Un daño intencionado, en pleno escenario

Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.

Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».

La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.

Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.

Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna,  que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.

El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.

Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.

Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra: 

“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar

adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”

Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:

“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad

al encontrar a los amigos de verdad

la vida es bella si nos amamos

y disfrutamos nuestra amistad”

Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.

Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.

Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.

Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo?  Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.

Emilio Laguna 40 años después.

Posiblemente, esta sea una de las entradas de blog más emocionales que pueda escribir. He estado más de dos años llamando a la puerta de AISGE para conseguir encontrar al grandísimo actor Emilio Laguna.  AISGE, tiene una barrera de seguridad que no supera ni el CSID y si me pongo en plan peliculera ni la “Casa Blanca” la del gobierno de EEUU, no la de las “señoritas de moral distraída”, de Barcelona.  

No hubo manera, “su política” de privacidad les impide hacer de intermediarios. Ya ves tú, para enviarle mi libro donde hablo bien de él a sus espaldas y para que quede constancia en las bibliotecas que me importan… ya sabéis mi lema; “quienes y no cuantos” o la elección que prevalece: “importante, popular o viral”, todo no puede ser.

También llamé a la puerta de las radios locales y algunos ayuntamientos de la provincia de Valladolid. Incluso una amiga cantante, hizo un par de llamadas a residencias creyendo, como yo, que podría estar en una. Al final, ha sido gracias a dos grupos de teatro en Facebook, y a pesar de obtener un teléfono de Madrid (ya inexistente) donde un compañero artista a quien no conocía personalmente me puso en la pista correcta. Tal pista, me llevó a otro actor y desde allí todo fue rodado.

Emilio ha recibido mi libro. Le ha hecho feliz. Y a mí.

Cometí la torpeza de anotar mal mi número de teléfono y su cuidadora (un encanto) no me localizaba pero aún así, esta semana me llegó vía Messenger un mensaje que ha desencadenado un torrente de emociones que se alargan más que Duracell, tanto es así que prácticamente me estoy alimentando de ellas como del aire que respiro para dar gracias a la vida  pues hace 40 años conocí a Emilio Laguna, al único actor que humana y artísticamente (sin comparar a los demás compañeros tan estupendos, válidos y maravillosos) dejó en mi ese sentimiento de cariño y gratitud; camerino vecino a camerino, una mirada entrando en la otra mirada, sin dejar misterios del alma.

Me dejó esa memoria intacta que hoy, otra vez le rinde homenaje. Huella no, huella dejan los neumáticos, las patitas de los animalitos, las pisadas sobre el suelo fregado y los criminales.

Hace tiempo que no me permitía ese baño de emociones que me recuerdan que estoy viva y no es por represión, es porque no pasaba nada. Casi nunca pasa nada si no lo provoco yo, sobre todo en la profesión y un poco también en las relaciones personales o sentimentales. Y mira que soy accesible.

Como no quiero pecar de fantástica y no me llamo Antoñita, pongo el ejemplo de esos WhatsApp tan míos que algunas veces no reciben ni respuesta de cortesía: “espero que estés bien, ya me dirás”. Carita, corazón y besito (emoticonos). Esto, lo de interesarme por personas que aprecio, también lo iré dejando, como a Barcelona, como al teatro musical… como a los amigos difuntos con todo el dolor que imprimen sin querer… pero la memoria seguirá independiente y mientras pueda dejaré constancia no por mí, por todas esas sensaciones, seres humanos y personajes, que han colmado mi existencia.

No soporto las suposiciones y mucho menos la especulación, conducen ambas a engaño y a muy malas interpretaciones que a menudo desembocan en líos absurdos. No estamos para bolas de cristal, queremos todo claro, cierto y ya. Vivimos en la inmediatez, y qué cosas: un presidente de un país puede comunicarse por un tuit, pero ¡cómo ha costado poder comunicar con un ser querido y nunca olvidado, llamado Emilio Laguna!

Y para tozuda yo.

Decía la gran divulgadora de verdades históricas Nieves Concostrina en “La Ventana” de la SER, que hay “espermatozoides y espermatozudos”, pues serán esos últimos los que nos han traído hasta aquí. Anda que a algunos nos ha faltado tiempo y ganas para desmontar toda clase de teorías sobre el destino y adherirnos a aquello que dijo Julio Cortázar, «Tenemos que obligar a la realidad a que responda a nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible, hasta realizarnos y descubrirnos que el paraíso estaba ahí, a la vuelta de todas las esquinas».

Ayer, finalmente, y puesto que no soy nada (pero nada) de video llamadas, pude hablar durante un minuto y medio con Emilio Laguna. Da igual que hayan pasado esos 40 años desde que nos conociéramos con “Una reina peligrosa”, Antología de la Revista y con la película “Las alegres chicas de Colsada”, todo realizado en el viejo Apolo de Barcelona. Ya sabéis, el actual Apolo ya no es mi teatro, se cimenta sobre los restos de una época gloriosa llena de luces y sombras, donde muchos artistas tuvimos un pasado, presente y futuro dignos, a pesar de todo.

Da igual el tiempo transcurrido desde aquellos viajes en autocar cruzando el país, trabajando en aquellos teatros con urinarios nauseabundos, tres pisos de escaleras de madera carcomidas y un público llano completando exitosamente la platea. Da igual la pedrería fría sobre el pecho. La malla de rejilla escondida dentro del biquini de forma metódica y profesional bajo amenaza de multa. Las cortinas y telones polvorientos rozando la piel. No siento nostalgia, miro atrás para escribir y retratar esas escenas como Anais Nin, “saboreando la vida dos veces, en el momento y en retrospectiva».

He vivido, y Emilio, como he querido a sabiendas que los momentos duros eran el peaje obligatorio para llegar a disfrutar merecidamente de los buenos. No hay historia sin conflicto.

Mientras hablaba con él y nos decíamos un sencillo “te quiero”, los dos con nuestros cabellos blancos y nuestras mentes bien puestas y certeras, todo se puso en su lugar otra vez, al igual que los copos de nieve, las gotas de lluvia y la hojarasca de los árboles que no caen en el lugar equivocado, como en el relato real y vívido totalmente actual de mi libro.

Emilio “encasillado, demasiado, como mariquita en la escena”, un grandísimo actor, era y es un hombre que se ha vestido por los pies, persona cabal que hizo de la interpretación el salvavidas propio. Si de una cosa estoy segura es de que a ese salvavidas, ese “motto” existencial tan íntimo y auténtico, se agarran unos cuantos por el camino mientras la corriente sea contraria, les fallen las fuerzas o hasta que aprenden a nadar y luchar por lo que quieren. Recuerdo perfectamente sus buenas piernas en mallas negras con botas, esas dos columnas que sostenían una presencia rotunda como pocas he conocido sobre un escenario en toda la vida y expresamente en la corte de “Sobonia”, del imperio de Matías. Luis Cuenca (autor del guion) mandaba en la empresa, pero Emilio, con gesto y voz, jugaba con una ventaja sin igual llegando a adueñarse de las situaciones. Eran «bellezas distintas», pero Emilio fue y seguirá siendo «mi actor de cabecera» único modelo de todo lo que el género y más allá de él, representa.

Recuerdo cada risa regalada fuera de escena. Cada frase. Cada vivencia, agradable e imprescindible para sobrevivir en la Revista.

A título personal, lo que no cuento en el libro, es que un día se me ocurrió decir que tenía dos peces en una pecera en mi apartamento de Gran Vía, y Emilio me lanzó una orden que no consejo: “los peces en casa dan mala suerte, deshazte de ellos”. Superstición o no, no dudé en obedecerlo, hoy me rio, si lo decía Emilio sería por algo. Pobrecitos peces.

Nunca he manejado una olla a presión en la cocina, y es por aquella ocasión en que Emilio tuvo un accidente con una de esas máquinas diabólicas estando en el Apolo.  Puede parecer exagerado pero me impresionó mucho ese disgusto suyo, creo que fue la única vez que lo vi serio. Y seguramente, lo estaría más veces, aguantando la compostura que nunca le vi perder y teniendo que negociar sus condiciones de trabajo.

Inmersa en la vorágine de la gira, cuando el microclima se desvirtúa y el ego se suelta la faja,  cuando haces nuevas “enemigas” pero descubres que sí hay compañeras que valen la pena, Emilio, un día malo y farragoso, me recordó tajantemente pero con elegancia, la que siempre tuvo, que “yo era una señora”. Tenía solamente 23 años y no era una señora, era la hija de un marinero y una modista que solamente sabía de la vida humilde basada en la honestidad. El teatro se nutre también de frivolidad, me costó mucho aprenderla. Después de un inicio en el “maravilloso mundo del ballet de barrio” plagado de manías, ninguneo, injusticias y envidias, me resistía a amargarme y a pelearme por una posición en el saludo final, por un traje con más brillos o para andar mosqueada todo el día levantando las trampas de traiciones pueriles y manoseos silenciados expresamente por la cúpula de la empresa Colsada.

Hago un streap-tease publicando estas fotografías, perdidos como estábamos por esos pueblos de España, recién bajados del autocar, haciendo tiempo para poder entrar en el hostal (visto uno vistos todos) pasadas las 12 del mediodía. Emilio con tanto énfasis que traspasa las fotos me argumentaba cualquier cosa de la que se pueda hablar con coherencia, después de toda una noche de viaje mal durmiendo y yo lo escuchaba embelesada. Atención a las sandalias de playa con calcetines; que los taconazos de 9 centímetros no perdonan y el descanso cómodo se impone, tanto si miran como si no. Total, el anorak blanco (en agosto) y las sandalias eran mi “pijama de viaje” para tantas noches y días con el cuerpo encajonado en el asiento, mirando la carretera y el cielo, sin una sola luz sospechosa de procedencia de otros mundos… Si ya sabemos que esos, los misteriosos, están en este.  

Emilio Laguna y Carolina Figueras 1984 gira Colsada.
Emilio Laguna y Carolina Figueras 1984 gira Colsada.

Me escribiste en un autógrafo: “La vida es corta pero ancha, te deseo suerte”.

La suerte la trabajé cada día dándole todo a esta profesión que tu bien sabes es un amante, tirano, caprichoso y nunca del todo satisfecho. Y ayer me lo volviste a decir en otro segundo mensaje escrito que guardaré como tesoro, lo que tú eres; Un tesoro nacional.

Autógrafo dedicado de Emilio Laguna 1983

Fuiste el primer maestro en la vida del teatro que tuve y el primer actor que adoré, desde las 5 de la tarde hasta la 1 de la noche en dos funciones diarias. Eso es mucho viniendo de mí, que entonces no era tan extrovertida pero sí decidida y activa. Además el engatuse y el deslumbre nunca me han hecho efecto, sé lo que admiro y lo que amo al igual que conozco los motivos de aquello que critico. Esta declaración es tanto o más importante que el reconocimiento del primer amor, ese perdido o dolido que cura y encallece el corazón para seguir confiando y amando.

Somos unos privilegiados y como Emilio bien dice, citando a Jardiel Poncela: “la sexta raza”.

Gracias a I. Peña;  J.A. Montijano;  L. Claver; P. Rueda; N. Esquius; E. Infante y L. Martín, por las ganas de ayudar y a los dos artistas C.B. y J.C.N., que han hecho posible el encuentro.

Y a Patricia, la cuidadora de Emilio, mensajera impagable para este encuentro que explica una razón más de plenitud, confianza y amor en la vida.

Clic en este enlace de texto al: Programa de radio «LA GATERA» con Raquel Bazo y Javier Llanos, en Canal Extremadura, realizado en Julio de 2021, donde hablo de Emilio Laguna, la estructura de la obra en la Revista y la gira por España.

Enlace a otra entrada de este blog, fragmento original en mi libro: El gran Emilio Laguna.

Por cierto, cuando AISGE me respondió la última vez, con la misma frialdad y educación de antes, que no tenía acceso por su entidad, les respondí esto: “tantas personas buscando a sus seres queridos fallecidos en cunetas y yo que busco a un amigo vivo no consigo ayuda”. Injusto y absurdo.

Las normas y los protocolos están hechos para saltárselos, por lo menos por bien de una persona tan extraordinaria como Emilio. Soy transgresora y contestataria… pero me queda ese lado conservador de la sabiduría popular de “no más peces en casa”… “no silbar en el teatro”, “no hablar entre cajas” y no salir a escena con agujeros en las mallas”… eso parece que también se ha perdido.

Puesto que AISGE me ha obligado a superarme con el trabajo infatigable de mis “espermatozudos”, en la búsqueda en el laberinto social de los “atajos” para conseguir lo que quiero (y amo) sin hacer daño, os dejo abajo dos enlaces imperdibles, que le han dedicado. Buenos trabajos que garantizan su conocimiento, hay que reconocerlo.

Lo dicho; Emilio es un tesoro nacional.

ENTREVISTA en texto y estupendas fotografías de AISGE, «clic en la foto».

DOCUMENTAL en vídeo de AISGE.

Coreógrafa de Colsada

Fragmento del capítulo 6 Luces de neón.

Colsada, normal, quería garantías, yo no era nadie. Ángel Amar se encerró con Bolívar, Vidal y Colsada en la oficina y se las dio, respaldando mi ofrecimiento. Al fin y al cabo, por muy responsable que pareciese, era nueva y siempre habían gustado mucho los nombres de fuera, cuanto más pomposos, mejor. Colsada aceptó, manteniendo el cuerpo de baile durante ese mes.

Hicimos un debut bonito. Las críticas en prensa fueron buenas y el Ballet Imperio’s, fue mencionado como “el baile con números standard de un ballet convencional”. Como coreógrafa debutante, en términos estrictamente profesionales, eso era mucho más que un aprobado. En el repertorio, “Las chicas alegres”, obligatoriamente; una fantasía oriental, “Le jazz hot”, de Víctor Victoria; mi “Cancán”, de Cole Porter, de la película del mismo nombre; y la presentación de Salomé con “Vivo cantando”. Ella, Antonio Amaya y Rafael Conde tenían su público, no era un lleno absoluto, pero mucho más que algunas de aquellas poco rentables tardes de escasos jubilados. Mis padres y hermano vinieron al teatro con mi abuela María, que era muy fan de Amaya. Fue una normalización familiar y la materialización de ser coreógrafa —pudiera decirse profesional— tal como había imaginado de adolescente mientras jugaba con aquellas primeras niñas de la academia. Tenía 24 años recién cumplidos y un espectáculo en el teatro Apolo de Barcelona. 

Seguía llevando el cabello corto. Usaba el famoso moño postizo de los principios. Un día, no sería por la ingente cantidad de horquillas y pasadores que ponía, sentí que el moño se desprendía y cuando quise llevar la mano para cogerlo, lo vi en el suelo en medio del cancán. Aún no había tenido tiempo de agacharme a recogerlo, intentando disimular, cuando una de las chicas le dio con el pie y me lo arrebató, comenzando a rodar hacia el centro. Tuve que asistir a los chutes y pasadas de las chicas, moño va y moño viene, de lado a lado del escenario, aprovechando el barullo en los cambios de posiciones. La situación iba creciendo en hilaridad, de todas las expresiones, la que más me temía por el descontrol, las chicas lo estaban pasando de lo lindo, soltando grititos camuflados con los propios del baile y se nos fue de las manos. Eso es lo peor que te puede pasar, no hay punto de retorno. A algunas se nos caían las lágrimas con la cara desencajada, otras intentaban camuflarse al inclinarse para recoger la falda que teníamos que subir hasta el cuello. En un lance propio de gol, el moño cayó a la platea y la persona que estaba allí sentada lo recogió, devolviéndolo a una de las chicas que continuó dándole puntapiés hasta sacarlo rodando entre los bastidores. Cuando ya estábamos en los últimos compases del número, con lo que nos quedaba de fuerzas, por tanta guasa, escuché gritos y risas que no correspondían, me giré y vi a Paula haciendo un port d’armes sosteniendo un tobillo sobre su cabeza y girando sobre sí misma, la falda volando, entusiasmada y enloquecida. Más alboroto entre las chicas y clamor en la gente del público, señalando, se había olvidado las bragas. A Monsieur Henry de Toulouse-Lautrec, no le habría sorprendido, él tuvo el privilegio de contemplar aquellos íntimos encantos que tan famoso hiciera el baile del escándalo. 

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Y seré una con el Sol

Ayer estuve en Barcelona, con las horas contadas, para gestionar los papeles de la tumba de mi familia Pijuán-Alcázar. No tenía tiempo para divertimentos. Como dice el periodista y también amigo, Carlos Izquierdo, en su libro, Hispanifornication: “El futuro, cuando llega, siempre decepciona. Ocurre como con ciertos jinetes del apocalipsis, en la Biblia parecen más altos”.

Cuando vuelvo de Barcelona, lo hago saturada, de sentimientos, mezclados pero no agitados como diría James Bond. Hay, pues, algo de decepción, en cada nueva visita a la ciudad donde nací, crecí, aprendí a ser artista con los tótems del music-hall, me fui y volví durante las giras, peleé por mi sitio sin pisar la cabeza a nadie y abandoné definitivamente en 1994 para instalarme en Salou, aunque la vida me llevaría a vivir a sitios dispares como Madrid; Zaragoza;  Antalya en Turquía y Cambrils, tan queridos como la gran ciudad, pues en definitiva los lugares de residencia, y de paso, son sus gentes.

Escribo, mezclada, mi especialidad narrativa, y “abriendo carpetas” (algo más complejo que irse por las ramas) por la necesidad de plasmar, compartir y analizar.

Salgo de CBSA (Cementiris de Barcelona) habiendo firmado, como propietaria “viva” (se especifica que no puede poseer tal documento un difunto) por la titularidad de un columbario en el que creo que no reposaré, cuando todo esto acabe. Puede heredarlo mi hermano, pero el caso es que cuando él deje de respirar, y ambos sin sucesores, al cabo de 20 años de no pagar las tasas anuales, van a desahuciar a nuestros muertos.

Salgo con esa sensación irreal, que sólo a mí me pasa (parece ser), esa barbaridad sentimental que ya casi no expongo en público, para ir a comer algo con un respiro de “memoria amable” y el lugar escogido es el Bar Velódromo en Muntaner. De repente, me caen encima los 40 años de distancia, al contemplar sus columnas verdosas, las intactas letras de los ventanales… y si, las lámparas, como racimos de globos. Mis tiempos de jazz dance en el viejo “Cadaqués Center” del Pasaje Pellicer.

Aún nos queda, cruzar Barcelona rumbo al Cementerio de Montjuic y el “navegador” del coche nos lleva, por el camino más corto, desembocando en El Paralelo. Allí en menos de un minuto, pasan también 20 años de mi vida… El teatre Condal donde entré por primera vez a ver “Torna-la a tocar Sam”, el Molino… con aquella sesión revival de Studio 54 de hace unos años. El Victoria escenario de “Una noche con Bibi” en gira; Barts que sí era el verdadero Studio 54 que conocí y antes como teatro Español… lo que queda de la miseria ruinosa del Arnau donde estuve con “Siempre contigo” 1983 y “La creación” 1995. Temiendo el zarpazo melancólico, por supuesto… el Apolo, casa cuna de mis emocionantes años de corista, capitana de ballet y debutante coreógrafa, y que pisé por última vez en 1993 para ver “Taxi, al Apolo”. La fachada recrea los reclamos de “Fama”. No voy a pedir perdón por decir que para mí solamente existe una y es la película de Alan Parker. Paralelo abajo, paso, delante de la gasolinera, exactamente como describí en el libro cuando estuve accidentada en la filmación de “Las alegres chicas de Colsada” y un taxi me llevó a casa… cavilando mientras miraba esa fachada colorida… entonces siendo tan anónima como naif y hoy tan escéptica, exigente, expectante y desarraigada, (no de la revista) del mundillo teatral. Lo digo, porque antes, conocías a casi todos, te enterabas de una prueba, o llamabas directamente al coreógrafo y él a ti. Ahora, hay que pasar por la criba, de “dar el perfil”, donde nadie se moja para decir que no. Y es que todo se estandariza, hasta los sentimientos del, impredecible pero previsible, artista.

Enfilamos hacia el cementerio y subimos la montaña, para rendir unos minutos de compañía, en el casi primer aniversario del fallecimiento de mi madre. Observo estatuas dramáticas de ángeles que lloran; ornamentos grotescos, propios de una caseta de feria; nicho con oquedades y flores secas; fotografías y poemas grabados para durar, al sol, más de 100 años…. Queda, medito, esa necesidad de dejar constancia.

El columbario tiene 60 años o más.  Está más que pagado, ya que es de propiedad. Nos vamos encontrando a operarios remozando muros, obras… tráfico, casi insultante, trasiego de cemento, furgones y materiales.

Teniendo en cuenta que “tengo toda una vida por detrás”…. o lo que es lo mismo, que mi visión del futuro se acorta, con más decepciones, mientras las sombras de esos jinetes del apocalipsis, pavorosos cuando se imaginan a tiernas edades, se alargan con el sol de la tarde a juego con los cipreses, no dejo de pensar que, los difuntos molestan al sistema. Uno, habiendo pagado toda la vida por un agujero humilde en la última pared, desde la cual se divisa el Palau Sant Jordi, si no tributa después de muerto, no podrá descansar en paz.

Pensando en la muerte “sostenible” me acojo a convertir mis cenizas, (fosfatos) en nido para la semilla de un nuevo árbol. Cabe suponer que en esta sociedad que no respeta nada, sea un árbol que albergue otras vidas, resista las meadas de los perros, las tormentas, rayos y vendavales… o el penúltimo momento de especulación del ladrillo ¿Quién sabe?, tal y como dicen mis conocidos: “¿qué importará ya?”.

Vuelvo a mi única “Fama” de Alan Parker con la canción final (todavía se me eriza la piel cuando la escucho) que utiliza el título de un poema de Walt Whitman, aunque el tema musical , es de Dean Pitchford y Michael Gore.

Será eso, es totalmente cierto, que al cabo de los siglos y por los siglos, amén… siendo polvo, nos reuniremos con el Sol, en una explosión cósmica, para la que no habrá tasa municipal por conservación, ni butaca en primera fila que valga.

I sing the body electric
I celebrate the me yet come
I toast to my own reunion
When I become one with the sun

And I’ll look back on Venus
I’ll look back on Mars
And I’ll burn with the fire
Of ten million stars
And in time and in time
We will all be stars

I sing the body electric
I glory in the glow of rebirth
Creating my own tomorrow
When I shall embody the Earth

And I’ll serenade Venus
I’ll serenade Mars
And I’ll burn with the fire
Of ten million stars
And in time and in time
We will all be stars

Yeah (ooh)
Ooh, yeah
Yeah, yeah

We are the emperors now
And we are Czars
And in time and in time
We will all be stars

I sing the body electric
I celebrate the me yet come
I toast to my own reunion
(My own reunion)
When I become one with the sun

And I’ll look back on Venus (back on Venus)
I’ll look back on Mars (back on Mars)
And I’ll burn with the fire (burn with the fire)
Of ten million stars
And in time and in time (and in time)
And in time and in time (and in time)
And in time and in time (and in time)
We will all be stars

Bar Velódromo, Barcelona

En memoria de Paco Riba.

Fragmento del capítulo 05 Revisitando Colsada.

No quiero dejar pasar este año, sin dejar constancia de mi cariño, públicamente. En el libro explico detalladamente, cómo nos conocimos y qué clase de buena persona era Paco Riba. El bien que hizo en nuestro singular cruce de caminos.

Falleció en un trágico accidente, siendo ya director de fotografía, durante el rodaje de la película Waka-Waka, en Colera, Girona en 1984.

La foto es cortesía, doblemente apreciada, de Paco Marín.

Me complace dar las gracias al señor Ricard Reguant, autor y director de teatro y televisión, y al señor Paco Marín, director de fotografía de cine y televisión, por conversar conmigo, afablemente, regalándome su tiempo y la emoción presente de nuestro amigo, Paco Riba.

Paco, desde su perspectiva privilegiada como observador profesional, testigo mudo y fiel, ya fuera autor de foto fija o cámara, podría contar mucho más de aquella película, nuestra propia biografía no autorizada. Igual que en un tiro certero a las bolas de un billar, nos dispersamos todos en aquella extraordinaria circunstancia común, elementos en el teatro de la vida y la vida del teatro. Fuimos planetas, asteroides, estrellas, algunas fugaces, y satélites, coincidentes y errantes, para no volver a encontrarnos jamás.

La película Las alegres chicas de Colsada, nos dejó un legado con unos dignos representantes. Por estos, por la mayoría, trabajadores honrados, por las mujeres, dueñas de sí mismas, sin apoyo y con la reticencia tanto patriarcal como de las propias mujeres, siendo precursoras de este movimiento de “empoderamiento actual”, reivindico respeto. Yo, que a los 16 años, hablando en términos de escenario “no vendía una escoba”, me convertí en una profesional del comercio de la fantasía, muy lejos de la falacia denigrante que tantos ignorantes quisieron propagar. Se dice en el cine que la cámara se enamora del intérprete y viceversa. La revista, campo minado, me quiso, me lució y le correspondí.

Nunca necesité demostrar poder, ni el permiso de un hombre para encaminar mi destino, gracias a mi insumisión al modelo social y a lo vivido siendo corista.

En Navidad de 1984, llamé a Paco Riba, para saber de él e invitarlo al estreno. Recuerdo que sostenía un teléfono rojo heraldo, de Citesa, y la voz de su madre afectada, explicándome su fallecimiento en un accidente durante una filmación cuando ya era Director de Fotografía. Al colgar, miré con desconsuelo la cortina de lluvia sobre mi calle y lloré. Fue la primera vez que una persona querida se me moría. Lo sentí mucho. Le concedieron el Premio Extraordinario a título póstumo en los “III Premis de Cinematografía de la Generalitat de Catalunya” de 1985.

Foto Paco Riba

En una de las fotos oficiales de la cartelera de los cines está Tania con un traje azul y blanco, Ángel Amar y yo detrás de él, vistiendo un body plata y la famosa mochila de plumas blancas propensa al desastre, el número donde me lesioné el tobillo. Lo he descubierto ahora, comprando ese material en una web de coleccionistas, un último guiño, un regalo. Francesc Riba Lozano (hijo del director Marcelí Riba Abizanda) estuvo donde nadie más, ni antes ni después, incluido este recodo de mi alma que hoy doy a conocer. Cierro este episodio, con su imagen vívida haciendo uso del cine «mi encuadre ralentizado en movimiento inverso, su sonrisa sincera, su mirada azul toda luz, fundido a blanco».

«E a coisa mais divina que há no mundo é viver cada segundo como nunca mais. Vinicius de Moraes».

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Gratitud a Benet Rosell D.E.P.

Tuve la suerte de intercambiar impresiones con el señor Benet Rosell (D.E.P.) que hizo un magnífico trabajo para el MACBA con su blog «Paral.lel, Paral.lel».

Tanto es así que cuando en el principio escribí sobre las varietés y la revista en mi blog «la guerrilla ballerina» entre 2010 y 2014, me animó a aventurarme con el libro y me colmó de buenos augurios pues le fascinaba la idea de que una corista desvelase su vida, justamente allí, en el barrio donde él tanto exploró y documentó.

Desafortunadamente, no está hoy para comprobar que aquella relación de correos y datos, ha dado su fruto. Pero está presente, en la gratitud que nunca muere.

Quisiera hacer llegar mi mensaje a su viuda y su familia, pero he perdido los datos.

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Oh, bailarina… qué bonito.

Fragmento del capítulo 05 Revisitando Colsada.

No queriendo creer en aquello de que no hay dos sin tres, y con la mochila de plumas blancas, choqué con un escalón de canto por el poco espacio. Me hice un considerable esguince en los ligamentos externos del tobillo, por lo menos de segundo grado. En este oficio aprendí el lenguaje de mi cuerpo pidiendo cura. Una vez diagnosticados, diferenciados, el dolor de una rotura de fibras y de un golpe con hematoma, edema y demás anotaciones médicas, no se olvidan. Acabé, disimulando y con la suerte de no estar en primera fila.

Ya en el camerino, una de las compañeras le pidió a Inés que trajera una bolsa de hielo. Quise pagarla y no aceptó el dinero. El pie parecía de plomo, ni cremas ni vendajes sirvieron. No pude actuar en la función de tarde y me mandaron a casa por tres días. Al irme, puesto que me costaba caminar, me senté en platea, al fondo, a ver unos minutos de función. Tuve dos sentimientos, uno muy repetido a lo largo de los años: «lo conocido, visto desde fuera, sin pasión». Y el otro, «lo prescindibles que éramos los bailarines», carne de cañón, nadie diría que ayer allí, en mi posición, había una chica. En aquella abstracción, contemplando a mis compañeros, quién vendía, quién marcaba, llegó el huracán Nell.

—No puedes estar aquí —soltó de manera agresiva.

—¿Por qué no? ¿Quién lo dice? —respondí harta.

Aquella amiga, a quien, la helada y lluviosa mañana de viajar a Baqueira, cedí un guante porque ella no tenía, mientras nos dábamos calor apretujadas en un Seat 124, era una déspota.

No me quedaba afecto, ni tolerancia por su afición a amargarme la vida.

—Lo mando yo, ¡márchate a tu casa! —gritó sin importarle la presencia del público, sorprendido.                                  

—¿Algo más que añadir? —respondí indignada—. You really piss me off… ¡Mala capitana! ¡Mala compañera!

La castigadora siguió erguida, impávida. Me levanté arrastrando el pie como un peso muerto. En el vestíbulo se me acercó, solícito, un hombre para ayudarme a llegar y me abrió la puerta. Salí a la calle, paré un taxi al borde de la acera. Mientras el conductor daba la vuelta, en la gasolinera de la avenida, para ir en dirección a plaza España, miré la fachada colorida del Apolo.  De camino al apartamento —mis taxis y las reflexiones filosóficas— contemplé la vida normal de la que había huido. Gente paseando, las madres con sus niños de la mano, otros correteando, parejitas enamoradas, el verde de los árboles, ancianos riéndose, los comercios, la luz preciosa de una tarde de primavera. Era una presa extrañada sin saber qué hacer en libertad. Tomando los imprevistos y las vacaciones como un paro forzoso. Vivir al día, como mercenaria, ¿a quién importaba que pusiera el corazón? Para eso estaba luchando, trabajar cuando los demás se divertían, descansar cuando los otros trabajaban. El lunes, ese día odioso para muchos y maravilloso para mí. La noche sin pausas y el día sin prisas. Cada vez que tuve una duda sobre si seguir, cambiar o abandonar, recordé ese día.

La gente me decía: «¡Oh!, bailarina, ¡qué bonito! ¡Qué suerte poder trabajar en lo que te gusta!». Así, tocada por la fortuna, tan apropiada y digna, manteniendo la sonrisa de quien llega a esta profesión y se mantiene, pensaba yo: «¿Qué sabréis vosotros de lo bonito y de lo feo?», a medida que despellejaba, para mis adentros, la fantasía de tan ilustres y foráneos interlocutores. Pero no podía negar que me iba realizando como artista y como mujer. Lo antepuse a todo, mi trabajo: mi amante más anónimo, veleta, ingrato y tirano.

MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA

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El perfume del amor

Fragmento del capítulo 5, Revisitando Colsada.

Si las paredes de aquel apartamento hablaran, contarían detalles sensuales y exquisitos de lo allí sucedido, con mi perfume Eau de Givenchy —el del amor, no el de pardilla— con la cadencia de la deliciosa bossa de un cassette comprado el año anterior en Bilbao: “Vinicius”, de Moraes, con Maria Creuza y Toquinho “En la Fusa”.

Quedé tan impregnada, que no he vuelto a escuchar esas canciones por mucho que las amaba y sigo haciéndolo. Sonidos, imágenes y aromas, cúmulo sensorial, a veces asfixiante. Me resisto a regresar a un paisaje anterior e interior, cuando significa tanto, por no destrozarlo con la decepción del presente. Ropa, frascos de perfumes, fotografías y objetos de los que me he desprendido para no volver a vestirme con sentimientos imposibles de reproducir. En general, no vuelvo, ni mental ni físicamente, a los sitios donde he conocido gran euforia, siendo dichosa. La felicidad es un puñado de instantes volátiles. Jamás serán iguales. Por mucho que se ensaye la escena, ya ha sido estrenada, se esfuma al bajar el telón. Escribir me ha llevado a esos territorios abandonados. ¿Cuántos somos y cuántas vidas tenemos a lo largo de nuestra existencia? Al terminar este libro, seré una más, distinta, de las muchas que he dejado atrás. Y seguiré recopilando vidas hasta el final.

Cito a Anaïs Nin, guía e inspiración, ubicada en mi particular éter, con esta frase que describe aquel momento de bossa, voluptuosidad y transgresión: “Escribimos para saborear la vida dos veces, en el momento y en retrospectiva”. Escribir me trae tanto las emociones como el alcance de mis decisiones. Tu vida no es demócrata. No tienes que consultar, votar, ni validar, la posees y la guías. No existe una mayoría que tenga razón por serlo, ni importa. Te equivocas, admites y rectificas. Puedes, siempre, darte un “golpe de estado” si no te gusta.

Ya entonces supe que sólo había una forma de dejar de pelear con mis demonios, ponernos todos del mismo lado. Y costó. No saboreo los malos tragos, no me va el revuelco en ese fango. Me niego a ignorarlos. Comprendo y acepto mi coraje crecido ante cada dificultad. No me busqué, ni esperaba la deslealtad y los disgustos. No quise traicionar. Causas y efectos, por aquella forma de aprender la vida. Como tantos, ni más ni menos. Por mucho que deseemos quedarnos con lo bonito y ante tanto lema de positivismo de estar por casa, elijo la dicotomía del tormento y el éxtasis, para poder contarlo. El único interés, más que un ruego, es no sufrir el pavor de no ser capaz de recordar.

Robert Fulghum, escribió años más tarde un libro titulado “Todo lo que realmente necesito saber, lo aprendí en el parvulario”. Me sucedió exactamente lo mismo, todo lo aprendí en la revista.

Cerré la etapa de mis primeros seis meses en un teatro. Había vivido tantas horas en el Apolo que parecía mi casa, pero aquella no era mi familia. Cualquier teatro, incluso vacío, seguiría siendo como un hogar. El apartamento, en cambio, fue un lugar donde dormí sola, siempre, pero amé y fui amada como auténtica mujer adulta. Tuve que despedirme del delirio amatorio y la indecisión en pocos días. Aquel desflore mental y emocional, fue más que un sueño dentro de otro sueño, una película dentro de una película. Le agradezco a mi amante del cine el regalo de escribírmela y convertirnos en protagonistas.

Traigo estas frases, desordenadas, de “Agua de dos ríos”, de Camilo Sesto, evocadoras de tantos sentimientos surgidos:

A ver, si quieres entender

que ya no puedes ser agua de dos ríos,

de querer llamarte y no poder hacerlo,

de chocar de frente y fingir no conocernos…

miedo al mirarnos y que alguien pueda vernos                       

medio amor no sirve para un corazón entero

MEMORIAS DE UNA CORISTA Carolina Figueras Pijuan AUTORA

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