar una familia y prosperar con un buen trabajo. Podía haber apostado por darnos una oportunidad, disfrutar juntos aquel regalo en el cruce de tan dispares destinos. Lo más terrible era el presentimiento de que, con tantas inquietudes, si no desarrollaba mi vocación y mi objetivo, iba a amargarle la vida, estropeándolo todo. Eso no. Tardé mucho tiempo en darme cuenta del alcance de mi aparente dureza y del desengaño que provoqué.

Aquella Nochevieja, Jorge se fue de cena con sus amistades. Eso dijo. A lo mejor estuvo solo y me lo ocultó. Después del show, las cinco chicas nos dirigimos a Scratch. Allí habíamos quedado en vernos. No estaba tan entusiasmada como mis compañeras ni la gente que abarrotaba el local. Impaciente, miraba a un lado y al otro. Ansiosa, creyendo que él se acercaba. Janet trajo una bandeja con canapés y unas copas que nos enviaba el DJ.

—¿Qué te pasa? –preguntó curiosa—. «Come on girl! Let’s dance!»

Yo seguía con la vista perdida, por detrás del gentío, al borde de la pista de baile que tenía a un palmo, esperando. Me sobresaltó cuando me lo encontré de cara, tal como surgió de entre una masa de piernas, brazos y cabezas, con su silueta recortada por el contraluz de la fiesta. Quise acercarme y darle un beso, pero no lo alcancé.

Él hizo que bailaba y sonrió con su boca preciosa pero no con sus ojos.

—Estoy con mis amigos —seguía sonriendo, alzando la mano en alguna dirección a mi espalda—. ¡Nos vemos luego! ¡Pásatelo bien!

Desapareció. No tuve tiempo ni fuerza en la voz para que pudiera escucharme cómo le decía exactamente lo mismo que él a mi aquella tarde: «No te vayas, quédate conmigo».

Al volver al coche con las chicas, lo encontramos abierto. Nos habían robado. No presté atención, por suerte no había dejado dinero ni las llaves de su apartamento. No había bebido, estaba confusa, débil. Aquella noche, me faltaba lluvia. Me habría serenado. En los pocos funerales a los que he asistido, como un desafío a la falta de vida, ha brillado un sol atroz, indeseado, aplastante, así lo he sentido. En la puerta de artistas que tantas veces he cruzado, al acabar la función, enterrando los temores y las tristezas en el camerino, sin embargo, llovía. En las grandes decisiones, en acontecimientos alegres, lluvia. Me tranquilizaba. Alguna tarde, me había alcanzado sin paraguas, empapándome el cabello y la cazadora, yendo a la sala, esquivando el lento y estudiado deambular de hombres solos, en busca de mujeres más solas, en las cercanías de la Parroquia de Santiago el Mayor, mujeres que lejos de apostarse en las porterías, luciendo sus reclamos, tal como había visto en la calle Conde del Asalto y en la calle San Pablo de Barcelona, se deslizaban por la acera silenciosamente en una rutina de signos mudos, perfectamente orquestados, acompasados con la parsimonia de los clientes.

Llegué a casa antes que él. Con desasosiego. Abrumada por tantos sentimientos contradictorios, como pocas veces en la vida. Tras cerrar la puerta, fui al baño a quitarme el maquillaje. En aquel momento, encontré a faltar el Moussel de Legrain, la placidez de lo conocido, el aroma, la espuma, lo seguro de la distante vida familiar. De vuelta al salón, al dormitorio, otra vez nerviosa, como si estar delante de la puerta, acelerase su llegada. Nada. Volví sobre mis pasos y abrí la maleta guardada, revolviendo la parte del bolsillo interior, pequeñas cajas metálicas pintadas, vintage, que había comprado en mi deambular por Almacenes Gay, algunos cuadernos de notas pequeñitos y bolígrafos nuevos, carpetillas con sobres y bloc de papel de carta, aromatizados de flores, con hojas ya arrancadas y enviadas no sé a quién, y los dos sencillos cuadernos de espiral de donde estoy recuperando algunos datos. El silencio aplastante, sólo era interrumpido por el ruido de coches y gente riendo, lejanamente. El planeta entero estaba de celebración.

Debió ser una de esas casualidades, lo poético, la belleza, abriéndose paso en lo corriente, abrí la tapa del walkman, inserté el casete que tenía en la mano, presioné aquella tecla mecánica, emitiendo un pequeño chasquido. No, déjalo; sí, ponlo. Colgaban los auriculares enredados, me los acerqué. La cinta lloriqueó un poco, mientras se tensaba o se rompía definitivamente.

No, no se estropeó, sigue en mi casa para corroborarme que es verdad que sucedió. He tirado muchas cintas en la última mudanza.

No la miro, no la toco, pero está y la de Saturday night fever, también. Aquella que salió de un cajón, saltó a su cama y esperó su turno, para tocar por última vez, un par de compases terminando, mientras el giro de la cinta se corregía y entonces, claramente, cantando, Mina Mazzini:

“Todas las calles llenas de gente están

y por el aire suena una música

chicos y chicas van cantando llenos de felicidad

más la ciudad sin ti, está solitaria…”

Me invadió la melancolía. Dejé el walkman, aquello superaba mi juego de adivinanzas preferido, el de las páginas que escogía al azar de libros que curioseaba en estanterías de cualquier sitio, cuando buscaba respuestas y mensajes secretos. «Vamos, venga ¿qué tenéis que decirme?» Los guiños de las canciones que sonaban a veces en la calle, otras, en el metro, un ascensor o una cafetería, haciendo que les prestase atención.

Qué fácil sería presionar la tecla de retroceso hasta volver a aquel punto que quisiera repetir e interpretar mejor. Las dudas, las incomprensiones, las decisiones… acertar, equivocarse, madurar. Me fui apagando, sumida en el agotamiento de no hacer nada, con la luz encendida, esperándole. Me dormí mal. Él regresó a casa, ya amaneciendo, como si nada, sonriendo y ausente.

—Pensaba que íbamos a encontrarnos en Scratch —dije, apartando la mirada.

—Y así ha sido —respondió él.

—Me refería a seguir la noche juntos —musité débil y casi reclamando—. Te has ido. Me he quedado sola.

Me di cuenta, al escuchar mi voz, la ingenua, romántica y llorona en las películas, sólo había sido feliz. Era eso. Sin dudas, sin discusiones, sin necesidad de poseer, porque hasta aquella tarde, ya lo tenía, confiada ante aquel amor entregado, sin medir las consecuencias. Sabiéndolo, no nos resguardamos ninguno de los dos.

—Estoy aquí, contigo, ahora, como cada día. Piensa si…  —dijo, a la vez que adoptaba un tono frío, y acusaba su distancia—, cuando te vayas, seguirás sola, así nos conocimos.

Verdad. Estar sola no era problema. Ir de acá para allá. Creí que la bohemia me pedía más aventura, más riesgo, más carretera… El baile y la gente, de paso, estaban siempre. No era soledad total. Tampoco se trataba de eso. Lo que sentía no coincidía con la explicación ofrecida bruscamente. El mágico calidoscopio amoroso, producto de aquel cóctel de tornasoladas y vibrantes hormonas de la felicidad, se estaba haciendo trizas, y era lacerante. Busqué mentalmente mi salida de emergencia. No la encontré. Me quedé callada, contra la pared de mi limitación. Sintiéndome culpable por herir los sentimientos de un hombre por primera vez. Vacía. No recuerdo haber pasado juntos el día de Año Nuevo. Ni más intimidad. Ni risas. Ni malas caras. Me desperté la penúltima madrugada, mirándole mientras dormía a mi lado derecho. Tranquilo. Vulnerable, como yo lo había sido, en las habitaciones compartidas a la fuerza. Cuando aquella mañana abrí los ojos, el precio de la elección y de haber abierto la boca, precipitadamente, se hizo presente. Nadie.

El espejo no engaña. No me respondía con exigencias y dudas como en la academia. No me devolvía la figura de una mujer de estreno, a la conquista de todo lo que se propusiera, como en el teatro Principal de Alicante. Mientras me maquillaba, la última noche en el camerino, me rendí al hecho de que no estaba preparada para comprometerme en una relación que no me permitiese seguir con la libertad que había conseguido y, a la vez, garantizarle aquella felicidad que me brindaba. Fui consciente de mis relaciones, breves, con fecha de caducidad. Me permití extravagancias. Alguna vez, desdramatizando, le dije a uno de esos romances predestinados a no prosperar: «date la vuelta, bájate los pantalones, que quiero saber cuándo te acabas». Y en otras ocasiones, me ponía muy seria, copiando aquellas frases de peliculón heroico: «Sálvate tú, Flanagan, sigue sin mí, no te convengo». Los desconcertaba. Entonces, ese «quédate», solemne, al final, desmesurado. Diez años después, un hombre ducho en la infidelidad y pragmático con las despedidas asépticas, me diría que no mirase atrás después de decir adiós. En aquel instante, fuese superstición o consejo de amante avezado, no podía saber de esa facilidad en librarse del drama. Además, quería a Jorge, pero no sabía cómo decirlo. Miré atrás, en cada ocasión, hasta donde recuerdo. Y seguía allí, siempre. ¿Qué había para mí, más inquietante y a la vez maravilloso que girarme y encontrarme con la mirada serena de Jorge, todavía presente, como un faro incólume, azotado por la brava tempestad en un mar de noche cerrada, ofreciéndome una seguridad sentimental nueva?

Debimos decirnos alguna cosa: cuídate, que te vaya bien, ya me escribirás, ya nos llamaremos. Yo que me acuerdo de todo, no encuentro una despedida en sus brazos, ni un beso de amigos, ni siquiera un «piénsalo». Nada fuera de sitio. ¿Cómo fue el último adiós? Seguramente, no lloré y no dije alguna cosa necesaria. No era por él, tópico, era por mí. Como tantos, era una analfabeta emocional capaz de llorar mirando películas de amores ajenos. Y aquello no era una película.

Ya en Barcelona, obtuve una declaración de una de las chicas:

 —La otra noche me encontré con alguien que llevaba puestas tu blusa de encaje con botones perlados y la falda negra de terciopelo —afirmó con un gesto de contrariedad.

La ropa, un regalo de mi estimada tía Antonia, que me robaron en la pensión de Zaragoza, con la puerta cerrada bajo llave. Sospeché de aquella cantante desde el principio. No volví a ver su cara hasta 2019 en la portada de un disco de 1984, un cuarteto femenino cantando en inglés. Bendigo su existencia. El incidente de las prendas sustraídas dio velocidad, gasolina y oportunidad a un amor único, como son todos los amores de nuestra vida. Escribí a Jorge un par de veces, no quería perder el contacto. Supongo que tampoco ayudé a mejorarlo, puede que hasta lo empeorase. Al no saber cómo asumir lo que había sucedido, escondí, como antaño hiciese, la pena. Tenía la obligación de avanzar. 

Al escribir este capítulo, no he podido evitar abrir la caja de cartón con lo poco que he conservado durante estas cuatro décadas, en busca de aquellos objetos que guardé cuando sólo me tenía a mí misma y cualquier detalle afectivo era tan valioso. Tesoros, por su significado. El muñequito articulado de la vieja tienda artesana, “musical baby doll”, made in Japan, de Shackman N.Y. 10003 que me regaló Jorge, funciona perfectamente. Uno de los pocos recuerdos que han sobrevivido a tantos cambios de casa y al avance aligerando el equipaje.

También me queda de ese encuentro que me reconcilió y a la vez me vapuleó con el romanticismo, algo que arrinconé por mucho que me gustase, para no volver a usar jamás, Eau de Toilette Fraîche Chèvrefeuille,de Yves Rocher. No era una invitación misteriosa, como el perfume de las mujeres sofisticadas del cabaret desde Ciro’s, pasando por Tiffany’s de Bilbao hasta Aída, era, sencillamente, el aroma de la historia vivida con Jorge.

Fue el único y último hombre de mi edad que amé, literalmente, de forma consumada. El amor de juventud comenzó y acabó con él, en menos de un mes. Como tanto de lo expuesto en este libro, al recordar pequeños detalles, no sé si acierto, al creer que, para la mayoría, fui una más.

Para mí fueron primeras veces, personas únicas, todo estreno. En este año, paralelamente al libro, he escrito cartas a personas con la gratitud del balance en el tiempo. Tuve que vivir rápido y dejar algunos temas sin cerrar.

Con natural reparo, pero atrevida, pude localizar a Jorge. Un par de e-mails y una carta de papel me han permitido agradecer como correspondía y disculparme, por si algo hice mal. Dicen quienes me conocen que soy un “tsunami”, sin dosis, sin cálculo. Estas son mis aguas, no hay devastación. No concibo la amenaza desde mi lado. No soporto la traición. Si alguien me recuerda por un malestar o un error pasados por alto, atrapada en la propia tormenta existencial y la anarquía creativa, no era intencionado. También me refiero al trabajo, y en él incluyo a todas las personas, jefes, alumnas, bailarines y compañeros en cuyas vidas he intervenido, con la voluntad de que fuera para bien, con alegría, apoyo y pasión. Maravillada de la belleza, del amor y de todo lo extraordinario que acontece, me concedo algunas licencias íntimas. He pensado mucho en contarlo o no. Mejor plasmado en estas palabras que muerto en la oscuridad del olvido. Está escrito desde la consideración.

Jorge me contestó educada y fríamente, que había pasado esa página conmigo. Es el empresario situado y felizmente casado, padre orgulloso de buenos y preparados hijos, con la familia y el porvenir que soñó y se labró. Sé que está bien. Y me alegro muchísimo. Contesté que, también, estoy felizmente casada y he cumplido más sueños de los que tuve. Conmovida por todo lo que he aprendido, le solicité permiso para escribirle por última vez y contarle algo que creía necesario. Obtuve una negativa tajante. Debo respetarlo. Sin embargo, con esa exigencia de silencio entre los dos, esta memoria es sólo mía. No necesito su autorización para expresarme. Quise aclarar y dar sentido a lo que el tiempo me ha revelado: porqué no me quedé. No tenía nada que ver con el trabajo, ni con el sexo que no era lo más importante. Ni con la realización individual. Lo más duro ha sido convivir y luchar a la vez, con lo que no supe determinar durante tantos años, las circunstancias emocionales a las que he tenido que enfrentarme y que han afectado a mis amigos, familia y a mí misma.

Mucho en este capítulo está relacionado entre dimensiones improbables de coexistir con el hombre que llegó a mi vida para quedarse, dieciocho años después de conocer a Jorge. Hay entre ellos dos un enlace: la generosidad, la risa que todo lo ilumina, la nobleza y la entrega absoluta. Aunque nada tengan en común, sólo el saber acoger y decir a tiempo “quédate”. 

Se formula, a menudo, que las personas y situaciones llegan cuando uno está preparado. No siempre. No es cierto. Por amor y deferencia al hombre que llegó a “mi tiempo”, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, puedo escribir hoy. Lo entendí así siempre, y él, mi marido, lo ha hecho patente: amar en el presente no es negar el pasado ni a las personas que nos importaron. No es borrar de un plumazo el valor de cada capa de amor que nos ha hecho mejores, trayéndonos hasta aquí. Uno me ha llevado al otro, de ida y vuelta. Sin el uno, no entendería, igual, el amor del otro.

El amor no se pierde al avanzar. El amor es lo que nos llevamos al pasar, lo que nos queda del viaje.

Zaragoza me es muy familiar, querida y cercana, y sé que no volveremos a coincidir voluntariamente. Nada pretendí por querer entregarle esta profunda inquietud y menos molestar. No tengo el don ni el capricho desfasado de revivir cenizas. Amo y soy amada. Entiendo la distancia definitiva, yo también la he impuesto a otras personas. El tiempo no cambia el bien que nos hicimos. Nos ha cambiado uno respecto al otro. Ojalá algún día Jorge, buena persona, con derecho al olvido, pueda desentrañar entre las líneas, las dedicadas en el libro y en privado, con la misma limpieza de corazón que ambos tuvimos, a los veintiún años, el verdadero motivo que este episodio no cuenta, la causa ajena a mi voluntad que nos separó. Hablo sin vanidad, nos merecíamos. Yo sí podía ser para él, pero él no era para mí. Su vida se lo ha demostrado. La mía, también. Descubrí y adoré a Francesca de Los puentes de Madison y a Lowenstein de El príncipe de las mareas,  gracias al talento y la sensibilidad de dos escritores y de dos directores de cine. Lejos de proyectar el ego a su costa, y como las comparaciones son odiosas, esta vivencia no llega a tanto, sin embargo, ambas historias me hicieron recordar y comprender lo que a veces he tenido que aceptar y, por amor, dejar ir. “Las personas vienen a nosotros por una razón o por una ocasión”. Jorge apareció con el tibio sol de las tres de la tarde de una primera semana de diciembre, en la cafetería de la calle Madre Ráfols, esquina con Ramón y Cajal. O ¿fui yo, quien debía estar allí para él? Necesitaba pasar esa página cuando he podido y despedirme bien del hombre cuya sola presencia, por mucho que disfrutara de mi libertad, me rescató durante tres semanas de la angustia, en una de las peores y confusas etapas de mi complicada, plena y apasionante vida.

Acabo este capítulo, haciendo caso del consejo recibido de aquel hombre que tanto sabía de despedidas y abandonos, con los ojos enrojecidos y sin volverlos atrás. Ya no está. Abriendo ese cajón, cerrado y polvoriento, atemporal, desvelo un secreto cuyo único destinatario es él:

«Jorge, aunque no lo merecías, y así no lo hubiera querido, desilusionarte y desaparecer fue el mayor acto de amor hacia ti».