Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.
Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».
La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.
Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.
Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna, que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.
El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.
Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.
Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra:
“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar
adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”
Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:
“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad
al encontrar a los amigos de verdad
la vida es bella si nos amamos
y disfrutamos nuestra amistad”
Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.
Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.
Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.
Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo? Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.