Sant Jordi 2024 en Salou

A poco de instalarme en Salou,  a finales de enero, recibí un whatsapp del periodista y escritor Ángel Gómez, invitándome a la “Asociación Ôra Marítima». Ha reunido a los escritores locales y una de las primeras actividades en las que participo, es esta estupenda idea que lleva a cabo «Shopping Salou». Los escaparates literarios, independientemente de si el comercio se dedica a los libros.

Exponen mi libro en el establecimiento FERNAN’S (Fotografía y Perfumería) y en ESCOLA INNOVA. Estoy contenta, y agradecida a todas las personas y entidades que lo han hecho posible. Felicito a todos los autores por esta promoción.

Causas ajenas a mi voluntad, me impidieron estar presente en el puesto de la “Asociación Ôra Marítima» el día 23 de abril. La foto con la rosa es un detalle de mi hermano.

De gira y con hambre

Por sucesos como estos, te das cuenta de que cumples con tu trabajo mucho más allá de la necesidad. Y por eso mismo, me merecen todo el respeto esos artistas anónimos que por ahorrar y por sobrevivir, machacaron su cuerpo. No por espíritu bohemio. Por irresponsabilidad de las empresas. Una gran escuela de vida, para quien sabe lo que es.

«LA PÍCARA REINA», GIRA DE COLSADA, 1984.

Después de las funciones nos acercábamos a la feria, donde ya nos conocían por seguir la misma ruta. Una noche, en uno de los puestos de tiro, descubrí una valla con unas fotos en blanco y negro de vedettes y actores famosos que habían estado allí en otros años. En una de ellas se podía ver a un apuesto Ignacio Vidal y a Lina Morgan como estrellas de Hollywood, riendo juntos, jóvenes. No nos faltaban tickets gratuitos para subirnos a las atracciones, donde entre ida y venida, los feriantes nos contaban las últimas novedades. Que si una bailarina del portátil había desaparecido con un mozo de la montaña rusa o si hubo navajazos en el último pueblo. Las fugas de las bailarinas eran corrientes, en vez de rescindir un contrato o llegar a un acuerdo, se marchaban en cuanto se enamoraban o si habían conseguido reunir lo que tanto esfuerzo les había costado. No me extrañó, pues cumplir lo que firmaban sin entender ni media palabra beneficiaba, sobre todo, a los contratantes. Ellas, me contaron que les retenían el pasaporte y parte del sueldo, práctica totalmente ilegal, para asegurarse su permanencia. Llegaban a realizar hasta cinco funciones diarias.

¿Por qué eran tan corrientes esas escapadas? Contrariamente a lo que se argumentaba, las bailarinas inglesas no eran mejores ni más baratas que las nacionales. Tuve compañeras españolas, muy buenas profesionales, que aguantaron alguna corta temporada y, teniendo a favor la camaradería que lo hacía soportable, no era un empleo grato por las condiciones de vida. Ninguna. En Inglaterra, las maestras de baile, que se llevaban jugosas comisiones, no les explicaban a sus alumnas en qué consistía la gira, que deberían convivir en una misma roulotte (o en un trailer habilitado), eso era el truco del alojamiento incluido. En cambio, aquellas coristas, de Colsada, a quienes formé en su primer trabajo, se dejaban parte del sueldo en el alojamiento. Estaban más cómodas, pero eso, más el pago obligado de aquellos porcentajes, reducía su economía si pretendían ahorrar. Comían poco. Alguna vez en medio de un baile, a medio metro, vi unas piernas tendidas en el suelo, las de una chica arrastrada entre tramoyistas y bailarines desapareciendo entre los bastidores. Mientras yo movía al resto de compañeras con un par de indicaciones sobre la marcha, cubriendo el vacío que había dejado en la coreografía. Los desmayos eran el resultado del poco alimento que ingerían, una dieta de sándwich de jamón con queso y un café con leche, o un yogur y una sopa de sobre en una taza, calentada con una resistencia.

Al llegar a la feria estaban aquellos chiringuitos con mesas alargadas, con manteles de cuadritos verdes y blancos, ocupando sitio con todo aquel que fuese apareciendo con hambre. A juzgar por las risotadas del gentío y la juerga de día y de noche, se abría el apetito y se cerraban, llenas, las cajas registradoras. En las primeras horas de la madrugada, con el estruendo de las bocinas de las atracciones, la reverberación de los voceros de las rifas y puestos, el aire se iba condensando con olores de humanidad, sudor, tabaco, una humareda de lacón, chorizos, pimientos y ajos, algún perfume pesado, manzanas caramelizadas y algodón de azúcar. Por trescientas pesetas servían un cuarto de pollo a l’ast con patatas y pimientos verdes, el plato estrella. Podía verse a cuatro y cinco chicas, muchas veces, compartiendo un plato de patatas fritas remojadas en vinagre. Ángel y yo, en alguna ocasión, encargábamos un plato más de pollo, que dejábamos sin tocar con la excusa de habernos equivocado al pedir, para que comiesen. Más tarde, después de cenar caliente, alguna decidía subirse a una atracción, como el gran barco vikingo, que mareaba mucho y acaba vomitando. Qué despilfarro de patatas y pollo. Niñas inconscientes y rebeldes, ¿qué contarían al volver a casa? Seguramente, lo que no se escondían de decir en el camerino, sin importar la ofensa: “españoles, grasientos”. 

Una noche con Bibi «Bananas» Sevilla, y menos de 58 kilos.

«UNA NOCHE CON BIBI», GIRA DE BIBI ANDERSEN, 1986.

La nómina semanal que tanto costaba cobrar iba solucionándose con parches insuficientes. Los hoteles y dietas corrían de nuestra cuenta, naturalmente, tirando de los ahorros destinados a poder pasar tres o cuatro meses a falta de bolos o de un contrato. Un día el conductor del camión se plantó y dijo que no seguía. En otra ocasión, parte de los decorados se quedaron en un teatro a modo de depósito. Un retraso y otro, incluso el propietario del equipo de iluminación amenazó con llevarse material técnico para dejarnos a oscuras, pero seguíamos. 

Y llegamos a Sevilla, economía de guerra. Mi pareja y yo nos alimentábamos con sólo mil pesetas al día. Los escuálidos flamenquines y medio bocadillo con un café con leche —el conocido estilo inglés de otro tiempo—, no me daban para aguantar el desgaste de las dos funciones. Al acostarme, el estómago me rugía de hambre, a duras penas engañado con un par de vasos de agua. Fantaseaba, y eso que no sufría los vapores de hachís tan cerca, con aquellos grandes batidos de frutas, a 600 pesetas, que habíamos descubierto cerca del cine cuando fuimos a ver el estreno de A Chorus line. No hay nada como ir a ver una película musical con bailarines y coreógrafos, ya no digo una obra en directo. Los críticos de prensa, a su lado, son unos angelitos. Contemplaba, en el espejo del camerino, las clavículas marcadas, sintiendo la holgura de la ropa. Bajé mi peso por debajo de lo normal, casi unos cinco kilos. No había estado tan delgada. Me duchaba con una pastilla de jabón, sí, sí, la derrochadora de potingues y aromas. Dosificaba el champú del cabello con temor, como si fuese oro. Tuve una lesión, una rotura de fibras en los isquiotibiales durante un número y dos chicos me tuvieron que ayudar a salir del escenario. Pedí que localizaran a un masajista de fútbol. Consiguieron contactar y traer a uno muy bueno del Sevilla C.F. No quería ni imaginar una baja y quedarme sin cobrar en mitad de la gira. Mi pierna permaneció morada durante muchos días, hice los números menos difíciles con el vendaje correspondiente.

Bibi y Javier pasaron de alojarse en hoteles de cuatro estrellas, donde se recibía a los medios de comunicación para la promoción indispensable de la función, a lugares más económicos. Comenzaron a acudir al supermercado de El Corte Inglés, aprovechando la tarjeta, llevándose los alimentos al camerino. Alguna que otra, entraba a picar. Yo no. Ni por invitación. Hubo más cambios en el ballet, entraron África C., gimnasta profesional de alta competición y profesora de Educación Física; además de Mercedes y José Antonio. Entonces, en una nueva aparición estelar, el incomparable Toni Álvarez,  “el martillo”, aderezó el surrealismo propio y de extraños, sentándose en las escaleras del escenario, emulando el cante de las saetas, sí, claro, con el soniquete que le hiciera famoso en el Apolo: «Y si no pagan, le doy y le doy a la rodilla ¡Me la machaco! Y de aquí salgo ‘destrozao’ pero vamos que si cobro», clamaba con la herramienta en un nuevo alarde malabar. «¡Ellos mismos, pero a mí me pagan o reviento aquí y los hundo», a lo que seguía el eco, “cobro, cobro, cobro…”; “hundo… hundo… hundo…”, en el teatro vacío. Paquita, acostumbrada a la costura de nivel y con su voz impostada de monja de clausura, se escandalizaba ante aquel exceso. Toni, jefe de maquinaria y profesional intachable, tenía más que el martillo por el mango. Y le funcionaba. Ni sindicatos, ni patronales, ni piquetes de huelga. Aquí te pillo, aquí te clavo. Toni Thor, fue el personaje más auténtico, rocambolesco y desconocido de la historia de la tramoya en la escena nacional. Tanto se hizo oír Álvarez y tanto creció el malestar de la compañía, que nos reunieron y no, precisamente, para tranquilizarnos. La empresa BibiAndersen Productions S.A., nombre de cuento, apropiado para este relato, estaba en una situación límite, más cerca de abandonar que de otra cosa, y el gerente,  con desazón pero aguantando el tipo, reconoció el patente fracaso económico, lanzando la idea del cierre total allí mismo. Y Toni, callado, sin pestañear, con las carótidas disminuyendo su exagerado relieve, sabiendo que saldría de allí con dinero.

Hambre, cansancio, decepción, acallé la pasión bohemia, la buena fe y le di, interiormente, por una única vez, la razón a Serrano. Nada de romanticismos, teníamos que salir honradamente del hotel, pagarlo era lo prioritario. La de veces que había mirado abajo, al patio interior, típico sevillano, desde la ventana de mi habitación en el tercer piso, imaginando una huida de maleante, imposible por lo enrevesada. Fantasía desbocada o no, de alguna certeza tendría que proceder aquella frase de otras épocas: “Esconde la cubertería y la plata, que vienen los artistas”. Por eso, me sumé a los inteligentes que propusieron continuar. La razón, evidente, el mecanismo de supervivencia con la esperanza de sumar fechas y recuperar la cantidad que se nos debía, pues abandonar era perderlo todo. Y también, cierto y loable, la buena pasta de la que estábamos hechos quienes vivimos aquello y sumamos fuerzas por compañerismo. Pávlova y el regidor se despidieron. No sé los demás, pero a Barcelona no iba a volver de vacío. Bibi se mostró agradecida y emotiva. Javier Serrano se comprometió, firmemente, a ponerse al día si continuábamos y, de momento, nos dio el dinero para poder salir del hotel evitando que nos ficharan en un cuartelillo. Una hora después, Javier se puso en la puerta del autocar repartiendo a todos la misma cantidad, lo que quedaba de la recaudación. Tras dos horas de viaje, y con dinero en el bolsillo, paramos a cenar en un bar del trayecto —visto uno, vistos todos—, de aquellos tan cercanos a los clubs de prostitución, la reconocible guirnalda de luces plantadas en el medio de la nada, en las carreteras nacionales. 

Marian Nadal

Marian Nadal, es una de las pocas artistas que saben cantar, declamar y bailar con una rica formación no solo en Zaragoza, en España. Se le llama vedette y se patea los pueblos haga calor o frío, pero en realidad es una promotora cultural capaz de mover a las instituciones para motivar a diversos segmentos de la población. Estar en Aragón la beneficia pues si residiera en Catalunya se encontraría palos cargados de prejuicios en las ruedas de su buen hacer.

Aquí recogemos el lamento de los artistas con solera, que ven como su sustento y toda una vida profesional se diluyen ante la gratuidad de los concursos de talentos en televisión y los actos de aficionados en las fiestas mayores. La escuela de los comediantes de carretera y manta se acaba. La falta de fórmulas en directo que atrapen al público y lo arranquen de las garras virtuales, convierte en alto riesgo económico cualquier iniciativa que supere un elenco de 5 personas. El artista que se autoproduce ha dejado de tener sueños caros para aferrarse a la supervivencia indispensable. Las productoras teatrales juegan a ser Broadway pagando sueldos indignos. Los artistas, muchos, oficialmente en el umbral de pobreza se pasean en las alfombras rojas exhibiendo sonrisas y trajes prestados por esa oportunidad de hacerse ver, como se describe en el fabuloso tema de Stephen Sondheim: “I’m still here” (1971), la existencia de picos y valles del artista, que bien puede aplicarse a cualquier persona en cualquier situación laboral. Todos a demostrar que seguimos aquí a veces con caviar beluga, otras con pan y cebolla. Para quienes hemos contado las monedas en tiempos de descalabros y deudas de compañías en gira, eso significa ‘de profesión casting’, ustedes también pasan pruebas aunque no se pongan delante de un foco. Alguien pretende su puesto. Se trata de conquistar y permanecer porque para que tu triunfes tu amigo tiene que fracasar. Los veteranos afrontan una jubilación precaria y los jóvenes llenan la nevera con empleos para los que no se han preparado. Si la economía y el bienestar son el retrato de la sociedad, la proyección artística es su radiografía.

Marian, enseña a otras mujeres a desatar el gusanillo. Ha sido comisaria de exposiciones. Es una compañera que conozco desde 1988 aproximadamente. A pesar de la distancia que impone este trabajo, he comprobado su evolución tanto personal como artística y solamente me queda aplaudirla. La considero una amiga, ya que en aquellos tiempos del Oasis de Zaragoza no pudimos intimar más.

Una persona confiable a quien puedo abrir el corazón sin que me lo coman crudo y sería raro que yo me equivocara con esa percepción.

Marian Nadal hace honor a la estirpe familiar, sobrina de Alfonso Nadal, (protagonista en Jesucristo Superstar y en The Rocky Horror Show por poner dos ejemplos) bellezón, carismático artista a quien consideré en aquellos años como otra persona confiable, pues siempre me dijo cosas por mi bien y me trató exquisitamente desde que nuestro querido Javier de Campos nos presentara estando de gira en 1986 con ‘Una noche con Bibi’, en Bilbao si mal no recuerdo.

Si por mi fuera, y estuviéramos más cerca, la tendría a mi lado aunque sabemos que estamos la una para la otra. En esta profesión es raro que dos mujeres se unan. Las dos tenemos claro que rodearse de los mejores es una señal a tener en cuenta. Los mejores plantean cuestiones y aportan generosamente. Hacen las cosas fáciles y con todo el derecho a pasear su Ego, saben ponerlo a disposición del bien común.

Los artistas así son los nuevos revolucionarios y a pesar de mucho dueto de videoclip, obra de teatro de tándem genial y montaje con equipo fabuloso, sabemos que no es tan fácil encontrarlos y menos distinguir el producto comercial de lo auténtico.

Ha sido un placer escribir sobre Marian, aunque quien la conoce ya lo sabe. El tema aquí está en saber reconocer sus valores. Una mirada así, lo dice todo. Suerte la mía.

Un daño intencionado, en pleno escenario

Aviso: Los nombres de Nell y Fran son falsos.

Fragmento capítulo 05 «Revisitando Colsada».

La vida continuaba y en el Ballet “Supermagic 83”, en el Apolo de Barcelona, que tan bien empezó hubo algunos cambios. Debbie N. se marchó. Llegaron Beth y Jane, también inglesas. Y Jannick N., francesa. En Colsada —y en más lugares— no gustaban las parejas y sus vínculos sólidos o caprichosos, que podían tornarse contra el negocio y mantener mar de fondo durante semanas. Con ello, implícitamente, posicionamientos, que afectaban al normal desarrollo del trabajo, antipatías, rencillas que nada tenían que ver con el arte, convirtiéndose en enemistades manifiestas. A continuación, un ejemplo.

Una tarde, el chico de Nell, llegaba desde el pasillo de los actores hasta los camerinos de las chicas, alardeando, «me he acostado con Jane ¡vaya noche!». La tal Jane, se mantenía impasible. Raro. Seguramente no sería cierto.

Una escenita. Comenzaron los murmullos, las caras de estupefacción, follón a la vista y no quiero vela en este entierro. Nell, se encerró en el váter a llorar. Había bebido demasiado y el drama podía volverse en su contra si llegaba a oídos de la oficina. Quise calmarla. Estaba humillada, desesperada. La consolé por no dejarla sola. Fran, al verme abrazarla, sacándola del váter para llevarla al camerino, me gritó colérico, levantó su puño en alto y se largó. Me extrañó tanta agresividad. La compañera seguía llorando y gritando, fuera de sí. Creímos que con el avance de la función, la cosa no pasaría de una bronca. Fran era mi partenaire durante el número final llamado Apoteosis. Era una composición rápida y moderna,  que tenía un fragmento instrumental base, usado en “las chicas alegres”, que se iba cambiando y combinando, añadiendo algunas estrofas del tema principal de la presentación de Tania en curso, a modo de reprise o recordatorio. Sumaba una repetición corta, un puente musical y el estribillo del coro, con letra característica de final feliz. Llevábamos la mochila, un armazón metálico que se nos clavaba en los hombros, las cervicales y la clavícula, forrado de espumilla. De ese armazón rígido, salían cuatro varillas curvas y duras para aguantar tanto el peso como el movimiento, haciendo que cuatro boas, debidamente colocadas, cayeran en una cascada trasera. Manteníamos distancias convenientes, pues un paso de baile con ímpetu era un golpe multiplicado por cuatro.

El novio de Nell, me elevaba sobre sí mismo, frente a frente y en vertical, en un salto. Estaba de espaldas al público, en el borde del escenario, con mis manos sobre sus hombros, los brazos totalmente extendidos, cuando me tenía en el aire, cogida por la cintura, a más de dos metros de altura respecto al suelo, me soltó dejándome caer de plano. Mis pies y rodillas cedieron al golpe.

Me salvé de desnucarme o romperme más de un hueso gracias al armazón metálico de la cascada que hizo de freno, impidiendo el choque de la cabeza contra el suelo o que saliera despedida por la inercia, cayendo casi dos metros abajo a los pies del público en la platea. El impacto se lo llevó el coxis. Me incorporé con hormigueo en piernas y espalda, sin ayuda. Al estar de pie, sentí rabia. Fran seguía bailando y lo empujé para que me dejara salir.

Fue la única vez, en toda la vida, que abandoné por propia voluntad el escenario y al hacerlo, ya entraban los compases del recibimiento a Tania cantando, vehemente, la despedida de obra: 

“Adiós, amigos, llegó el momento de terminar

adiós, amigos, nuestra revista ha de acabar…”

Con lo que me quedaba de nervio, pese a sentirme aturdida, me dirigí al vestíbulo delante de los baños. Arranqué la mochila y el penacho tirándolos sobre una madera rota. Entré al camerino, doblada, con náuseas. Se escuchaba el coro:

“felicidad hoy nuestro lema es la felicidad

al encontrar a los amigos de verdad

la vida es bella si nos amamos

y disfrutamos nuestra amistad”

Como banda sonora, en ese instante, no se le puede negar la ironía. Llegué a mi sitio con un latigazo de dolor que me sacudió el cuerpo. La cabeza me daba vueltas. Inclinada encima de la mesa, tuve que sentarme. Al acabar la función, no hubo capitana que se interesase por mi salud, ni me pidiera explicaciones de la falta en escena. En cuanto me pude levantar, y sin lloros, me dirigí a protestar al regidor. Éste citó al chico, que argumentó la caída como un accidente. Lo negué e insistí en la intencionalidad. Le exigí una sanción en tablilla. El regidor, que me tenía por seria, no tomó medidas. Al ser la máxima autoridad durante la función, y siendo su deber hacerlo, no escaló el incidente a los superiores en el despacho. Por lo tanto, para Vidal, Florencio y Colsada, no sucedió. Bolívar no estaba aquella tarde. Quien sí estaba, en aquella función, era un hombre que pudiendo dar fe y ayudarme, se abstuvo. Intuí el por qué. Desde el comienzo de los ensayos, me mantuve muy atenta a su presencia.

Con él había tenido la breve relación romántica al regresar de la gira de 1981 precipitando la ruptura en dos semanas. Cometió el error, a mi juicio, de pedirme dinero. No era un préstamo, ni una emergencia, se trataba de su curiosa forma de vida. Fue, el suyo, un plato servido en frío, en el momento preciso, por haber recibido, de mi parte, un “no” rotundo. Aplausos, micrófonos y luces… lo único que no se apaga, al cerrar el teatro cada noche, es la voz de la memoria.

Cinco hombres con autoridad sobre un ballet de “mandados”, más Mercedes, que tampoco se enteró. No quise ir más lejos, pero tenía el derecho de hacerlo. En cuanto a los actores y compañeros de baile —incluida la correveidile de turno—, hubo silencio total. Unos por desconocimiento, y otros por vivir encapsulados en sus intereses. Un día después, ni rastro de la bronca. Como era de suponer, la parejita, encantada y arreglada. A Nell, le importó un rábano mi lealtad. Le exigí, ya que no se molestó en solucionar un asunto tan grave, que me cambiase de partenaire para el resto de la temporada.

Cinco días después, estaba preparándome con la mochila para el mismo final, tardaba quince segundos en colocármela, ya para entrar al escenario, cuando, al pasar el brazo, los elásticos que sujetaban el armazón saltaron. Me la saqué y quise hacer unos nudos, pero los extremos no llegaban. Comenzaba a sonar la música. Me dirigí hacia el pasillo trasero, rebasando los cuatro escalones delante del camerino de Cuenca. Sabía que quedaba una mochila extra, contando, 4, 5, 6, chassé, chassé, step, step, chassé, turn, cambio de posición. ¡Sigue! ¡Corre! A toda velocidad, cargada con la mochila rota, pasé delante de las otras plumas de marabú color fucsia, colgadas, que se levantaron en el aire como los tentáculos de una medusa gigante. Me topé con dos heraldos que salían del camerino: «¡Dejadme pasar!» 1, 2, 3, vuelta, kick ball change, turn, kick, adelante, atrás, kick, step, step… ¿Por dónde van ahora? ¿Llegaré al lado derecho a tiempo?  Los latidos en las sienes, la cara húmeda. Solté la mochila rota. Cogí la sobrante. ¡Ya llegas! Veinte metros de esprint, hasta los cuatro escalones más, delante del camerino de Tania. «¡No te rompas un pie, vigila!». Alcancé la segunda caja (el espacio entre bastidores), un actor ya estaba esperando su turno. Me coloqué la mochila, fácilmente, guardando calma con el resuello propio de aquel esfuerzo —entro, no, espera—, un par de chicas, bailando, cerrándome el paso al escenario, cruzándose e intercalándose en las filas, de delante a atrás y viceversa, girándose hacia mí, con los ojos abiertos, intrigadas, inquiriéndome mudas: «¿Qué te pasa?», sonreían de nuevo al frente, me miraban con otro expresivo “What’s going on?”. Ahora, necesito andar, ¡no!, correr dieciséis pasos más para llegar a mi sitio, y 5, 6, 7, 8, ¡voy!, sorteando a chicos y chicas entre cruces de líneas, giros y golpes de decenas de boas por todos lados, me integré en el baile, recuperando mi posición. Y acabé el número. En los bastidores, sin esperar a llegar al camerino, la nada apacible Nell —entonces sí— me estaba esperando, brazos en jarra, despectiva, para multarme con descuento de dinero. ¡Ah no! El regidor, que había permanecido en el lado izquierdo, me preguntó por qué había llegado tarde a escena. Volví a por la mochila y le enseñé la prueba del delito: «Un accidente», dije. El elástico no estaba desgarrado. Eran cortes limpios, de tijera. Razonablemente, no fui sancionada.

Salto sin red

En 1993, con mis mejores coreografías y sacando todo el partido a las posibilidades del restaurante y espectáculo Galas de Salou, un empresario del Gran Palace de Lloret, tuvo la peregrina idea de pedirnos a Ángel Amar y a mí que colocáramos a una señorita rusa en nuestro ballet. En principio, adaptarla si sabía bailar no era un problema, pero como era mucho más alta, no encajaba en el conjunto, entonces —qué espabilado— sugirió que dejara mi puesto para cedérselo a ella. Este empresario pensaba que el ballet era de Ángel Amar, se conocían, y supuso erróneamente que yo no pintaba nada. Amar le respondió que debía consultarlo conmigo. No entraba en mis planes regalarle mi ballet a una extraña ni por el dinero que el empresario se ofreció a pagar por el favor, ni por si acaso, ni por diplomacia, ni por bla bla bla de especulación sobre las promesas, acompañadas de cánticos gregorianos y futurología gloriosa. No acepté.

Aquel mismo año, recibí un telefonazo: “Te llamo para avisarte. Nos hemos enterado de que cuentas con Lorena. Esta chica nos ha llevado a Magistratura de Trabajo… allí donde vaya estaremos detrás, puede que no te convenga que se quede contigo”. El Apolo y las intrigas que ya conociera en los años 80. Seguí contando con ella durante el verano de 1994.

Después de crear espectáculos durante tres años en Galas, aquella maravilla de local sería arrendado en 1994 por el desinterés de algunos socios no muy avenidos, con un cambio radical en el rumbo al Gran Palace. Esto sucedió en puertas de la temporada y tanto la señora Mª Carmen Fraga directora y productora de su ballet clásico español y flamenco, como yo con el Elite’s Show nos quedamos en la calle. No teníamos contrato, es cierto, incluso tuve una reunión con una abogada amiga Mª Asunción González y los señores Casals —hoteleros de Calella y socios de BlauTurist— en el restaurante Casa Soler, para intentar que Galas contara con nosotras. Todo el esfuerzo fue inútil, los Casals querían garantías y quien se las daba era el Palace que ya tenía el show montado y decorados nuevos además de la forma de pagar el arrendamiento sin esperar a llenar la taquilla.

Debo decir que el día del estreno me presenté en Galas y un tío no me dejó pasar ni pagando, ni por cortesía —ya ves tú— fue lo más barrio bajero que he vivido en estos locales de glamour y no le quito la importancia que me dieron ellos. Aquí viene una de mis típicas reacciones, llamadlo intuición, supervivencia u osadía. Aquel año, en los hoteles solamente actuaban un par de grupos musicales, Babakar, el mago Norman y dos shows flamencos, aunque había un grupo brasileño que ofrecía su show en la discoteca Saint Germain.

Cogí un dossier con las mejores fotos de mis shows y me fui, hotel por hotel a contratar un ballet de cinco personas. Era junio y encontraba muchas dificultades a la hora de poder concertar una cita con los directores de hoteles, no estaban nunca. Tomé muchos cafés diciendo que esperaría. Con tal presentación: «soy la coreógrafa y vedette del Galas», todos me recibieron. Me conocían y les picó la curiosidad. Conseguí así, pateando Salou a pie, un actuación en el Venecia Park y 3 hoteles más. Llamé a Ángel y a los bailarines y les dije que se vinieran para Salou. No tenía nada más que esa semana a prueba y les alquilé un apartamento para todo el verano (con un dinero que no tenía por adelantado) sin decir nada a nadie. Un salto sin red, que considero épico. Funcionó y como tenía muchos hoteles por visitar utilicé mi única estrategia: «tal hotel nos ha contratado». El resto lo hicieron ellos mismos ya que mi mejor argumento de venta fueron las cuentas, auténticas confesiones de los jefes de barra ya que doblamos la caja del bar en comparación a otros shows. Mi espectáculo de music hall, con trajes caros, aunque se realizara en terrazas y jardines con cuatro focos miserables y entarimados no muy seguros. Era lo que había y hasta cierto punto. Hay que saber decir que no. En uno de aquellos hoteles, el Negresco, encontré ese entarimado ocupado y le pedí tanto a los músicos como al director que nos hicieran sitio por seguridad y por categoría. Nos hicieron bailar en tacones sobre el empedrado, mientras el escenario estaba ocupado de instrumentos pero vacío de artistas. El director me respondió que de su categoría ya se ocupaba él y que si no me gustaba no volviera. Efectivamente, no volví, me sobraban fechas y lo otro también. Ahí me di cuenta de que estábamos destinados a educar no solamente al público también a los empresarios que no respetan a los artistas.

Los turistas, nos esperaban para felicitarnos y nos preguntaban a qué hotel íbamos al día siguiente. Tuvimos decenas de clientes que nos iban siguiendo de hotel en hotel y esto no pasó desapercibido a los directores. Todos los hoteles, más de 30, nos querían semanalmente y además teníamos dos repertorios que ofrecer.

Los brasileños de Sant Germain también se apuntaron al «hotel tour». Yo hacia un show sin tiempos muertos (a la americana) y con diez cambios de vestuario. Ellos paraban entre canción y canción dejando el escenario, sin modificar la ropa más de tres veces. Durante la consabida participación del público, el jefe escogía a una víctima, normalmente una señora mayor a quien sacaba a bailar la lambada subiéndole la falda sin que se diera cuenta hasta que se le veía todo el culo en bragas. A más risotadas, más me repugnaba y me negué a actuar con ellos otro día, después de que el director de Venecia Park, José Mª Pérez nos contratara juntos en aquella verbena de San Juan, iniciando la auténtica aventura del que fue conocido como “Carol & Company Cabaret”.

Acabando el verano pero todavía con muchas fechas que tanto había peleado, los dos chicos se fueron de un día para otro a los ensayos de “Drácula, el musical”, me dejaron tirada sin suplentes y sin tiempo de solucionarlo. Tuve que cancelar.

Decidí que me quedaba a vivir en Salou, y no por el interés económico. Creía que estaba enamorada de una persona. Tanto es así que cometí un acto de compromiso que ni entraba en mis proyectos de vida ni en mi imaginación y que de otra manera no hubiera considerado: atarme a un lugar. Álvaro Ferré, me habló de un local de su tío y tras mucho pensarlo alquilé una escuela de danza, cerrada por su reciente fracaso, para poder continuar viviendo en Salou con aquella persona que quería y por la que estaba dispuesta a cambiar en algunos aspectos más bohemios de mi naturaleza y abrir otros horizontes sin estar pendiente del círculo demasiado cerrado de Barcelona.

Con la escuela de danza recién inaugurada y mi padre debatiéndose en el Hospital de Sant Pau por un aneurisma, aquella Navidad me invitaron a ver «Drácula, el musical». No fui.

Lo hice, fui la primera con mis chicos y chicas en hacer Cabaret en Salou, con sus ventajas e inconvenientes, algunas putadas ¿cómo no? y pronto vendrían emisarios y falsos interesados por trabajar conmigo, a conocer el mercado que había abierto pero mantuve mi sitio todo el tiempo que quise hasta que ya no valió la pena, con dos ballets de 5 personas.

La empresa del Palace agonizó en dos temporadas. En 1996, una nueva empresa me ofreció volver a Galas. Maldita la hora que dije que sí.

Pero esa es otra historia para otro día.

Broken bicycles

Una vez, en el colegio, hicimos una película. Cada cual debía crear la suya. Mi cine era una caja de cartón sin tapa y de un lado al otro, pasaba un rollo de papel de embalar dibujado con ceras Dacs, mientras contaba la historia. Le hubiera venido bien un ragtime de Scott Joplin… aunque entonces lo mío eran los clásicos de la carta de ajuste de TVE, pues no tenía tocadiscos, ni comediscos, qué invento aquel que disfrutaba mi vecina de la tercera puerta, ni cassette aunque me quedaba la tonadilla pop de un transistor pequeño que resultaba imprevisible y a menudo comenzada. Imposible, usarla en la demostración de la clase. El trabajo pasó con una buena nota, pero no me compensó del cansancio de pintar la historieta, narrar y captar el interés de la audiencia. Nunca quise ser el centro de atención y no sé cómo llegué a sentirme tan segura en el escenario.

Una tarde, siendo adulta, antes de un evento importante me dio un bajón y estaba ansiosa. Una compañera de baile, en realidad una de mis bailarinas, me dijo: «Te montas películas». No era una opinión, era una acusación. Estaba viviendo una situación que no podía confiar a nadie. Mi relación sentimental por la que tanto había luchado hacía aguas, un jefe convertía cada paso de coreografía y cada encuentro en un campo de minas y me estaba enamorando de otra persona con quién jamás podría compartir más que escapadas furtivas. Entonces si tenía tocadiscos y cassette doble para tocar la banda sonora ‘Broken bicycles’ de Tom Waits de la película «Corazonada».

El éxito era amable conmigo y.… qué cosas, tampoco me compensaba de todo lo que había puesto, casi diez años de mi vida como un caballo con pabellones en los ojos: sin mirar a nadie, sin vacaciones ni caprichos. Nunca me quejé, lo entendía como parte del argumento, fui forjada en la frugalidad. No me faltó alimento, ni educación ni vestimenta de buena familia obrera. Desde niña desafié cada frase de: “no se puede”, con una furia inusitada que desconcertaba a las personas cercanas.

El amor se acabó.

El acosador desapareció unos meses después con el fin del trabajo.

La vida me hizo protagonista de otra historia que dirigir, como siempre, me gustase el papel o no.

En cuanto a la compañera que me decía que me montaba películas, supe que me había traicionado habiendo sido cómplice de una reciente escapada a un local de ambiente de Gracia… para encontrarme con Isabel. Lo supe porque, unos días después, en su coche sonó “Broken bicycles” —las casualidades no existen—, un obsequio evidente que le hizo aquel hombre que quiso servirse del amor para engatusarme, desvelando mi secreto y dándome a entender que sabía, pobre, lo que solamente su mente calenturienta imaginaba. No, no me iban los “bollitos”, tal y como me insinuó, aunque una mujer de verdad siempre me parecerá más sexy que un patán andropáusico que necesita demostrarse la hombría a costa de la impunidad. Humillar a una mujer que dices querer para tirártela en una furgoneta Westfalia, camino de un bolo en Valencia y delante de dos tíos, no es precisamente una muestra de respeto. Hace poco, este señor —ante mi cautelosa aproximación en respuesta a que quería mi libro—, me dijo por messenger que cada cual lo interpretaba a su manera. Ciertamente, mi memoria es el testigo más fiable de mi juicio y sigo siendo capaz de discernir entre la fantasía y la realidad en cada momento de mi existencia. Nadie va a terapia por una interpretación subjetiva, se va con datos, detalles y hechos que causan un profundo seísmo emocional. Es más fácil, edulcorar que aceptar una realidad agria y a mi, lo empalagoso me irrita y causa una desconfianza natural que me ha librado de más de una y bien gorda.

En aquella época, me escapaba de asistir a la agonía de una relación que yo y solamente yo terminé con un dolor prolongado en el tiempo, demasiado, sintiéndome amenazada por represalias laborales y agobiada por responsabilidades sentimentales.

Nunca más escuché esta canción hasta hoy. No significa nada para mí, no me conmueve, no me inspira pero me recuerda a Isabel, salvación en días caóticos y de tremenda soledad, un espejismo en una playa desierta de Badalona. Isabel olía a Cacharel, exactamente igual que aquel hombre que creyó que era digno de mi amor, jugando los comodines del silencio y de la lástima. No más trucos. No más farsantes detrás de la cortina en el reino de Oz. Esta es la banda sonora de una película, la suya, donde nunca quise figurar. A veces es mejor que te ignoren y que no atraigas. Cosas de la suerte o de la coincidencia pero nada que aprender. Se escucha de fondo el sonido de Amtrak… esos trenes perdidos de la América profunda que me encantan, tanto como los grillos, eternos, del verano que no ha de volver.

La vida sigue siendo fascinante, mis aventuras son propiedad privada, anécdotas que libero al aire como pájaros enjaulados, y los dramas peliculeros, Merçè, son para Marguerite Gautier.

Mel Castán

Varias menciones a Mel Castán, en mi libro.

1981.

El gran público y los artistas más selectos conocían al señor, con todas las letras, Mel Castán, por sus innumerables espectáculos de categoría tanto en España como en el extranjero. Era especialmente famoso por su intervención con Sara Montiel como único partenaire en el tema “Loca” de la película La reina del Chantecler. Fui a verlo a Ciro’s. El cabaret olía a amor. Un ambiente placentero de perfumes femeninos y talco mezclándose con otro aroma, el de la intriga, desde la puerta principal hasta el escenario, sugiriendo la santidad de un templo. Pedí a una chica vestida de largo, que parecía flotar en vez de andar, ver al señor Castán, propietario y artista cuya personalidad me había cautivado, pues hacía gala de una clase no corriente en mi entorno artístico y vecinal, limitado e ignorante. Era mi único referente cercano, por haber presenciado sus shows en mis primeras salidas, descubriendo la Barcelona atrayente de finales de los 70 y principios de los 80, cobijo del ave nocturna que habitaba en mí. Me recibió en la sala, cerca de la barra. Aunque fue muy amable y respetuoso, me temblaron las rodillas. Durante la conversación, me aclaró los términos del contrato de sus artistas. Para trabajar en Ciro’s, como en otros cabarets, con la actuación en el show era necesario hacer presencia en sala. No disponía de vestuario para aquel estilo de vida. Lo que él me explicaba era como una escena sacada de la mítica película Cabaret, con Sally Bowles y su savoir faire. En meses anteriores, había observado a las bailarinas del local, elegantes, conversar discretamente con los hombres mientras tomaban una copa. No muy habladora, mi básico bagaje social consistía en las cosas aprendidas en casa. Valores como honestidad, corrección y prudencia. Con veinte años recién cumplidos no sabía nada. Nada de la vida fuera de una academia de ballet rodeada de niñas y aquellos bolos de verano, tutelada en un ballet moderno de varietés, anodino, compuesto por mojigatas principiantes, bailarinas instruidas en la rigidez, acuciadas ante la constante advertencia de ser tachadas como unas cualquiera por unos paisanos ávidos de piel tersa durante las celebraciones de los pueblos. Chicas, en definitiva, sin más aspiraciones que el parco aliciente económico, cerca del famoseo, escapando de la rutina del barrio de trabajadores, Sant Martí de Provençals. Y a pesar de las malas coreografías, bailaba bien por méritos propios.

No era extrovertida precisamente, pero el escenario era mi territorio más seguro. Además, siempre había sido lanzada con todo lo que me proponía, pues el modo kamikaze me viene de fábrica. Si aceptaba, ¿cuántas veces me vería en la situación de no saber qué decir? Aquello era muy serio y desconocido. Me movía la necesidad de saltar aquella barrera física, urbana. El otro lado de la Barcelona nocturna me llamaba. Y con ello derruir la otra barrera, mental, impuesta en nombre de la decencia y de la amenaza de la espada de Damocles vecinal: “el qué dirán”. Quería explorar y seguir en el espectáculo. Bailar, trabajar con lo que mejor sabía hacer, aprendido a costa de aquel sacrificio económico de mi madre, cosiendo trajes de bailarinas y uniformes escolares para El Corte Inglés.  Un alto pago de la factura invisible de mis propias entregas y renuncias, estando en edad de divertirme y no de tanto padecer.

No usaba tacones altos. Me habían recortado los zapatitos negros de español con punta plateada para igualarme —por estética— con el grupo. Tenía las piernas más largas. A pesar de ser la más joven, era la más alta y esbelta. Parecía más adulta. De momento, aquello que en la moda y en el baile moderno era una ventaja, fue un inconveniente para encajar en el conjunto. Si iba a la discoteca y me ponía tacones resultaba más alta que la mayoría de los chicos que conocía, así que perdía el interés y el equilibrio.

Escuchando a Mel Castán afirmar que podía darme empleo si aceptaba las condiciones, dejaron de temblarme las rodillas y me fui desanimando por segundos, ya que inmediatamente supe que a pesar de aquella oportunidad de ser una de sus bailarinas, una más sin pretensiones, no estaba preparada para ocupar un puesto en Ciro’s. Y ¿qué dirían mis padres? Le di las gracias por atenderme, diciéndole que pensaría en ello. Bajé caminando hasta la esquina de la Diagonal donde paré un taxi para ir al Paralelo. ¿Por qué me dirigí al teatro Apolo?

Foto propiedad de Manuel Castán López, ‘Mel Castán’.

1982.

Con tanto descubrimiento nocturno, visitamos el espectáculo de “Belle Epoque”, de Dolly Van Doll. Al llegar, miré al fondo de la entrada, al pasaje donde estaba Ciro’s. No había vuelto para decirle a Mel Castán, el hombre más guapo y seductor que había visto sobre un escenario, que me lo había pensado. Normalmente, nadie se tomaba la molestia de decir: «No, gracias». Podías estar corroyéndote durante valiosos días, con la duda de aceptar un trabajo por esperar otro y no tener un resultado satisfactorio al final. Eso a nadie le importaba, era cuestión de adivinar, intuir o consultar a una tarotista, con lo fácil que es aliviar el estrés y descartar. Normas.

1995.

Ttrabajando en la revista ‘La creación’ de los Hermanos Calatrava y ERA Produccions, yendo con Ángel Amar, nos encontramos a Manuel Castán en los alrededores del Arnau. Ellos se saludaron cordialmente y Mel no me reconoció.

1997,

Unos amigos me invitaron a la sala ‘La Antilla’, cuando caminé por la galería, me dí cuenta de que estaba volviendo a entrar al local de Ciro’s. Mil sensaciones, me invadieron. No había pasado tanto tiempo, y sin embargo yo ya no era aquella bailarina en busca de una oportunidad. No importó el cambio de decoración y estilo del local, aquel fue el dominio de Mel Castán.

2010.

Joan Gimeno me invitó a ver el espectáculo «Rambleros». Desde 2004, al marchar a Turquía no sabía nada de los compañeros y estaba bastante aislada del mundillo. Esa noche, aunque ya habíamos hablado usando Facebook, volví a encontrarme con Mel Castán en persona y desde entonces, hemos compartido veladas artísticas y una amistad preciosa con la complicidad por el amor a esta profesión, muchas anécdotas e historias de teatro, que han dado para paseos, charlas y convicciones de que aquel tiempo pasó, pero supimos disfrutarlo como más me importa, de una forma profesional y totalmente entregada. Creo que en ello coincidimos unos cuantos.

Lo quiero tanto que me atreví a pedirle que escribiera el prólogo de mi libro. Le deseo lo mejor. Siempre un caballero, amable y afectuoso.

Tommie, in memoriam

Tommie, In memoriam.

He dejado pasar unos días, desde que una mañana recibí un whatsapp donde una compañera me comunicaba el fallecimiento de Geraldine Thomas Buckland conocida como ‘Tommie’. Ha sido un mazazo.

En mi libro cuento cómo la conocí en 1982 en los ensayos de Ricardo Ferrante, cuando ella imitaba a Liza Minelli en ‘Cabaret’. Hacía un número de alcohólica en una escalera. Otras la quisieron emular… ella era única y, como sucede siempre, la primera es la mejor. En 1984, entré como bailarina en el Teatro Arnau al pasar la prueba que me hizo para la revista ‘Siempre contigo’. A Tommie le debo el haber conocido a una de mis compañeras y amigas más queridas en la época del Arnau y hasta la actualidad, Caterina del Rossi. Haber convivido con grandes profesionales del baile, de aquella revista: Wendy Newman, Rubén Olguin, Sofia Fernández, Jorge Carreño, Gabriela Maffei, Leigh Cough que era la capitana, con las vedettes Ondina y Alicia Tomás. El ambiente era muy cómodo y familiar. Los números: el titulado ‘Sitges’, un cancán, una escena mexicana y uno muy bonito que era una alegoría de la fuente de la Plaza Real de Barcelona. Eso sí, el señor Urbasos, durante aquella primavera e inicio de verano de 1984, nos pagaba cheques sin fondos que íbamos trampeando cada semana, hasta que la situación se hizo insostenible y algunos nos marchamos. En mi caso volví como capitana de ballet a la empresa Colsada.

También participé en su ballet ‘Too hot to handle’, en el restaurante y espectáculo ‘El jardincillo’ que estaba en la carretera de Logroño en Zaragoza, muy cerca del emblemático Pikolín en la Navidad de 1986. Pasamos momentos divertidos y entrañables como en la Nochebuena en los apartamentos Aida de Zaragoza, donde tanto ella como su marido y los niños más los componentes de ballet, cenamos unos bocadillos y naranjas, porque todos los restaurantes y bares estaban cerrados. Sin quejas ni dramas, fue la Navidad, de todas las atípicas que me ha tocado vivir, la que más. Tommie, era muy querida y conocida entre todos los bailarines y artistas. Tenía un repertorio que me gustaba mucho en especial su coreografía ‘Maniac’ de la película Flashdance. Hacía un vestuario moderno y tenía muy buenas ideas como estilista que más tarde puso en práctica para el ballet español de su hija Geraldine.

Hubo una temporada que frecuentaba su casa, y salíamos con sus hijos pequeños Geraldine y Joaquín a ver teatro infantil y a merendar. La primera y última vez que pisé el escenario junto a ella fue en una gala con Máximo Hita, haciendo Cabaret en una sala de la zona alta de Barcelona, debía ser en 1988.  En aquella gala conocí a la estimada compañera Esther Guilañá que estuvo conmigo en la formación de mi primer ballet y las dos juntas estuvimos acompañando por mucho tiempo a los hermanos Calatrava. El último trabajo que vi de ella era una obra en 1994, donde había coreografiado para Ángel Pawlowsky, ‘Esto no es Broadway’, en el teatro Arnau. Después, el teatro cerró para siempre. Más tarde supe que interpretaba un papel en el musical ‘Ángels’ de Ricard Reguant, con Ángels Gonyalons en el teatro Tívoli, pero el día que fui a verla, ella estaba lesionada y no actuaba.

Como tantos profesionales de primera línea, se fue apartando del mundo laboral, primero marchando de Barcelona a Lleida y después a Tenerife. Tenía muy claro por lo que valía la pena luchar y cuando no hacerlo.

En 2012 quedamos para comer con Alexia, en Barcelona. Nos hicimos fotos, nos reímos, era genial. Luego se volvió a Tenerife donde residía. Alguna vez hablábamos y fue ella, precisamente, quien me disipó todas las dudas sobre la posibilidad de someterme a la cirugía de prótesis de cadera. Me dijo que estaba encantada, pues lo mismo, resultó muy bien.

Hemos sentido un gran vacío, los referentes tanto humanos como profesionales de Barcelona de los 60, 70 y 80 van desapareciendo, silenciosamente.

Estas fotografías son de su perfil público de Facebook y la de Cabaret es de mi amigo Máximo Hita. El publicarlas, es una cuestión de respeto a su memoria y para quienes no la conocieron. Tommie, trabajó con los queridos Gin-Pak, Gino Minetto y Paco Navarro, también participó en la famosa comedia musical ‘Los ángeles de Via Venetto’ con Cassen, Florinda Chico, Pepita Ferrer y otros artistas singulares, a principios de los 70. Más no puedo añadir pues no estaba allí, son historias del teatro musical de Barcelona que se van contando unos a otros.

Solamente me queda, dejar constancia de la gratitud y el afecto, al compartir esa parte del camino.

Ahí abajo

20 siglos no han bastado para normalizar el término “pudendum”, definido como la vergüenza que debe cubrirse. La ciencia aplica un sesgo de género con la única descripción anatómica de contexto moral y en plena era digital se usa una expresión propia de palurdos: «ahí abajo». Así nos han rebautizado la entrepierna de diosa, amante y madre, señoras. Para quien, como yo, tenga la mente volandera suena a sótano de perversión o capítulo de Stranger things. La apología de la femineidad pasa por patatas fritas y velas aromatizadas; coleccionismo de bragas usadas, procesiones bizarras con imágenes de consagración vaginal y webs recopilando fotos de toda mujer que se preste a la manifestación de su orgullo íntimo. Calculen el mercado que generamos: lubricantes; salvaslips; compresas; tampones; copas; juguetes; cirugía embellecedora; jabones; depilatorios; piercings y tatuajes; medicamentos locales; anticonceptivos y tratamientos de fertilidad, exámenes ginecológicos y… en paralelo, productos para la pérdida de orina, hemorroides y estreñimiento.

Llamarle ‘zona íntima’ se queda pequeño, está más transitada que el cruce de peatones de Shibuya en Tokio o, por proximidad, el nudo de Les Gavarres (Tarragona). En comparación con los varones no hemos sabido nada de pepinos y berenjenas, bananas, ni paquetes cuando interrumpen la publicidad para poner una película. No se nombran sus atributos, ni se echa mano de eufemismos con coloridas metáforas del clímax para vender preservativos y dos angelicales bolitas que vuelan sugieren la eliminación del vello masculino. El reclamo sobre la disfunción eréctil gasta un tono de bata blanca. Desde luego, no existen toallitas para que ellos se refresquen, la higiene es siempre asunto —culpa— de mujeres y, perdonen, es profundamente anormal oler a menta y flotar en gravedad cero para estar limpia. La penúltima campaña de una maquinilla depilatoria ha alcanzado altas cotas de cachondeo. La influencer —y su gato de angora—, tal y como se refieren a ella en el foro masculino que reventó una final de Got Talent, atrae más la atención que el producto que vende. Los publicistas se empeñan, y lo consiguen, en hacer de lo natural una ridiculez total al no saber cómo mencionar el monte de Venus y las ingles (el corrector de Word tampoco sabe, quiere acentuar). Ni papaya ni kiwi. ¿Qué tal si lo dejan en pubis y vello púbico? Superando a esos masters en marketing, hubo un símil picarón para esquivar a la censura en la Segunda República, el “Chotis del higo” de los maestros Pérez y Martínez, donde el cómico y rendido admirador, cantaba:

«Fui siempre partidario del fruto de la higuera,

a mí me dan el higo y yo dejo la pera

y dejo la manzana y hasta el melocotón,

vengan higos, vengan higos, quiero darme un atracón».

Las relaciones sentimentales se basan en los emoticonos comestibles de los mensajes, es la ideografía actual de aquellos cavernícolas y artistas clásicos libres de pudor, que nos preceden. Donde hay pelo ya no hay alegría y la vergüenza le gana a la semántica. Exceptuando el Pajero de Mitsubishi, cualquier coche y mascota lucen nombres más decorosos. La Trinca, desafió a Darwin atribuyendo el mérito de nuestra génesis a la patata. El sexo se atrinchera en la verdulería. Así lo insinuaban las coristas de la revista musical, “La pipa de oro” cuando, de vuelta al higo que es una flor invertida, entonaban inocentemente: «con la mano no, con la boca sí»…

Mientras los eruditos se ponen de acuerdo en elegir un nombre formal para nuestra anatomía, basta con dar un vistazo al cuadro pintado por Gustave Courbet “El origen del mundo”, que fue reproducido, recientemente, con dunas y hormigas en un gran mural por el grafitero Sam3 y censurado por estar situado delante de un colegio, que se sepa, con niños nacidos de mujeres. Tema peludo y burla servida: «n’hi ha per a llogar-hi cadires» o, en español, «ser algo para alquilar balcones».

Hay una versión del citado chotis con R.Valenty y R.Castejón, en la Antología de la Revista “Por la calle de Alcalá” en YouTube.

Poppy Scott

Fragmento del capítulo 2º, Las noches de Barcelona.

En 1982, Barcelona contaba con grandes academias y profesores reconocidos, tan competitivos como elitistas. Bailar en el espectáculo, sin embargo, se consideraba cutre e incluso en algunas academias había veto o “derecho de admisión” por esa razón. Después de pedir referencias, ver, probar y sentir el efecto de algunos enseñantes, elegí el jazz dance con los afroamericanos Betty Brown y Poppy Scott, en el nuevo Cadaqués Center de la calle Madrazo esquina con Brusi. Un centro no rigurosamente académico, con ambiente dinámico, donde no se cuestionaban las capacidades ni aspiraciones ajenas. Ambos me animaron y apoyaron, fueron los únicos, como sucediera con Peter Smith en el teatro. Todavía tengo los calentadores a rayas que tejían las recepcionistas del centro mientras cobraban los recibos y atendían las llamadas telefónicas.

Poppy Scott, que había estudiado en La Guardia High School of Performing Arts de Nueva York (donde se inspira y filma Fame), disponía de una peculiar puesta en escena para el calentamiento inicial, hacía pied a la main y arabesque penché, luciendo sus piernas kilométricas. Gastaba aquel acento americano que no se molestaba en corregir y le hacía simpático. El gimmick, su sello personal que provocaba el embeleso de sus alumnos. Nos daba el inicio de la coreografía terminando la cuenta anterior, y «¡cincou, saeis, setee, oxhooooouh!», para atacar con “Don’t let go”, de Isaac Hayes oLet’s Groove”,de Earth Wind & Fire. La clase se llenaba de funky.  Betty acostumbraba a utilizar “The Payback”, de James Brown;“Winelight”, de Grover Washington Jr.; Ai no corrida”, de Quincy Jones y muchos temas deJohnny Guitar Watson”.

Con ellos interioricé cada nota con los pasos, de una manera muy distinta a lo conocido anteriormente. A Betty se la podía encontrar, al acabar las clases, disfrutando de una cerveza, sofisticada, en el bar Bon Vivant, al final de la calle, esquina con Aribau. En cuanto a Poppy, usaba aquel perfume Aramis que se iba impregnando por donde pasaba. Más de una vez en el metro, al notar un rastro intenso y peculiar me dije, Poppy ha pasado por aquí. Y cuando le preguntaba al llegar a clase, me decía riendo: «Yes! Sí, ¡sííí!».

Betty Brown fue mi ejemplo de sensualidad perfectamente medida. Sus ejercicios diagonales en clase eran un despliegue de poderío y elegancia femenina. Matices más lentos, estudiados, me hicieron comprender lo mucho que aún me guardaba de la sexualidad al exponerme en público.

Poppy, que era más enérgico, introducía un mayor uso de piernas altas y saltos, lo que obligaba a mayor esfuerzo. Te afianzaba en la dosificación de la fuerza con ligereza. Ellos sabían lo que era trabajar a diario y podían transmitirlo a futuras generaciones, las que todavía quisieron escuchar con admiración y gratitud. Asimilé cambios fundamentales,  en la proyección de la personalidad en escena, aun respetando el estilo de cada coreógrafo; “el saber vender”. A una bailarina sosa, aunque fuese buena en técnica —conocí algunas que miraban por encima del hombro y no ganaron un duro bailando—, no la quería nadie en un espectáculo.

Poppy me hizo esperar una noche al acabar la clase, en un aparte, para decirme que había una audición para Ricardo Ferrante. Ya conocía sus bailes por el programa televisivo, “Exterior día”. Yo tenía algún complejo de mi nariz y él le quitó importancia diciéndome que se solucionaba con maquillaje, buen físico y bailando con fuerza. Le hice caso. La selección era para inaugurar la discoteca Copacabana, en Sant Adrià del Besòs, con el espectáculo Cabaret. La protagonista era Tommie, muy buena haciendo de Minelli.

Al llegar al estudio de Conde Santa Clara número 8, en La Barceloneta, conocí al gran profesional Luis Bonicalzi, posteriormente, miembro fijo del equipo de Paloma San Basilio, y a Kim Manning, la simpática americana que se haría famosa en el concurso Un, dos, tres… responda otra vez de Televisión Española. Ambos tuvieron unas amables palabras cuando advirtieron mi inexperiencia. También estaban tres chicos y cinco chicas.

Poppy Scott en Cadaqués Center de Madrazo, Barcelona en 1982

Claudia S. tenía que llegar de U.K. y podía no hacerlo a tiempo, Ferrante me ofreció quedarme de suplente sin ninguna garantía. Acepté. Participé en los ensayos de Ferrante durante más de una semana. Fue la primera vez que vi ensayar con zapatillas deportivas y me encantó. Aunque luego se tenía que usar el calzado específico de cada número para acostumbrarse. Un día nos reunió delante de un vídeo de su anterior montaje de Cabaret en Rialto. Según decía era amigo de Bob Fosse.

Claudia Suiter llegó a tiempo del estreno y con Ferrante, no hubo química. Al acabar, le di las gracias por haberme permitido quedarme en el ensayo y por invitarme a comer un plato de lomo con huevo frito y patatas, como a las titulares, durante los ensayos. Lola y yo vimos su estreno en Copacabana. Estábamos encantadas, con Tommie, Kim, siempre risueña, y Luis Bonicalzi, carismático y muy atractivo, buen compañero, uno de los mejores bailarines en nuestro país. Eso fue todo.

Aquel casting que me proporcionó Poppy Scott, me abrió una puerta más grande, comencé a ensayar con el grupo de baile del estudio de Conde Santa Clara que dirigía Pepe Huguet, con la argentina Elsa Montserrat, y a partir de ahí nunca paré de trabajar, yendo de un lugar a otro, con el Ballet de Jennifer Lee y el Ballet Gin-Pak, los mejores de Barcelona. También en diferentes obras y compañías, giras, televisiones, teatros, filmación de películas y salas de fiesta, siempre acumulando experiencias maravillosas y una profesionalidad que respeto e igualmente reconozco y exijo, hasta crear mi propio ballet en 1989.

Soy la de azul y rosa,así vestíamos en clase de Poppy. De amarillo, Dolly «Lola Serra».

Poppy,

Has tenido muchos alumnos y fans que te adoran en diversas etapas y centros. Posteriores artistas como Dolly mi amiga, Gaby la coreógrafa. Yo misma te envié a Francisco Javier que era camarero en Studio 54 en 1983 y llegó a bailar años más tarde con Norma Duval.

Todos te queremos y admiramos por muchas razones. Todas esas canciones que ponías y tu personalidad, son parte de mis recuerdos más apreciados. Si las hago sonar, estoy ahí inmediatamente contigo, descubriendo esas noches de Barcelona, sin cansarme de bailar y aventurarme a realizar mis objetivos.

Deseamos que seas feliz, eres un gran ejemplo de profesor. La última vez que te vi, estabas con tus familiares en «La Poma», en Las Ramblas, puede que fuera en 1986. Me sentí contenta por encontrarte y volver a abrazarte.

Bendigo tu paso por mi vida. Gracias Poppy.

Te quiero.