Otra etapa vital

Aun no me he mudado y ya añoro lo que más me gusta de vivir aquí. En la noche, el canto de los grillos, el ruido sordo de los coches en el asfalto de la N-340, los ladridos de los perros lejanos de las masías y la luna pasando desde un lado a otro de la casa hasta quedar enmarcada en la ventana de mi habitación. El silencio, solamente interrumpido por los niños visitantes, durante la temporada estival.

El tren, dejó de pasar y se han llevado las vías, los postes y hasta las piedras.

Fotos superiores en 2017, fotos inferiores en 2023.

Nos vamos por donde hemos venido y acabo el año, afrontando cambios que ni me asustan ni me incomodan. No tengo apegos. No me afano en acumular. Soy nómada, de alguna forma, sigo de gira, hay mucho que descubrir y también que apreciar en perspectiva, hacia atrás y hacia delante. Acabo una etapa vital, alejada de toda actividad artística profesional, en esta zona de Miami-Platja.

Hemos perdido a mi suegro, a mi cuñado,  a mi madre y a mi perro Droopy. Hemos pasado la pandemia y el confinamiento, con espacio y aire libre. Mi cuerpo se ha desprendido de la vesícula biliar y el doctor García Almagro, junto a su magnífico equipo, me ha puesto una perfecta prótesis de cadera y próximamente con el comienzo de 2024, me pondrá la otra. Confío plenamente en él y en el proceso de recuperación.

He podido terminar y publicar mi libro, aquí. Solamente me han hecho salir las presentaciones del libro, 4 funerales y un duelo que vuelve a repintar la escena, cuando contemplo el lugar que ocupó Droopy el día que lo llevamos a dormir. Algunas urgencias y visitas médicas. Escapadas a Barcelona, Salou, Tarragona, Cambrils y Zaragoza. Almuerzos de camionero con mi marido y mi hermano. Peluquería y compras semanales. Visitas al veterinario.

Vida tranquila para una mente inquieta. También hemos recibido, con el amor que hay para todos, a quienes han venido a pasar unos días con nosotros.

Esta casa y este terreno no me quieren, son hostiles. No es una invención. Todo comenzó con las ratas que se colaron entre el tejado y el techo en la primavera. La reacción a sus pulgas. El propietario se portó muy bien para poder solucionarlo pero también nos costó lo nuestro y, vaya, ahora una alergia ambiental a la mayoría de los árboles que me rodean y otros factores propios del lugar, inevitables, me han decidido a marchar. No había pasado tanto estrés en la vida como en estos últimos meses.

Donde no me quieren, no me quedo, no insisto y tampoco quiero que me encuentren a faltar. No me va la nostalgia, pero saber que no voy a escuchar los grillos me produce desazón al igual que aceptar que tampoco escucharé el mar en las horas de temporal.

Dejo dos vecinas estimadas Chus y Jossette.

Dejo la visión desde el salón de un olmo que no da peras, los pinos y cipreses desde la ventana donde escribo y me despido de las llamas de la leña ardiendo en la chimenea.

Dejo desde hace días, muchos enseres en la basura. Y también he regalado cosas que no voy a volver a usar. Dejo plantas y flores, como dice mi marido: ‘Allá donde vamos, dejamos algo de nosotros mismos’. Dejo el dolor que siento por los compañeros y amigos que lo están pasando mal por la salud y por quienes han fallecido.

Doy mis vinilos y videos VHS de musicales en adopción, serán más apreciados en sus nuevos hogares.

Todo esto se lleva 2023 y con ello queda mucho espacio mental, emocional y físico.

Vuelvo a la contemplación de cientos de ventanas iluminadas, en un ambiente urbano. Puede que incluso a socializar… vuelvo sin expectativas pero con ideas.

Os deseo Feliz Año Nuevo 2024, con este vals que he creado en mi Viena virtual. Será visible a partir del día 31 de diciembre a las 23´45. Es un regalo, desde la satisfacción creativa y, como tal, su propósito es ser compartido.

Desde mi ventana

Por esta ventana, cada día, veo pasar mi vida desde 2017. El paisaje cambia poco: los pinos dejando caer agujas, nidos y ramas partidas por un viento furioso que, aquí finalmente,  ya casi pasa como normal y no me molesta. Los árboles del vecino y su paseo con la segadora de césped. Los cipreses de la valla que nos separa. La maleza que no cesa de apropiarse de la tierra. Palomas fulminadas en el patio, pues no llega a jardín, aunque cuido algunas plantas con flores. Gatos intrusos. La leña que ha ido cambiando de sitio; desde que hacía “rural fitness”, trasladando los troncos desde el montón de 2 toneladas del volquete, en el portón principal hasta colocarlas en un orden alineado y de ahí al porche de casa, para mantener algo de madera seca y disponible.

He visto llover durante más de una semana interminable cada año, he tocado el granizo inesperado y huyo de la violencia del sol cuando rodea la casa. Lo que no se ve pero se oye es el ruido del mar.

Nos quedamos en esta casa por la tranquilidad y porque a 25 metros pasaba la vía del tren, que me encanta. El tren dejó de pasar y ahora se han llevado los raíles. Un camino de tierra, que será vía de senderistas y ciclistas domingueros, es lo que queda de mi romance con los ferrocarriles y el deseo de viajar en ellos, sabiendo que siempre puedes volver dejándote llevar.

Los estorninos, de repente, se tiran en avalancha sobre los árboles con gran estruendo y se van todos a una, sin error ni retraso. Las golondrinas se atreven a acercarse a las puertas, en vuelo rasante. Vida asilvestrada, lejos de todo por lo que trabajé y me jugué la vida en la carretera; sin vacaciones, sin Seguridad Social, sin contrato. Solamente con la creencia en mí misma.

Tampoco, en esta foto, se ve el dolor que he vivido en esta casa. El trágico fallecimiento de mi suegro. La anticipada agonía de seis meses, la cuenta atrás, ante la inminente y anunciada muerte de mi madre. El debilitamiento de mi perro Droopy que se fue, una semana después.

Excepto la chimenea, me han quitado todo lo que quería y me gustaba estando aquí. Hasta un trozo de hueso para implantarme una prótesis de cadera. Y la vesícula biliar, dolorosa con sus cálculos inoportunos en horas de confinamiento, saliendo a la carretera N-340, tan vacía que asustaba más que una película de zombis, de camino al servicio de Urgencias.

A veces añoro las vistas nocturnas de mi ciudad, Barcelona. Desde la casa de mis padres en la calle Cantabria. El semáforo delante del teatro Apolo en el Paralelo. Los paseos hasta arriba del todo en la montaña de Montjuic. Ahora en esa montaña solamente tengo antepasados difuntos. Desde mis ventanas en Barcelona, tampoco se veía, pero existía un ruido sordo de sistemas de aire y tráfico rodado, permamente. La lluvia reflejaba los faros de los coches y de los semáforos. Los rótulos luminosos de las firmas comerciales se multiplicaban en los cristales de todas los edificios. Sentía que era de allí. Más que en ningún sitio en los que he vivido. Después de la ciudad, todo ha consistido en ser un ave de paso.

Ventanas, cada una escondiendo la historia de una casa, de una familia, de una persona. Mi misterio preferido son las ventanas. Como esta, desde donde cada día, contemplo la vida presente y parte de la pasada al escribir cosas que no sé si se publicarán. Ventana, que me recuerda tantas otras por las que he salido y entrado a la vida, con alguna puerta delantera abierta con gloria y alguna cerrada en las narices, con ánimo aventurero y actitud tan cómica como dramática.

De la ciudad me queda, también, esa fascinación por las estatuas sobre las cúpulas de los edificios del centro. Intrigantes, pues ¿a qué loco pretencioso se le ocurrió que la ciudad debía ser vigilada desde las alturas? Esos seres del universo mítico de túnicas petrificadas, las espadas en alto y las alas de los ángeles anclados en un tiempo que nunca nos perteneció, la herencia que nos vino dada con los huesos esparcidos y las ruinas que otros dejaron como único testimonio de su existencia.

Tengo mucho, porque cada día tengo menos. Menos cosas materiales. Me desprendo de todo lo que puedo cada temporada, es como un arrebato. Y eso incluye a la gente de mi red social. Hago una purga que da pavor. Si este descarte fuera una acción física y presente sería más difícil pero no me temblaría e pulso «mira, es que no tenemos nada que ver ni que compartir».

Contengo una gran sopa de letras mental que ordenar. Fotos, prensa y video de una vida profesional, como artista y educadora, que donar. Los seres queridos se van muriendo. Los maestros más mayores, dan por terminada su labor y se arrinconan en el trastero de este gran escaparate tan falso. Los famosos, quienes nos inspiraron, agotados de éxito y de consumo veloz de la suerte, nos abandonan en circunstancias a menudo penosas.

No me siento mayor pero la vida me trata como a tal. No tengo sueños por cumplir, es más, algunos los he aburrido, literalmente, porque comprendí que no me importaban, que eran adquisiciones propias de la fantasía juvenil, puede que fuesen sueños de «oídas», mientras fabricaba mis objetivos, por ejemplo: no iré a París y por ello no dejaré de sentirme enamorada o amaré más. Tampoco iré a Las Vegas, y me pregunto qué hubiera pasado si el año 1982 hubiese aceptado aquel contrato con el ballet americano. No lo sé. Ya me bastan las películas, típicas y tópicas, para saber que mi sitio no estaba allí. No, mi sueño no era americano, pero tampoco es español. Nací nómada, en una familia estable hecha con gente de aquí y de allá y no sé que hago aquí. No es que esté descontenta. Puede que insatisfecha sobre algunos asuntos y eso me hace buscar la salida de emergencia; «estar en otra parte», aunque sea feliz. ¿Qué pasa en otra parte y qué me estoy perdiendo?, posiblemente nada. Ayer me contó un artista que es un problema conseguir agua en los camerinos y un paso al escenario para la furgoneta de descarga, por parte de muchos contratantes. Yo no luché para esto.

A veces pienso que volvería a Barcelona, una temporada, pero cuando me acerco por un día regreso tan decepcionada, tan cargada de pasado y de presente que no encajan que ya no deseo hacerlo. Debo terminar el duelo por mi madre volviendo al barrio donde crecí para despedirme de todo lo que no hice, ni hago ni haré con ella. Para despedirme de mi misma, de todo lo que sucedió entonces y ha marcado mi existencia para el resto. Y tanto que es pasado, eso me ha traído aquí, sé de dónde vengo y sé a dónde no quiero ir,  pero ignoro donde voy a ir a parar con lo poco que me importa, por eso miro esa ventana y donde tu ves un cuadro rutinario y anodino, yo escucho, recuerdo y veo un paisaje cambiante, exterior e interior que mezcla todas las dimensiones a la vez en una danza fantástica sin lógica ni conclusión.

En ocasiones esta observación libera, en otros momentos atenaza, pero de ninguna forma mi persona puede constreñirse a un espacio y a una circunstancia. Hay personas que necesitan escapar cada fin de semana, cada puente, cada periodo vacacional, yo no. Intuyo que debo volver, pues llevo toda la vida escapada en la realidad (muy sólida e idealista) que me construí, defendiéndola con la espada de las estatuas terroríficas que coronan el techo de Barcelona y esa limpieza de espíritu que nadie ni nada ha conseguido doblegar ni contaminar. Sigo teniendo el mismo conflicto con la autoridad, mi mejor y único jefe solamente puedo ser yo. Ser autónoma a esta edad, es mucho más peligroso que ser un influencer osado que acaba muerto por la absurda hazaña de conseguir «me gusta». Ser empleada artística, a cuenta de terceros,  en este país, es un sometimiento a lo que más detesto: la injusticia, la explotación y la humillación para ganar un sueldo indigno. Por eso no trabajo aquí: porque no me callo y defiendo lo necesario.

Me siento como Alice de Lewis-Carroll, con sus galletas y brebajes. Tan pequeña y grande. Tan encaminada y a la vez indecisa. Tan llena de cosas recibidas y también por dar. Todo esto es solamente, la vista desde una ventana, admirando como cambia el color del cielo y esperando el otoño con poca paciencia. Sopla el aire, nos ha dado un respiro en medio del ardor planetario. Hay sombra suficiente. Silencio. La gente, en esta urbanización, tiene la buena costumbre de no hacer ruido durante las horas de siesta y de no poner la música alta, eso es un plus imprescindible para disfrutar la soledad y tener este monologo interior que no tengo pudor para hacer público.

Conozco personas que se quejan de estar solas, cuando nunca quisieron interactuar con nadie. Se quejan ahora de mayores. Es la falta de atención y de compañía. La queja se ha convertido en la nueva peste, todo el mundo huye de los desahogos y de las responsabilidades ajenas. Le llaman “no drama”, aunque es una declaración de “no me importa”. Todo son sonrisas y buenas palabras, pero cada cual vive en su burbuja y no sabe nada de las otras realidades.

Me encanta mi soledad, el alejamiento me evita parecer falsa o antipática, pues se me nota lo que no me interesa. De la misma manera me afecta el dolor ajeno, hasta el punto de actuar en busca de soluciones o de paralizarme. Me pasó con mi madre y con mi perro, aun no lo he superado, aun estoy arrancando los motores desde la perspectiva frustrante, inesperada, inimaginable, de pasar tres años sin una buena noticia, más que la publicación y promoción puntual del libro que me hizo llorar y gritar por dentro hasta traerme al día de hoy. Demasiada autocensura durante tantos años. Nunca, el miedo. Nunca, pidiendo perdón, ni aceptando los juicios sumarísimos, por ser yo. Sí claro la salud. No tengo nada grave, aunque me haya sentido enferma sin estarlo.

No me perdonan que no preste atención y lo cierto es que he prestado más de la cuenta. Eso es un don de quien no tiene carencias y ve lo que otros no pueden ver, como en la foto de esta ventana. Los dones, son regalos de la vida, pero a veces… las sutiles diferencias que nos atacan por todos los lados, cansan. Si el diablo habita en el detalle, y todos esos demonios del pasado y yo hemos dejado de luchar para ponernos del mismo bando, resulta que tengo overbooking de ángeles caídos (supongo que de los tejados de más de una ciudad) de percepciones tan palpables, no imaginarias, de mi inmediato alrededor. Tengo la pausa puesta, en esta canción que está tocando mi vida, demasiado tiempo disfrutando en la fantasía que me precede para poder soportar un día más con tanta ordinariez «popular».

Me he propuesto sembrar tormentas, para recoger tempestades. Seguro que ahora mismo, todos estos que nos alertan y atemorizan con el inminente desastre, me pagarían por ello. Cosas más inverosímiles he hecho. Si como bailarina corista fui una comercial de la fantasía como coreógrafa adquirí la experiencia de producirla y sin canalizarla, me desbordo. Da igual si estoy contenta o triste, las ideas creativas aparecen igual, pidiendo su sitio. Una música, una tela, una pintura… una escena viva se reproduce en mi mente desde el tormento hasta el éxtasis.

Encuentro a faltar el paso del tren, su ruido, el retumbar de las vías y del suelo. El tren me daba ganas de explorar y acunaba muchas madrugadas que ahora son solamente, espacios en blanco en el techo de la habitación e ideas que debo ser capaz de realizar con la ilusión de siempre. Con fuerzas. Ya no me acuerdo de cuánto dura siempre, nadie lo puede garantizar.  

Necesito una ilusión nueva, vivo pero no es lo mismo hacerlo sin ella, es mi motto, ilusionar, trabajar y generar otra realidad más amable, más justa y bonita para quien comparte mi camino, sin raíles de tren y sin luces nocturnas de la ciudad.

Desde el búnker, desde mi ventana. Y solamente es 5 de agosto. Que pase ya el verano, aún no he ido a la playa. En 2021 tampoco fui, el primer y único año de mi vida sin meterme en el mar.

A otra ventana, dedico un capítulo de mi próximo libro. Bueno, el proyecto de libro. El título, lo tengo pensado hace años, ahora hay que fijarse en el contenido, 13 historias de mujeres que no son todas verdad, ni todas ficción. Mujeres que habitan en cualquier lugar y dentro de todas nosotras.